Pete Townshend, leyenda viva del rock y uno de los grandes incendiarios que, desde llamaradas como los Beatles, los Stones, Cream o Pink Floyd, encendieron una tormenta destinada a pulverizar los tedios establecidos y dar forma a una nueva manera de no ser viejo. Pete y sus colegas fueron audaces pioneros en la trituración pública de instrumentos musicales y otros enseres igualmente valiosos, el abuso recreativo de sustancias no recomendadas por las autoridades sanitarias y el comercio carnal e indiscreto con admiradoras más o menos ingenuas. Pero Townshend es también el creador introvertido, el chico extraviado y el hombre roto que intenta comprender sus flaquezas para sobrevivir a sí mismo. De todo ello ofrece testimonio Who I Am, una de las memorias más auténticas y ambiciosas que se haya escrito nunca en el Olimpo de la música popular.
Pete Townshend
Who I Am
Memorias
ePub r1.1
marianico_elcorto 24.10.16
Título original: Who I Am
Pete Townshend, 2014
Traducción: Miquel Izquierdo
Diseño de cubierta: Atlas
Imagen de la cubierta: Terry O’Neil
Editor digital: marianico_elcorto
Corrección de erratas: Asclepios
ePub base r1.2
Primer acto
Música de guerra
You didn’t hear it.
You didn’t see it.
You won’t say nothing to no one.
Never tell a soul
What you know is the truth
1921 (1969)
[No lo oíste./ No lo viste./ No dirás nada a nadie./ No cuentes a nadie/ que es verdad lo que sabes.]
Don’t cry
Don’t raise your eye
It’s only teenage wasteland
BABA O’RILEY (1971)
[No llores,/ no levantes la vista./ Sólo es el yermo adolescente.]
And I’m sure — I’ll never know war
I’VE KNOWN NO WAR (1983)
[Estoy seguro: no voy a conocer la guerra.]
¡Es un niño!
Acabo de nacer, la guerra ha terminado, pero no del todo.
—¡Es un niño! —grita alguien desde las candilejas.
Pero mi padre sigue tocando.
Soy un niño de la guerra a pesar de que nunca la he conocido: nací en una familia de músicos el 19 de mayo de 1945, dos semanas después del Día de la Victoria en Europa y cuatro meses antes de que la derrota de Japón diera por acabada la Segunda Guerra Mundial. Con todo, la guerra y sus ecos sincopados —las bocinas, saxofones, las big bands, los refugios antiaéreos, los cohetes V2, los violines y clarinetes y Messerschmitts, las nanas al estilo de «Mood Indigo» y las serenatas tipo «Satin Doll», los gemidos, bombardeos, sirenas, estruendos y estallidos— me distraen, acompasan y ajetrean mientras sigo en el útero materno.
Dos recuerdos perviven como sueños que, una vez recordados, no se olvidan jamás.
Tengo dos años y voy en el piso superior de un viejo tranvía al que mamá y yo hemos montado en lo alto de Acton Hill, en Londres Oeste. El tranvía rueda y veo pasar lo que será mi futuro: la tienda de material eléctrico donde saldrá a la venta el primer disco de papá, en 1955; la comisaría de policía donde iré a recuperar mi bicicleta robada, la ferretería que me cautiva con sus miles de cajones perfectamente etiquetados, el Odeon donde los sábados asistiré a parranderas matinés de cine con los amigos; St. Mary’s Church donde, en unos años, cantaré himnos anglicanos en el coro mientras observo a cientos de parroquianos que reciben la comunión, algo que yo evito hacer; el pub White Hart donde pillo mi primera auténtica cogorza en 1962, después del bolo semanal con la banda escolar de rock llamada los Detours, embrión de los futuros Who.
Ya soy algo mayor, han pasado tres meses desde mi segundo cumpleaños. Es el verano de 1947 y estoy en la playa en un día soleado. Soy demasiado pequeño para andar por ahí, pero estoy sentado en una toalla disfrutando de los olores y los sonidos: aire marino, arena, la brisa, el murmullo de las olas en la orilla. Mis padres van montados a caballo, como árabes, salpicando arena por doquier, saludan risueños y se alejan de nuevo. Son jóvenes, glamurosos, guapos, y su desaparición es como el desafío de un grial escurridizo.
