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Hughes - Roma: una historia cultural

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Hughes Roma: una historia cultural
  • Libro:
    Roma: una historia cultural
  • Autor:
  • Editor:
    Grupo Planeta;Crítica
  • Genre:
  • Año:
    2011
  • Ciudad:
    Italy;Rome;Rome (Italy
  • Índice:
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Roma: una historia cultural: resumen, descripción y anotación

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This book is a comprehensive, and deeply personal history of Rome, as city, as empire, and, crucially, as an origin of Western art and civilization covering the span from the citys origins more than two thousand years ago through the twentieth century. The founding of Rome is shrouded in legend, but current archaeological evidence supports the theory that Rome grew from pastoral settlements and coalesced into a city in the 8th century BC. It developed into the capital of the Roman Kingdom, the Roman Republic and finally the Roman Empire. For almost a thousand years, Rome was the most politically important, richest and largest city in the Western world. This book tells the story of the Eternal City, from its earliest days right up to the present.

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PRÓLOGO En Roma he comido dormido y mirado hasta quedar exhausto y a veces me - photo 1
PRÓLOGO

En Roma he comido, dormido y mirado hasta quedar exhausto y a veces me he sentido como si, a fuerza de caminar, hubiera dejado los dedos de mis pies reducidos a muñones, pero nunca he vivido allí en realidad. Sólo llegué a vivir fuera de la ciudad; no en la mediocre periferia que creció para dar cabida al aumento de su población en los años cincuenta y sesenta, sino en lugares situados al norte, a lo largo de la costa, como la península de Argentario. Estuve en la Roma propiamente dicha con bastante frecuencia, pero rara vez durante más de una semana o dos y no lo suficientemente a menudo como para que se me pudiera considerar un residente, pagándole un alquiler a alguien que no fuera el dueño de un hotel o teniendo una pared de cocina en la que colgar de forma permanente mi colador de spaghetis de mimbre, que se quedó en Porto Ercole.

Durante una época de mi adolescencia, cuando de Roma no tenía sino el conocimiento más superficial, anhelaba ser un expatriado romano y hasta me sentía bastante hipócrita, o cuando menos pretencioso, por albergar cualquier clase de opinión acerca de la ciudad. Todo el mundo, me parecía entonces —siendo esta una época iniciada a comienzos de la década de 1950—, sabía más de Roma que yo. Yo era un fanático de la idea de Roma, pero para mí apenas era algo más que una idea, y deficientemente formada, distorsionada, además. Ni siquiera había estado allí jamás. Aún me hallaba en Australia, donde, al haber sido educado por los jesuitas, sabía decir unas cuantas frases en latín, pero absolutamente nada en italiano. El único semi- romano al que conocía era en realidad irlandés, un encantador jesuita de avanzada edad y cabello cano que se encargaba del observatorio adjunto al internado al que yo había asistido en Sydney, y que de vez en cuando solía viajar a Italia para ocuparse de una institución del mismo grupo que pertenecía al Papa (Pío XII, conocido también como Eugenio Pacelli) y que estaba situada en Castelgandolfo, a las afueras de la Ciudad Eterna. Desde allí, indudablemente enriquecido con unos novedosos conocimientos de astronomía de cuyas dimensiones yo no tenía la menor idea, regresaba trayendo postales, obtenidas con aplicación y evidente placer de los estantes que estas habían ocupado en diversos museos e iglesias a un precio de entre diez y veinte liras cada una: obras de Caravaggio, Bellini, Miguel Ángel. Solía prenderlas en uno de los tablones de anuncios de la escuela. Naturalmente eran obras maestras de la pintura clásica de la más casta especie: no cabía esperar ningún tizianesco desnudo sonrosado. No tengo la menor idea del grado de éxito que pudieron tener estos detalles en el sentido de civilizar a los robustos muchachos jugadores de críquet de Mudgee y Lane Cove que eran mis condiscípulos. Pero sí sé que alguno tuvieron en mí, aunque sólo fuera porque el hecho de tener ese tipo de cosas en una iglesia, por muy remota que esta fuera, parecía (y era) muy exótico y, por consiguiente, aunque sólo fuera en una reproducción en miniatura, muy atractivo.

