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Nawal al-Sadawi - Mujer en punto cero

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Nawal al-Sadawi Mujer en punto cero
  • Libro:
    Mujer en punto cero
  • Autor:
  • Editor:
    Editorial Horas Y Horas
  • Genre:
  • Año:
    2007
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Mujer en punto cero: resumen, descripción y anotación

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1 Este es el relato auténtico de la vida de una mujer La conocí hace unos años - photo 1
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Este es el relato auténtico de la vida de una mujer. La conocí hace unos años en la cárcel de Qanatir. Entonces yo estaba trabajando en una investigación sobre las personalidades de un grupo de presas y detenidas condenadas o pendientes de juicio por diversos delitos.

El médico de la cárcel me dijo que esa mujer estaba condenada a muerte por haber matado a un hombre. Sin embargo, era distinta de las demás asesinas presas en la cárcel.

-Creo que nunca volveré a conocer a otra persona como ella, dentro o fuera de la cárcel. Rechaza todas las visitas y se niega a hablar con nadie. En general no toca la comida y permanece despierta hasta el alba. A veces, la celadora la ha visto permanecer sentada con la mirada perdida en el vacío durante horas. Un día pidió pluma y papel y luego permaneció varias horas inmóvil, inclinada sobre ellos. La celadora no logró averiguar si estaba escribiendo una carta o alguna otra cosa. A lo mejor no escribía nada.

-¿Querrá verme? -le pregunté al médico.

-Intentaré convencerla para que acceda a hablar un rato con usted -me respondió-. Quizás acepte si le explico que es psiquiatra y no una ayudante del fiscal. Se niega a responder a mis preguntas. Incluso se negó a firmar una petición de gracia al presidente para solicitar la comutación de la pena de muerte por la cadena perpetua.

-¿Quién redactó la petición? -pregunté.

-Yo mismo -me dijo-. Sinceramente, no creo que sea una asesina. Después de ver su cara, sus ojos, resulta imposible seguir creyendo que una mujer tan dulce pudiera cometer un asesinato.

-¿Quién ha dicho que una persona no deba ser dulce para llegar al asesinato?

Se me quedó mirando desconcertado un instante y luego soltó una risita nerviosa.

-¿Ha matado alguna vez a alguien?

-Yo no soy una mujer dulce -le respondí.

Volviendo la cabeza, me señaló una ventana diminuta y me dijo:

-Esa es su celda. Iré a verla y la convenceré para que baje a conocerla.

Regresó al cabo de un rato sin la mujer. Firdaus se negaba a verme.

Aquel día debía entrevistarme con otras presas. Sin embargo, en vez de ir a visitarlas, me metí en el coche y me marché.

Una vez en casa, fui incapaz de hacer nada. Tenía que revisar mi último libro, pero no lograba concentrarme. Sólo podía pensar en esa mujer llamada Firdaus que sería conducida a la horca dentro de diez días.

Al día siguiente, por la mañana temprano, me encontré de nuevo frente la puerta de la cárcel. Le pedí a la guardiana que me permitiera visitar a Firdaus, pero ella me replicó:

-No servirá de nada, doctora. Jamás aceptará verla.

-¿Por qué?

-Van a colgarla dentro de pocos días. ¿Qué puede hacer por ella usted o cualquier otra persona? ¡Déjela en paz!

Había un tono de irritación en su voz. Me lanzó una mirada cargada de ira, como si yo fuese una de las personas que iban a ahorcar a Firdaus dentro de pocos días.

-No tengo nada que ver con las autoridades de esta cárcel ni de ningún otro lugar -declaré.

-Eso dicen todos -me respondió molesta.

-¿Por qué está tan alterada? -le pregunté- ¿Piensa que Firdaus es inocente, que no mató a ese hombre?

Con renovada furia, me replicó:

-Asesina o no, es una mujer inocente y no merece ser ahorcada. Deberían colgarlos a ellos.

-¿Ellos? ¿Quiénes son ellos ?

Me observó con suspicacia y me dijo:

-Dígame más bien quién es usted. ¿Son ellos quienes la han enviado a verla?

-¿Ellos? ¿A quiénes se refiere? -pregunté de nuevo.

Miró a su alrededor con cautela, con miedo casi, y dio un paso atrás, apartándose de mí.

-"Ellos"... ¿Intenta decirme que no les conoce?

-No -respondí.

