DAVE MUSTAINE, ampliamente conocido como el «padre fundador» del Thrash Metal, creó casi en solitario el estilo que lanzó tanto a Megadeth como a Metallica al conocimiento público. Desde Killing Is My Business… and Business Is Good! de 1985 hasta el reciente Endgame, con más de doce albumes editados por Megadeth, Mustaine ha dejado un legado musical que ha sido descrito con adjetivos que van desde «punzante» a «introspectivo» de «rabioso» a «irónico». Megadeth ha ganado ocho nominaciones al Grammy y seis certificados de platino. Mustaine vive en el condado de San Diego, California.
Prometí que sería un buen chico.
Una de mis fotos favoritas. Nunca habíamos usado fuego hasta esta gira.
Fotografía de Rob Shay.
E stoy sentado en una sala de proyección en los estudios de la Fox en Hollywood, mirando una muestra en bruto de una película de Will Ferrell. Estoy bastante entusiasmado por estar aquí ya que representa otra avenida creativa para explorar. Se me pidió que le pusiera algo de música original a la partitura, así que mi trabajo es ver la película y visualizar el tipo justo de trabajo de guitarra para dos escenas específicas. Honradamente es todo un viaje ser invitado a este mundo. Soy un guitarrista de thrash metal, y usualmente no somos bienvenidos en el mundo del espectáculo comercial. Pero una película de gran presupuesto para el verano, con Will Ferrell como protagonista, no puede ser más comercial, así que no puedo evitar sentir un ataque de excitación.
La película sigue pasando, y la estoy mirando más por inspiración que por entretenimiento, una sensación extraña, se lo aseguro.
«Justo aquí», dice alguien. «Aquí es donde te necesitamos».
Me inclino hacia adelante en mi asiento. Hablo sobre un notable, extraño y largo viaje. ¿Cómo fue que llegué hasta aquí?
De pronto mi atención se desvía. La música llena la sala de proyección, sobrepasando al diálogo que está en pantalla —o simplemente eso me parece a mí, porque lo reconozco al instante—. Lo llaman «placeholder» en el mundo del cine, una música que nunca llegará a la partitura o la banda sonora pero cuya intención es llenar un espacio para darle al verdadero compositor una idea de lo que se necesita. Sirve a la vez como inspiración y como guía.
O, en mi caso, como una molestia.
Me vuelvo hacia mi mánager asistente, Isaac. Ninguno de los dos dice una palabra. Pero puedo darme cuenta de que estamos pensando lo mismo:
«¡¿Metallica? ¿Os estáis jodidamente quedando conmigo?!».
Isaac ha trabajado conmigo hace unos cuantos años ya, lo suficiente como para saber que no hay nada peor para provocar una fusión en Mustaine que una dosis inesperada de Metallica. Y más inesperada no puede ser en este momento.
¿Escuchas eso, Dave? ¡Eso es lo que estamos buscando! Algo que suene como Metallica pero que no sea Metallica. ¿Puedes hacerlo, por favor?
Dejo que mi cabeza cuelgue por un momento, y luego sonrío. Isaac sonríe también. Y luego comenzamos a reír. A veces el mundo es demasiado perverso y solo se le puede enfrentar con sentido del humor. Me doy cuenta en este mismísimo momento que esto nunca terminará.
Nunca… jodidamente… terminará.
Algún día estarán bajando mi ataúd a la tierra y estarán listos para pasar una canción mía por última vez («A Tout le Monde» sería ideal), y seguro que alguien se olvidará un disco de Metallica en el reproductor de CD.
ESTOY TRATANDO HONRADAMENTE de estar mejor con toda esta mierda. Se puede mantener un rencor solo por tiempo limitado. No es saludable. Por desgracia parece que a veces la forma más eficiente de hacer las paces y enterrar el hacha de guerra es partírsela en la nuca a tu enemigo. Así me sentí unos meses atrás, cuando recibí un e-mail de Scott Ian de Anthrax, que terminaba con las palabras, «nos vemos en Cleveland el 3 de abril, ¿verdad?».
No tenía idea de a qué se refería.
«¿Qué pasa en Cleveland?».
Pronto llegó otro e-mail a mi buzón.
«Perdón, error mío. Pensé que lo sabías. Metallica entrará al Salón de la Fama, y pensé que estarías allí».
«Lo siento», respondí. «No había escuchado nada. Saluda a todos de mi parte, ¿OK?».
Bueno, esto es lo que en realidad pasó. Sabía, por supuesto, que Metallica entraría al Salón de la Fama del Rock and Roll. Esa noticia se había anunciado en el otoño de 2008. Traté de quitármela de la mente lo más rápido posible, razonando que aunque si quieren destilarlo a su esencia esto tenía que ver conmigo… en realidad yo no tenía nada que ver.
Pero el e-mail de Scott que recibí cerca del final de la gira europea más reciente de Megadeth (con Judas Priest) me presentaba un dilema. Sabía lo que se avecinaba. Metallica entraría al Salón de la Fama y me invitarían para que asistiera a la ceremonia.
Como espectador.
Es cierto que unos días más tarde mi mánager Mark Adelman me contó que la invitación se había extendido. La banda pagaría para que Pam y yo voláramos a Cleveland y participáramos en una gran fiesta la noche del viernes 3 de abril. A la noche siguiente nos sentaríamos entre el público, junto al resto de la «familia» extendida de Metallica —personal de oficina, mánagers de gira, administradores del club de fans, roadies, etcétera— y aplaudiríamos cálidamente mientras Lars, James y los chicos eran consagrados oficialmente.
«¿Tú qué piensas?» me preguntó Mark.
«Tú sabes lo que pienso. La pregunta es, ¿cómo manejamos esto?».
Tenía una salida elegante: estaba increíblemente ocupado. Estaría en casa en USA solo por unos días después de la gira con Priest, luego se suponía que regresaría a Alemania para hacer algo de promoción para Marshall Amplification, y luego tendría que prepararme para una actuación en los próximos Premios Golden Gods. Todo mientras grababa un álbum de Megadeth. Para poder asistir al Salón de la Fama tendría que ceder algo de todo eso. Francamente no valía la pena.
Así que me mordí la lengua y escribí una carta —mediante la prensa, en realidad— agradeciendo a Metallica por haber pensado en mí y felicitándolos por su logro, pero finalmente expresando que lamentaba el no poder acudir.
Y eso fue todo.
Sin veneno, ni rabia.
No públicamente, al menos.
Estaba caminando en la cuerda floja, eso seguro. Sabía que si revelaba mis verdaderos sentimientos —que no había forma de que fuera a sentarme en la puta audiencia cuando debería estar sobre el escenario junto a la banda que ayudé a crear— todos sacudirían la cabeza y dirían, «sip, el mismo viejo y amargado Dave».
Y si trataba de actuar con indiferencia un número igual de personas dirían, «ah, mentira. No está ocupado. Solo es que no quiere estar allí».
Era una situación de perder o perder, como casi siempre me ha ocurrido con Metallica.