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Joana Arteaga - Clávame las uñas en el corazón

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Joana Arteaga Clávame las uñas en el corazón

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CLÁVAME LAS UÑAS EN EL CORAZÓN

Joana Arteaga

Clávame las uñas en el corazón

© Joana Arteaga, 2002

Diseño de la portada: Isabel Jimeno

Primera edición: febrero 2015

ISBN: 978-84-935293-9-0

“No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).

Para mi abuela, la verdadera Mamá Rosario,

por ser la primera que creyó en que esto podría ser real.

Para mi madre,

que se fue demasiado pronto y nunca pudo verlo.

Para Raúl y Olivia,

que me han ayudado a superarme y me llenan de ilusión.

La Falsa Moneda

Cruzaos los brazos, pa’ no matarla

Cerraos los ojos pa’ no llorar

Temió ser débil y perdonarla

Y abrió la puerta de par en par.

Vete mujer mala, vete de mi vera

Rueda lo mismito que la maldición

Que un día me permita que el gaché que quieras

Pague tus quereres, tus quereres pague

Con mala traición.

Gitana que tu serás como la falsa moneda,

Que de mano en mano va y ninguno se la queda,

Que de mano en mano va y ninguno se la queda.

Besó los negros zarcillos finos

Que allí dejara cuando se fue,

Y aquellas trenzas de pelo endrino

Que en otro tiempo cortó pa’ él.

Cuando se marchaba, no intentó mirarla,

Ni lanzó un quejido, ni le dijo adiós.

Entornó la puerta y pa’ no llamarla

Se clavó las uñas, se clavó las uñas en el corazón.

Gitana que tu serás como la falsa moneda,

Que de mano en mano va y ninguno se la queda,

Que de mano en mano va y ninguno se la queda.

Que de mano en mano va y ninguno se la queda,

Que de mano en mano va y ninguno se la queda.

Cantabrana/Perelló/Mostazo

HOY

Rebeca despertó dentro del abrazo de Oliver.

Por un momento respiró profundamente y creyó que era una mujer feliz. Pero pronto recordó lo ocurrido la noche anterior y el espejismo se diluyó. Recordó que habían bailado, que habían bebido vino blanco y que Oliver le había dicho “Te Quiero”. Luego habían hecho el amor y mientras él la amaba, ella había derramado diminutas lágrimas, mudas y secas, producto del gran dolor que esas palabras le habían ocasionado.

Esas palabras, ese “Te quiero” que Oliver le dijo con todo su corazón, ella lo sabía, eran la prueba definitiva. Después de mucho demorar su decisión, él parecía haberla tomado en su lugar. Ahora debía acabar cuanto antes con el cuento de hadas y romper el nudo que los ataba. Debía decirle adiós y no podría volverse atrás. Se encontraba muy cerca del momento que más había temido desde que supo la terrible verdad que dominaba su vida. Miró con ojos horrorizados el camino que se preveía delante de sus pies desnudos, el camino que le quedaba por recorrer y el abismo que le quedaba por salvar.

Un camino que ya había recorrido en numerosas ocasiones, pero que esta vez debía andarlo con el corazón encogido, presa de un dolor que la atacaba con verdadera fuerza y que la dejaba sumamente vulnerable. Esta vez era diferente.

De todos modos, estaba escrito, debería convencerse de que en su vida sólo tendría una posesión segura: la eterna compañía de la soledad.

Lo peor de todo era la terrible certeza de que ella también le quería a él. Había dejado que ocurriera. Se había enamorado a pesar de los obstáculos que deliberadamente ella misma había colocado para evitar que tal cosa sucediera.