Emitió una breve carcajada sarcástica y se alejó, volviéndome la espalda.

-¿Cómo puede ser la única que no les conoce? -la oí mascullar para sus adentros.

Regresé varias veces a la cárcel, pero todos mis intentos de ver a Firdaus fueron inútiles. Empezaba a tener la impresión de que, por algún motivo, mi investigación estaba en peligro. La amenaza del fracaso parecía pender, de hecho, sobre toda mi vida. Mi confianza en mí misma empezaba a resquebrajarse seriamente y pasé unos momentos difíciles. Esa mujer que había matado a un ser humano, y que pronto moriría a manos de otros, me parecía una persona mucho mejor que yo. A su lado, yo no era más que un pequeño insecto que se arrastraba por el suelo en medio de un enjambre de millones de otros insectos.

Cada vez que recordaba la expresión de los ojos de la guardiana o del médico de la cárcel al hablarme de su total indiferencia hacia todo, de su actitud de absoluto rechazo y, sobre todo, de su negativa a verme, se incrementaba mi sentimiento de impotencia e insignificancia. Una pregunta rondaba incesantemente con creciente insistencia mis pensamientos: ¿Qué clase de mujer es? ¿El hecho de que me haya rechazado significa que es una persona mejor que yo? Claro que también se había negado a mandar una petición de gracia al Presidente para solicitar su amparo frente a la muerte en la horca. ¿Significaría eso que esa mujer era mejor que el Jefe del Estado?

Empecé a abrigar una impresión muy próxima a la certeza, aunque difícil de explicar, de que esa mujer era, en efecto, mejor que todos los hombres y mujeres de quienes oímos hablar o que solemos ver o conocer habitualmente.

Intenté luchar contra el insomnio, pero otra idea se había apoderado de mis pensamientos y me impedía dormir. ¿Cuando se negó a verme, sabía quién era yo o me había rechazado sin conocer mi identidad?

La mañana siguiente acudí una vez más a la cárcel. No tenía intención de intentar ver a Firdaus, pues ya había abandonado toda esperanza de llegar a conocerla. Sólo quería ver a la guardiana o al médico de la cárcel. El médico no había llegado aún, pero encontré a la funcionaria.

-¿Le dijo Firdaus si me conocía? -le pregunté.

-No, no me dijo nada -respondió la guardiana- Pero ella sabe quién es usted.

-¿Cómo sabe que me conoce?

-Puedo captar sus pensamientos.

Me quedé paralizada, como si acabara de convertirme en una estatua de piedra. La guardiana se alejó para proseguir su trabajo. Intenté moverme, dirigirme al coche y alejarme de allí, pero no pude. Sentía un extraño peso en el corazón, en todo el cuerpo, que había dejado mis piernas sin fuerzas. Un peso más grande que el de toda la Tierra, como si en vez de permanecer de pie sobre su superficie, toda ella gravitara sobre mí. El cielo había sufrido una mutación parecida: teñido de negro, como la Tierra, también me aplastaba con su carga.

Sólo había experimentado esa misma sensación otra vez, muchos años antes, cuando me enamoré de un hombre que no me quería. Me sentía rechazada, no sólo por él, no sólo por una persona entre los muchos millones que pueblan el vasto mundo, sino por cada ser vivo y cada objeto de la tierra, por todo el ancho mundo.

Enderecé los hombros, erguí mi cuerpo tanto como pude e inspiré profundamente. Sentí aligerarse un poco el peso sobre mi cabeza. Comencé a observar mi entorno y a preguntarme extrañada qué hacía en la cárcel a esa hora tan temprana. La guardiana estaba agachada fregando el suelo embaldosado del pasillo. Sentí que me inundaba un inusitado desdén hacia ella. No era más que una mujer dedicada a limpiar el suelo de la cárcel. No sabía leer ni escribir y no tenía ningún conocimiento de psicología, ¿qué había podido inducirme a creer, entonces, con tanta facilidad en la validez de sus percepciones?

En realidad, Firdaus no había dicho que me conociera. La guardiana simplemente lo había intuido. ¿Por qué había de ser eso un indicio de que la mujer en efecto me conocía? Si me había rechazado sin saber quién era, no había motivo para sentirme tan dolida. Su rechazo no iba dirigido personalmente contra mí, sino contra el mundo en general y contra todas las personas que lo habitaban.

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