—Allí todo es tan distinto que no podéis llegar a imaginarlo. Apenas se entra en el agua ya os rodean toda clase de peces de mil y mil colores; grandes y pequeños; de tan diversas formas que me llevaría tres días explicároslo.
‘Ninguno huye, como ocurre aquí, en el Mediterráneo, sino que se aproximan y suben desde las profundidades para ver qué nueva especie es la que invade su mundo. Es fabuloso el colorido, la variedad, la cantidad e incluso los tamaños. De igual modo encontraréis minúsculas mariposas de mar que tranquilos peces luna, hasta llegar a los meros gigantes y a los tiburones de tres y cuatro metros de longitud.
‘¿Qué podría contaros de las mantas? De ellas no se puede decir más que una cosa: id a verlas. Son como gigantescos murciélagos que nadan lentamente, con las enormes fauces abiertas de par en par, llevando ante ellas cuatro o cinco diminutos peces piloto. A veces llegan a pesar quinientos, setecientos, y hasta más kilos.
‘¿Diablos? ¿Quién lo ha dicho? Prefiero tres de esas mantas diablo de diez metros de envergadura a un sólo tiburón-tigre de no más de cuatro metros, aunque en principio os hagan pasar más miedo que todos los tiburones juntos, pues su aspecto es verdaderamente aterrador.
‘A veces, cuando se pesca en los grandes arrecifes de coral, que son como enormes barreras que se alzan desde las profundidades submarinas, tropiezas de pronto con un mero que te observa desde la puerta de su cueva. No teme al hombre, porque nunca ha sido perseguido por él, y deja que te aproximes lo suficiente como para que puedas dispararle sin dificultad. Te sientes feliz porque ya la pieza es tuya, pero he aquí que en este momento, sin saber cómo ni por qué, aparece a tu lado un tiburón que ha acudido al olor de la sangre, o que ha sentido a través del agua las convulsiones de la pieza herida y viene dispuesto a disputártela.
‘No queda entonces más remedio que cedérsela porque él es más fuerte, sobre todo en este momento en que os encontráis con el fusil descargado, y gracias podéis dar si es uno sólo el que ha acudido, pues de ser varios podían servirse de vosotros mismos para ese festín.
‘Pero a pesar de todo vale la pena sumergirse en el mar Rojo, pues ya veis que yo lo he hecho cientos de veces, pienso seguir haciéndolo, y nunca me ha ocurrido nada.
Quien esto contaba era el oficial de un petrolero de la ruta Cartagena-Suez-Tanura, en el golfo Pérsico, y sus relatos de las pescas y las inmersiones que había efectuado en el mar Rojo nos fascinaban.
Para nosotros, acostumbrados al Mediterráneo, a las costas tranquilas, casi despobladas ya de pesca, y a las aguas sin peligros y sin una pieza que pesara más de veinte kilos, todos estos relatos nos parecían maravillas de otros mundos tan distintos del nuestro como podían serlo Marte o Venus.
Y sin embargo, sabíamos que nada era falso, pues los libros y las películas nos habían hecho ver, una y mil veces, que todo ese mundo existía y era cierto cuanto de él nos contaba.
Estoy seguro de que a muchos de los que componíamos aquel grupo no nos fue posible dejar de soñar esa noche, y en nuestros sueños, tiburones, rayas, mantas y meros gigantes representaban los principales papeles.
Formábamos parte de la más entusiasta organización de pesca submarina e inmersión que haya existido nunca, e incluso algunos pertenecían al equipo que representaba a España, tantas veces campeona del mundo, pero a pesar de todo nos sentíamos pequeños, aficionados casi, frente a aquellos otros que llegaban a sumergirse en aguas infestadas de tiburones y que habían experimentado la sensación de luchar con un mero de más de cien kilos.
No me sorprendió, por tanto, que Gonzalo, mi mejor amigo y compañero de inmersión, me propusiera un buen día organizar una expedición al mar Rojo.
