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Almudena de Arteaga - Capricho

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Almudena de Arteaga Capricho

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Almudena de Arteaga
Capricho

© de la imagen de la portada, Detalle de La duquesa de Osuna , Agustín Esteve

(Colección Marquesa de Santiponce, Sevilla) © Oronoz / Album.

© Almudena de Arteaga del Alcázar, 2012

© Editorial Planeta, S. A., 2012

Primera edición: abril de 2012

ISBN: 978-84-08-00407-3


Esta novela obtuvo el Premio Azorín 2012, concedido por el siguiente jurado:

Lola Beccaria, Manuel Cifo González, Juan Eslava Galán, Jaime Mas Ferrer, Nativel Preciado, Carlos Revés Escalé, Juan Bautista Roselló Tent, que actuó como presidente del jurado, y María José Argudo Poyatos, que actuó como secretaria.

La Diputación Provincial de Alicante y Editorial Planeta convocan y organizan el Premio Azorín de Novela.


A mi marido ,

José Ramón Fernández de Mesa


PRÓLOGO

Para ocupar la imaginación mortificada en la consideración de mis males, y para resarcir en parte los grandes dispendios que me han ocasionado, me dediqué a pintar un juego de cuadros de gabinete en que he logrado hacer observaciones a que regularmente no dan lugar las obras encargadas y en los que el capricho y la invención no tienen ensanches.

Carta de Goya a Bernardo de Iriarte

En los albores de esta historia, España languidecía abandonada al más acomodaticio libertinaje. Por sus villas, pueblos y campos vagaban hordas de hombres y mujeres que, esposados a sus pasiones, se resistían a dar la bienvenida a la nueva centuria sin antes haber devorado las últimas migajas de un extinto siglo XVIII.

La inmensa mayoría hacía oídos sordos a todo lo que pudiese alterar su bienestar. Parapetados tras un perfumado biombo de divertimentos, disfrazaban el nauseabundo tufo del incipiente declive, de las famélicas cosechas y de un batiburrillo de confusos ideales ilustrados que pocos alcanzaban a entender. Con una parsimonia asombrosa, casi todos degustaban el cocido de oscuros vaticinios con que los catastrofistas amenazaban los tiempos venideros.

Al otro lado del bastidor, las corridas de toros, los conciertos y las representaciones teatrales abonaban el baldío terreno y permitían el florecimiento de grandes artistas.

De entre todos estos amantes del arte había uno en particular que destacaba especialmente: don Francisco de Goya y Lucientes, un pintor que se convertiría en el más fiel cronista de su tiempo y que quiso convertir en musas de su inspiración a tres mujeres de lo más dispares.

Los retratos de la condesa-duquesa de Benavente, la duquesa de Alba y la condesa de Chinchón le servirían para reflejar la sabiduría, la seducción y la dulzura, los tres atributos que más admiraba de la feminidad.

En contraposición a éstas, y casi siempre por encargo y obligación, tendría que plasmar a otros personajes nada santos de su devoción. Patéticos títeres que bailaban al son de un solo impulso, el de vanagloriarse sin preocuparse demasiado de la salvación de sus almas.

Tropeles que seducidos por sus caprichos delinquían sin pudor contra todo lo que hasta entonces se consideraba sagrado, petimetres que aireaban desvergonzadamente la batuta de sus antojos frente a una apurada orquesta dispuesta a tocar la más vanidosa de las melodías.

Era un juego peligroso que el sabio destino se encargaría de depurar y al que tanto él, mi fiel amigo, como yo misma, pese a las inmensas vicisitudes, los sinsabores y los violentos golpes que la vida no dudaría en depararnos, finalmente terminaríamos por sobreponernos. Pese a todo, conseguimos sobrevivir y, a nuestra manera, triunfar.

Porque así como Goya sigue vivo a través de sus obras y de los ojos de quienes las contemplan, también yo, María Josefa Alonso-Pimentel de la Soledad y Téllez-Girón, condesa-duquesa de Benavente y duquesa de Osuna, una de esas tres damas nobles a las que el maestro inmortalizó, sigo viva y floreciente pese al paso del tiempo y de la historia.