El arte religioso que se podía encontrar en una escuela australiana católica como la mía (y, de hecho, en toda Australia) era de un tipo muy distinto. Estaba hecho de escayola y concebido en un espíritu de nauseabunda piedad por un fabricante de arte religioso llamado Pellegrini, y todo él era de un dulce y enfermizo que yo entonces detestaba y cuyo lejano recuerdo aún me contraría: vírgenes con labios en forma de corazón y vestidas en un tono azul claro especialmente amarillento, Cristos sonriendo como idiotas en la cruz o fuera de ella que parecían la fantasía de un homófobo, con su cabello castaño rizado. Desconozco cómo se vendía este arte religioso tan banal y chapucero. A lo mejor Pellegrini tenía alguna versión primitiva del catálogo de venta por correo. O a lo mejor había un viajante con una furgoneta Holden que cargaba con las muestras de iglesia a iglesia: figuras de escayola de santa Teresa y de santa Bernadette, vírgenes que tenían en sus manos tallos de lirios de escayola, y que se vendían a tanto por centímetro de altura. Para mí siempre fue un misterio cómo podía pretenderse que uno rezara mediante estas porquerías, o delante de ellas. Hasta donde llegaron mis descubrimientos, no había en Australia una sola obra de arte religioso que nadie salvo una monja con retraso mental, y además lega, pudiera calificar de auténtica.

¿Dónde se podría ver lo genuino? Evidentemente, sólo en Roma. ¿Cómo podría uno saber cuál era, en verdad, el auténtico sentimiento en el arte religioso? Yendo a Roma. En última instancia, ¿cómo saber si cualquier clase de arte tenía alguna calidad? Fundamentalmente, si es que no únicamente, yendo a Roma, y viendo lo auténtico en el auténtico lugar. Roma sería mi puerta de entrada a Italia y luego al resto de Europa. Y con ello llegarían la sofisticación, el gusto y posiblemente incluso la espiritualidad. Por no mencionar todos los demás placeres, más terrenales, de los que también estaba deseando gozar. Después de tanto tiempo, me avergüenza reconocer que ya no recuerdo sus nombres, pero a mí me parecían exactamente las mismas chicas que veía en las películas italianas. Con suerte quizá hasta pudiera hacerme con algunos de esos insoportablemente elegantes pantalones, chaquetas y zapatos finos de la Via Condotti, aunque no tenía la menor idea de cómo iba a conseguir el dinero para ello.

Cuando finalmente llegué allí, en mayo de 1959, gran parte de esto resultó ser cierto. No hay nada que supere el placer de la primera inmersión que uno hace en Roma en una agradable mañana de primavera, aun cuando este no esté provocado por la contemplación de alguna obra de arte en concreto. La envolvente luz puede ser de una claridad incomparable, haciendo que cada detalle que al ojo se presenta adquiera una delicada intensidad. Primero el color, que no era como el color de otras ciudades en las que había estado. No era el color del hormigón, no era el color del vidrio en frío, no era el color del ladrillo sobrecocido, ni de la pintura de tosca pigmentación. En lugar de ello, eran los desgastados colores orgánicos de la tierra y la piedra antiguas de las que está compuesta la ciudad, los colores de la piedra caliza, el gris rojizo de la toba, la cálida decoloración del mármol que antaño había sido blanco y la superficie moteada y suntuosa del mármol conocido como pavonazzo , punteado con manchas e inclusiones blancas, como la grasa en una rodaja de mortadela. Para un ojo acostumbrado a las superficies más comunes y uniformes de la construcción del siglo XX , todo esto parece maravillosa y seductoramente suntuoso sin dar la impresión de estar sobrecargado.

Estaban brotando los propios árboles, de un delicado color verde, y no del más ubicuo gris apagado de los eucaliptos australianos a los que yo estaba acostumbrado. Algunos de ellos estaban en flor: el estallido en flor de color rosa y blanco de las adelfas a la vera de los caminos. Había azaleas por todas partes, sobre todo en las Escaleras Españolas: yo había tenido la suerte de llegar a Roma justo en el momento del año en el que los floristas amontonan en la Scalinata di Spagna una hilera tras otra, una masa sobre otra, de esos arbustos, cuyas flores resultaban más encantadoras todavía por el hecho de ser efímeras. Y no sólo eran las flores las que parecían estar de fiesta. Las verduras estaban floreciendo en los mercados, sobre todo en el Campo dei Fiori. Sus vendedores no querían constreñirlas. Manojos de tomillo, ramas de romero, perejil, masas liadas de albahaca llenaban el aire con su perfume. Aquí, una montaña de pimientos morrones: de color escarlata, anaranjado, amarillo, incluso negro. Allí, una canasta llena de los morados e hinchados garrotes de las berenjenas. Junto a eso, una formación de tomates, rebosantes de madurez: los rojos y ovoides San Marzanos para salsas, los tomates de amplia circunferencia para cortar en rodajas, los nervados para las ensaladas, los verdes pequeños. Incluso la patata, normalmente un bulto de aspecto aburrido, adquiría cierto esplendor tuberoso bajo esta luz mediterránea.

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