Su iniciativa fue tímida, como asombrándose de lo que me proponía y esperando que me escandalizara de tan absurda idea; pero mi acogida le pareció tan entusiasta que no dudó en acabar por explicarme su proyecto. Entonces comenzamos a elaborar otro, más perfecto aún, para el cual pensábamos contar con la ayuda de un tercer compañero que nos era muy necesario.
Manuel Bosch, Manolo para los amigos -el mejor fotógrafo y "cameraman" submarino que he conocido nunca-, tan aficionado al mar como nosotros, fue elegido, tanto por sus cualidades como inmersionista como por las posibilidades de conseguir el yate de su padre.
A él no hubo necesidad de rogarle, pues desde el primer momento se mostró dispuesto a acompañarnos al fin del mundo; pero no fue posible convencer al padre, que por lo que respecta al yate su única respuesta fue: "¡No!".
Ahora bien: si se mostró intransigente en lo que se refería a la embarcación, no dudó en prometer a su hijo que, si llevábamos adelante nuestro proyecto, colaboraría con una suma en metálico, cantidad que cubriría la parte de gastos que pudiera corresponder a Manolo.
Esto, que en principio podrá parecer un poco extraño, tenía una explicación muy sencilla: el padre de Manolo estaba un poco cansado de la forma de ser de su hijo, y es que el chico era una de esas personas que jamás ha sabido dónde tiene la mano derecha y que siempre se mete en líos sin saber por qué.
Acabada la carrera no supo qué hacer con su flamante título de abogado, y en vista de ello decidió continuar como hasta aquel momento: es decir, viviendo del mucho dinero que tenía, cosa que no puede echársele en cara, ya que abogados en España hay demasiados, y gente con dinero no tanta.
Al surgir nuestro proyecto de viaje, su padre pensó que tal vez le iría bien una temporada de trabajo intenso, de luchar por algo y de cargar con la responsabilidad de la película que rodaríamos durante la expedición; responsabilidad que recaería enteramente sobre él y de la que dependía en gran parte la economía de nuestro viaje.
Así pues, fue del señor Bosch de quien partió la idea de que tratásemos de encontrar algún barco viejo, trabajáramos para ponerlo en condiciones y lo aparejáramos para nuestra empresa, puesto que si tanto interés teníamos en ella, era éste el mejor modo de demostrarlo y no limitar nuestro entusiasmo a la posibilidad de que nos prestasen un yate ya dispuesto.
Al principio la idea nos pareció irrealizable, pero fue precisamente en aquel momento cuando comenzó Manolo a mostrarse decidido.
—Busquemos el barco -dijo-; que no nos puedan echar en cara que no hemos agotado todas las posibilidades.
Se inició entonces la más desesperada búsqueda de yates viejos que se recuerda en las costas españolas. No había puerto o embarcación por el que pas ramos en que no nos detuviéramos a preguntar a unos y otros si sabían de alguien que vendiese un yate. Escribimos a los clubs náuticos, y cada una de sus respuestas hundía más y más nuestro proyecto.
Había, sí, muchos barcos en venta, pero todos estaban fuera de nuestro alcance o no servían para el viaje planeado.
Y así llegaron las fiestas navideñas y como todos los años me fui a Mallorca donde continué una búsqueda que se había convertido en manía persecutoria. Veía yates por todas partes, los medía mentalmente, y calculaba su precio y condiciones. En el club náutico de Palma no me pudieron ayudar: tenían casi un centenar de barcos anclados, pero ninguno era el que yo buscaba. Hablé con marineros y pescadores, mas todo eran respuestas inconcretas. Me pasaba horas y horas vagando entre los barcos, contemplándolos con ojos golosos, como el chico que mira el escaparate de una pastelería, y muchas veces pensé en lo sencillo que resultaría meterme en uno de ellos y llevármelo.
Estaba así una tarde, mirando y remirando, cuando se me aproximó un muchacho de unos veinte años; un pescador fuerte y moreno.
—¿Es cierto que está usted buscando un barco viejo? -preguntó.