Otras damas de belleza inmemorial, como Cayetana, duquesa de Alba, tan deseada y tantas veces por él retratada, se marchitaron hace centenares de años. Su belleza, su legendaria capacidad de seducción, que tan bien él se encargó de representar, se han perdido, y sólo quedan las coplas que la recuerdan, los misterios que rodean su nombre, sus amoríos, su herencia y la lápida que esconde su piel ajada ya convertida en cenizas.

De algunas otras, como de la condesa de Chinchón, que el sabio pintor quiso representar colmada de dulzura e inocencia, ni siquiera un recuerdo amable persiste. Una densa capa de olvido la cubre, y su nombre y su imagen sólo son capaces de convocar un sentimiento de enorme compasión al conocer la historia de su triste matrimonio y contemplar su retrato, cargado de ingenuidad y funestos vaticinios.

Ellas están muertas, es cierto. En cambio, yo permanezco. Yo sigo viva y florezco cada primavera, siento el caminar de los paseantes que recorren mi Capricho, me llega el perfume de las lilas que ordené plantar y el murmullo del agua en los estanques que mandé construir. Yo, que fui mecenas de tantos artistas, que ideé un lugar mágico y eterno donde la única premisa fuera el solaz, florezco cada primavera y me mezo en mi descanso arrullada por las hojas de los árboles que pueblan el lugar de mi sosiego, mi parque, mi hogar. Y sigo aquí, viva a través de su vida, presente gracias a las obras de aquellos a quienes ayudé, como las de Goya, también vivas, que dan cuenta de quién fui y hacen hablar a mis ojos a través de los que él me pintó para contar que amé y luché; tuve hijos y fui querida, envidiada y vilipendiada; estudié, disfruté y leí; sufrí una revolución y la caída de mis reyes; hubo quienes me tomaron por traidora a mis soberanos y otros por defensora de mi país; asistí a la creación de una España libre del invasor; presencié motines y asesinatos; viajé, luché, creí... y viví.

Yo, como Goya, sigo viva, y ésta es mi historia.


I

1796

Haciendo de andante caballero,

te ciñes el botín, riges la brida,

y al bruto dócil oprimiendo el lomo,

sin ser vista ni oída,

ya estás en la Alameda,

llevando al gran Olmeda

por tu caballerizo, mayordomo,

bastonero, trinchante,

escudero y perpetuo acompañante.

Versos de Tomás de Iriarte para la

condesa-duquesa de Benavente

Aun consciente de todo lo que Dios me ha otorgado, nunca he disfrutado de un momento de sosiego. Y tampoco lo hacía aquel día. ¿Desagradecida?, ¿inconformista hasta la médula? Nunca lo he sabido ni creo que llegue nunca a averiguarlo, a pesar de la vida tan opulenta que me ha tocado en gracia.

Pasados los cuarenta, sabía que todo lo que poseía era mucho, mucho más de lo que probablemente hubiese merecido, pero el destino me quiso como la única heredera de las grandezas de mis antepasados y eso ya nunca cambiaría. Habría sido una estúpida si hubiera renegado de mi suerte.

Yo no había hecho nada extraordinario para merecerlo, excepto crecer en el útero de mi madre, sobrevivir al parto y superar la niñez sin que me masacrara alguno de los males que a tantos pequeños mataban en aquellos tiempos.

En mi reducido entorno, la mayoría de las señoras pasaban alegremente por la vida disfrutando de todos y cada uno de los placeres que aquélla les otorgaba. No demostraban más inquietudes que las de danzar, engalanarse o reírse incluso de sí mismas. Sumidas en ese tedioso transitar desperdiciaban el tiempo en las perjudiciales apatías a que el aburrimiento conduce, pero aquello era algo con lo que yo no comulgaba.

Tenía cuarenta y cuatro años, cinco hijos, uno más en mi vientre y un matrimonio feliz con un hombre al que amaba y respetaba. Era, según se decía, una de las mujeres más poderosas del Madrid de mi tiempo, y me había granjeado el afecto y aprecio de grandes e ilustres hombres dedicados a las letras, a la pintura, a la música... Lo tenía todo para ser feliz y sentirme plena y, sin embargo, nunca terminaba de hallarme satisfecha, jamás creía que no tuviera nada que hacer ni conseguir. Mi mente siempre estaba bullendo en busca de nuevos planes y quehaceres, y aquel día no podía ser una excepción.

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