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Yôko Ogawa - FÓRMULA PREFERIDA DEL PROFESOR, LA

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Yôko Ogawa FÓRMULA PREFERIDA DEL PROFESOR, LA
  • Libro:
    FÓRMULA PREFERIDA DEL PROFESOR, LA
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    Editorial Funambulista
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    2008
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1

Mi hijo y yo le llamábamos profesor . Y el profesor llamaba a mi hijo «Root», porque su coronilla era tan plana como el signo de la raíz cuadrada.

—Vaya, vaya. Parece que aquí debajo hay un corazón bastante inteligente —había dicho el profesor mientras le acariciaba la cabeza sin preocuparse de que se le despeinara.

Mi hijo, que llevaba siempre una gorra para que sus amigos no se burlasen de él, metió la cabeza entre los hombros, a la defensiva.

—Utilizándolo, se puede dar una verdadera identidad a los números infinitos, así como a los imaginarios.

Y dibujó el signo de la raíz cuadrada con el dedo índice en el borde de su escritorio, sobre el polvo acumulado:

Entre las innumerables cosas que el profesor nos enseñó a mi hijo y a mí, el significado de la raíz cuadrada ocupa un lugar importante. Es posible que al profesor —convencido, como estaba, de que era posible explicar la formación del mundo con números— el término «innumerable» le resultara incómodo. Pero no sé expresarlo de otra manera. Nos enseñó números primos hasta llegar a los cientos de miles, así como el número mayor jamás utilizado para una demostración matemática registrado en el Libro Guinness, o la noción matemática de transfinito; sin embargo, por mucho que enumere estas cosas y otras más, no guardan proporción alguna con la intensidad de las horas que pasamos con él.

Recuerdo bien el día en que, los tres juntos, intentamos descubrir qué magia es la que coloca los números bajo el símbolo de la raíz cuadrada. Fue a principios de abril, una tarde lluviosa. En el estudio oscuro lucía una bombilla, la cartera de la que mi hijo se había desprendido había aterrizado sobre la alfombra, y por la ventana se veían unas flores de albaricoquero mojadas por la lluvia.

Invariablemente, en cada ocasión, el profesor no sólo esperaba de nosotros una respuesta correcta. Se alegraba cuando, por no saber contestar, acabábamos soltando como último recurso un disparate, en lugar de permanecer obstinadamente callados. Y aun se congratulaba más si la respuesta suscitaba nuevas preguntas que fueran más allá del problema inicial. Tenía una concepción original sobre el «error correcto», de manera que era capaz de darnos de nuevo confianza precisamente cuando más apurados nos veíamos, sin poder encontrar la solución correcta.

—Ahora, veamos: intentemos encajarle el -1 —dijo el profesor.

—Debe dar -1, multiplicando dos veces un mismo número, ¿no?

Mi hijo, que acababa de aprender las fracciones en la escuela, entendía ya que existían números inferiores al cero, tan sólo con una explicación del profesor que ocupó menos de media hora. Imaginamos, mentalmente, √(-1). Raíz cuadrada de 100 es igual a 10, raíz cuadrada de 16, igual a 4 y la de 1 es 1, por lo tanto la de -1 es igual a... El profesor nunca nos metía prisa. Le gustaba más que nada contemplar la cara de mi hijo y la mía cuando nos poníamos a pensar detenidamente.

—Pero... ese número... ¿quizá no exista? —comenté con prudencia.

—Sí, claro que sí, está aquí —señaló su pecho—. Es un número muy discreto, no se muestra en público, pero está ahí dentro del corazón y sostiene el mundo con sus pequeñas manos.

Guardamos de nuevo silencio para meditar sobre la raíz cuadrada de -1, que, al parecer, extendía sus brazos al máximo desde un lugar lejano y desconocido. Sólo se escuchaba el sonido de la lluvia. Mi hijo se puso la mano en la cabeza como para comprobar una vez más cómo era una raíz cuadrada.

Pero el profesor no sólo se limitaba a enseñar. Era reservado con todo lo que desconocía, tan discreto como la raíz cuadrada de -1. Cuando necesitaba algo de mí, se me dirigía diciendo:

—Perdone, pero...