Estos pensamientos la sumieron en una zozobra interior, tal y como ya había previsto durante las pasadas semanas, cuando se obligaba a sí misma a decir que cada día sería el último. Creía estar preparada para afrontar ese momento para el que se había intentado convencer largamente. Pero estaba asustada. La angustia incluso le privó de oxígeno y por unos instantes se vio incapaz de continuar respirando. Se soltó del abrazo de Oliver y se sentó inquieta en el borde de la cama. Miró a su alrededor con cierta congoja, comprendiendo que también tendría que dejar el apartamento. Le gustaba particularmente esa habitación que ocupaba gran parte de los cuarenta metros cuadrados totales del inmueble, allí donde había sido casi feliz y donde Oliver la había amado la primera vez.

Rebeca no era de esas personas que se dejan vencer fácilmente y se propuso lograr el control sobre su cuerpo y sobre sus pensamientos derrotistas. Trató de respirar con normalidad y poco a poco fue haciéndose dueña de la situación.

Se levantó despacio, como si alguien hubiera pulsado el botón para que su vida discurriera a cámara lenta, y fue al cuarto de baño. Abrió el grifo del lavabo y metió la cabeza debajo del helado chorro de agua, en un intento desesperado por aclarar su confusión mental. Necesitaba claridad para enfrentarse a su futuro. No dio resultado. Todo seguía siendo demasiado oscuro.

De nuevo entró en la habitación y se acercó al gran espejo que dominaba la estancia. Se miró en él durante unos minutos que se hicieron nuevamente eternos. Se contempló sin ningún pudor, dejando resbalar la mirada por todos los rincones de su cuerpo. Pero evitó deliberadamente mirarse la cicatriz que le cruzaba el abdomen, por debajo del ombligo. La principal raíz de todos sus males, pensó. Una vez Oliver se interesó por la historia de la cicatriz y ella le rehuyó durante días. Cuando volvieron a reunirse, ella le había pedido que volviera a ser el Oliver de antes, el que no hacía preguntas. Él aceptó.

Y allí, de pie, desnuda y confusa, con Oliver al fondo, profunda y confiadamente dormido, tomó una decisión que ya no podría admitir ninguna discusión por su parte. Hizo un intento de sonreírse a sí misma, pero sólo le salió una triste mueca de dolor.

―Acabaré con esto. Hoy mismo― susurró en medio del silencio que inundaba la habitación.

Volvió a meterse en la cama y se tapó completamente con las sábanas, intentando evadirse del mundo, al menos hasta que se hiciera de día y despertara a una nueva pesadilla. Tenía que pensar en cómo dejar atrás el último año de su vida y no sabía si las fuerzas la acompañarían en la nueva aventura que debía emprender. Nunca había tenido problemas con empezar en un sitio nuevo, pero antes no había tenido que hacerlo tras haber encontrado la perfección. Ahora que la conocía, sería casi imposible seguir mirando a la vida de frente sin sentirse burlada.

Oliver se revolvió en sueños y quiso abrazarla de nuevo, como intuyendo que ya la había perdido. Ella le rehuyó, pero él ni siquiera se enteró del rechazo. A Rebeca se le partió el corazón al tener que retirarse de él. Con ese gesto, el dolor de la pérdida volvió a golpearla de nuevo y entonces, como un rayo que ilumina una estancia oscura, una idea cruzó su mente. Se dio cuenta de que ese mismo día se cumplían veinte años desde que naciera por segunda vez.

Claudia leía un libro mientras esperaba a que el hombre hiciera su aparición.

Sentada en el parque esperaba con una paciencia casi milagrosa todos los días. Él siempre acababa apareciendo. Llegaba arrastrando los pies y mirando a su alrededor sin llegar nunca a ver nada realmente. Ella le contemplaba de lejos, pero siempre fijamente, viendo como se consumían horas y jornadas. Después de un año, en su compañía lejana, ya no se imaginada un día sin acudir a su cita con el extraño hombre del pelo color de la paja seca.

El ritual era sencillo. Él llegaba pocos minutos después de que ella se hubiera acomodado en un banco, siempre el mismo a lo largo de todos aquellos meses. Entonces él se sentaba enfrente de ella y se quedaba allí sentado, viendo pasar las horas.

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