El padre de papá, Horace Townshend (conocido como Horry), se quedó calvo prematuramente a los treinta años, pero seguía resultando llamativo con su perfil aguileño y sus gafas de montura gruesa. Horry, un músico y compositor semiprofesional, escribía canciones y actuaba en veladas veraniegas junto al mar, en parques y en auditorios, durante los años veinte. Flautista dotado, sabía leer y escribir música, pero, como amante de la vida fácil, nunca ganó mucho dinero.
Horry conoció a la abuela Dorothy en 1908. Trabajaron juntos en el negocio del espectáculo y se casaron dos años después, cuando Dot estaba de ocho meses de su primer hijo, Jack. El tío Jack recuerda una ocasión en que, siendo niño, sus padres tocaban en el muelle de Brighton, mientras él los observaba de cerca. Una gran dama se acercó, apreció su empeño y arrojó un chelín en el sombrero.
—¿Por qué buena causa recaudan dinero? —preguntó.
—Por nosotros —dijo Dot.
Dot era atractiva y elegante. Cantante y bailarina, era capaz de leer música, actuaba en fiestas, en ocasiones junto a Horry, y luego le ayudó en sus tareas de composición. Era jovial y optimista, aunque algo vanidosa y snob. Entre una actuación y otra, Horry y Dot concibieron a mi padre, Clifford Blandford Townshend, que nació en 1917, e iba a ser ahora el compañero de su hermano mayor Jack.
Los padres de mi madre, Denny y Maurice, vivieron en Paddington durante la primera infancia de mamá. Aunque obsesiva con la limpieza, Denny no era muy atenta como niñera. Mamá se acuerda de asomarse, colgando, de la ventana del piso de arriba con su hermano pequeño, Maurice Jr., mientras saludaban a su padre que pasaba al volante de la camioneta de la leche. El pequeñajo casi se precipitó a la calle.
El abuelo Maurice era un hombre tierno al que Denny dejó cruelmente plantado —después de once años de matrimonio— cuando huyó de improviso con un hombre rico que la mantuvo como amante. Aquel día, mamá llegó de la escuela y se encontró la casa vacía. Denny se había llevado todo el mobiliario salvo una cama, y había dejado sólo una nota sin dirección alguna. A Maurice le llevó varios años dar con la descarriada mujer, pero jamás se reconciliaron.
Maurice y los dos niños se mudaron a casa de la abuela paterna, Ellen. Mamá, que sólo tenía diez años, ayudaba a llevar la casa, y cayó bajo el influjo de su abuela irlandesa. Se avergonzaba de la madre que los había abandonado, pero estaba orgullosa de la abuela Ellen, que le enseñó a modular la voz para mejorar el dejo irlandés. De hecho, desarrolló la capacidad de imitar varios acentos, y mostró una temprana aptitud para la música.
Ya de adolescente, mamá se mudó con su tía materna Rose a Londres Norte. Recuerdo a Rose como una mujer extraordinaria, segura de sí misma, inteligente, leída; era lesbiana, y convivió discreta pero abiertamente con su compañera.
Al igual que yo, papá fue un adolescente rebelde. Antes de la guerra, él y su mejor amigo formaron parte de los camisas negras fascistas de Oswald Mosley. Con el tiempo, naturalmente, se avergonzó de ello, pero se perdonó a sí mismo: eran jóvenes, y aquellos uniformes les parecían glamurosos. En lugar de limitarse a los estudios para clarinete de Prokófiev, con los que se debatía brillantemente dos horas cada mañana, a los dieciséis optó por tocar en fiestas que eran un poco el equivalente inglés de la velada clandestina americana. Eran bolos que exigían más bien poco a sus dotadas aptitudes musicales. Técnicamente, su capacidad siempre estuvo muy por encima de la música que interpretaba.