Siempre pedía excusas; incluso cuando quería que ajustara el temporizador del tostador a tres minutos y medio, nunca olvidaba añadir un «perdone». Yo giraba el botón, él alargaba el cuello, mirando dentro del tostador hasta que el pan terminaba de tostarse. Prestaba la misma atención al proceso de tueste del pan que al progreso hacia la verdad de las demostraciones matemáticas, como si aquella verdad tuviera el mismo valor que el teorema de Pitágoras.

Fue en marzo de 1992 cuando me mandaron por primera vez a casa del profesor, por medio de la Agencia de Trabajos Domésticos Akebono. A pesar de que era la más joven entre las asistentas inscritas en aquella agencia de una pequeña ciudad que daba al Mar Interior de Seto, ya tenía más de diez años de experiencia. Durante esos años mi relación con los amos de las casas había sido buena, y me sentía orgullosa de ser una buena empleada del hogar. Nunca me quejaba de mi trabajo al jefe de la agencia, aun cuando me viera obligada a trabajar para clientes problemáticos, a los que otras se negaban a servir.

En el caso del profesor, vi que sería un cliente complicado sólo con mirar su ficha de cliente. Cuando se cambiaba una asistenta debido a la queja del cliente, se estampaba un sello en forma de estrella, con tinta azul, en el dorso de la ficha, y en la del profesor se contabilizaban ya nueve estrellas. Era un récord entre todas las casas que yo había visto hasta entonces.

Cuando fui al domicilio del profesor para la primera entrevista, me atendió una señora anciana, delgada y de aspecto elegante. Llevaba el cabello teñido de castaño y recogido en un moño, un vestido de punto, y sostenía un bastón negro con la mano izquierda.

—Desearía que atendiera a mi cuñado menor —dijo.

Al principio no entendí qué relación había entre el profesor y la anciana dama.

—No sabemos ya qué hacer, porque ninguna se queda mucho tiempo. Cada vez que viene una nueva asistenta, hay que volver a enseñarle todo desde el principio, y eso lleva mucho tiempo y trabajo.

Por fin entendí que su cuñado menor significaba, en realidad, que era más joven que ella.

—No es que le estemos pidiendo nada excesivamente complicado. Se trata de venir de lunes a viernes, a las 11 de la mañana, prepararle la comida, ordenar y limpiar la casa, ocuparse de las compras y prepararle la cena antes de marcharse, a eso de las 7 de la tarde. Eso es todo.

La expresión «cuñado menor» en boca de ella sonaba dubitativa. A pesar de sus buenos modales, su mano izquierda toqueteaba sin cesar el bastón. De vez en cuando me lanzaba alguna mirada circunspecta, procurando no cruzar su mirada con la mía.

—En el contrato entregado a la agencia constan por escrito los detalles. En cualquier caso, por nuestra parte, nos basta con que sea una persona que le cuide bien para que pueda llevar una vida normal y corriente.

—El señor, su cuñado, ¿dónde está ahora? —le pregunté. La anciana señaló con la punta del bastón hacia un pabellón anexo que estaba al fondo del jardín. Tras un seto de fotinia escrupulosamente podado, se veía a través de una verde espesura un tejado de tejas de color bermejo.

—No deberá usted andar yendo y viniendo del pabellón a la casa. Su lugar de trabajo será tan sólo el pabellón de mi cuñado menor. El pabellón tiene su propia entrada, que da a la calle, en la fachada norte, de manera que mejor será que utilice ese acceso. Los problemas que cause mi cuñado deberá usted solucionarlos en el mismo pabellón. Espero que me haya comprendido. Tan sólo le pido que respete esta norma.

La anciana dio un golpecito en el suelo con el bastón. Comparadas a las exigencias sin sentido de anteriores patrones como, por ejemplo, llevar trenzas con lazos diferentes todos los días, servir el té a una temperatura ni superior ni inferior a los setenta y cinco grados, o saludar con las manos en forma de plegaria al lucero de la tarde cuando éste aparece en el cielo, aquellas reglas no me parecían demasiado difíciles.

—¿Podría ser presentada a su cuñado?

—No es necesario.

Se negó de manera tan tajante que me sentí como si, irremediablemente, hubiera dicho algo inconveniente.

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