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Claudia Cartasso - La Crisis del Yen Y la Industria Automotriz Nipona

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Claudia Cartasso La Crisis del Yen Y la Industria Automotriz Nipona
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    La Crisis del Yen Y la Industria Automotriz Nipona
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La Crisis del Yen Y la Industria Automotriz Nipona: resumen, descripción y anotación

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Ignacio Wolff, es un joven uruguayo de familia adinerada que se ha enamorado apasionadamente de una mujer que sus padres jamás aceptarían. Temeroso de las consecuencias de su elección decide viajar a Buenos Aires, albergarse en un importante hotel céntrico y buscar entre las costosas acompañantes alguna que finja ser su novia y pueda llegar incluso a casarse para formar una familia intachable.

Pero este proceso se ve interrumpido tempranamente por la aparición repentina e inesperada de su padre, hecho que desencadena una sucesión vertiginosa de situaciones imprevistas que deberán resolverse con inteligencia y sangre fría.

Cargado de intrigas y erotismo, situaciones grotescas, dramáticas, sensuales e hilarantes y con un ataque final que lo cambiará todo, este apasionante y ameno relato que transcurre entre Buenos Aires y Montevideo intenta también reflexionar sobre la pareja.

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Claudia Esther Cartasso

“La crisis del yen y la industria automotriz nipona”

Dirección Nacional del Derecho de Autor N° Registro 5228167

(Argentina)

Dedicado a mi hija Marina.

Esto es una obra de ficción y por ende sus personajes son ficticios así como las situaciones, diálogos o interacciones que en ella aparecen. Se ha echado mano para su confección, de emblemas, marcas, nombres o siglas de organizaciones reales, lugares, productos, oficios, profesiones, credos, simpatías políticas, elecciones sexuales y películas, series, personas públicas etcétera pero en ningún momento se ha hecho juicio de valor acerca de ellos y se ha puesto el mayor esfuerzo en tratarlos c on la mayor de las simpatías y el mayor de los respetos.

“La crisis del yen y la industria automotriz nipona”

“Cualquiera que tenga forma puede ser definido, y cualquiera que pueda ser definido puede ser vencido”.

Sun Tzu, el Arte de la Guerra.

I

Para cualquier mujer de estas, la propuesta tenía que ser, no sólo buena, sino sumamente atrayente por lo que, después de darle vueltas al planteo había decidido decirle a la elegida, cuando la eligiera, precisamente esto:

-Mirá nena: “Vos te casás conmigo y yo te mantengo. Te doy una buena vida, viajamos, te compro ropa, vas a ir a la peluquería, al SPA, vas a poder estudiar si querés. Te voy a respetar en lo privado y en lo público y tú, vas a vivir conmigo como una esposa modelo, decente y educada. Vamos a tener con el tiempo una casa en el lugar que elijas, vas a tener tarjeta de crédito. Si te quedás conmigo tres años te regalo un auto, si te quedás seis te regalo un departamento. Si me metés los cuernos y me hacés quedar como un marido tarado te quedarás con el auto y el departamento en el mejor de los casos, pero vas a tener que trabajar en algo porque nunca vas a ver un peso ni a mí de nuevo. Ahora: Si me traicionás o me sos desleal o empezás a difundir algún rumor o noticias de este acuerdo, te voy a…

“-Te voy a mandar una gente amiga que te va a dejar sin cara y te va a hacer arrepentirte de haber nacido. ¿De acuerdo?”

No, no, no. Muy gangsteril.

Habría que pulir un poco la exigencia de lealtad. Trabajar sobre eso.

Era la única opción que le quedaba. La familia estaba inquieta porque por el ambiente lo llamaban gay, esquizofrénico, o las dos cosas aunque esto no había llegado todavía a oídos de su padre.

-“¡Todavía!”

Pero en cualqui er momento iba a suceder y esto iba a terminar matándolo.

Tenía veintiocho años y aceptaba con honestidad que si a su vida se la miraba desde afuera, aun desapasionadamente, todo era un poquito sospechoso: Nunca se le había conocido novia, ni amante, ni amiga con derecho a roce. Peor todavía: casi no miraba a las mujeres. Sus únicas relaciones femeninas -si así podía llamárseles- eran las hermanas y las amigas de las hermanas de sus amigos, ex compañeros o compañeros de estudios que cada vez eran menos porque casi todos se habían casado y estaban en la etapa de los niños chicos.

Ya le había confiado un leal empleado, el chofer de su papá, que en el ambiente de los juzgados se susurraban falsas informaciones sobre él, chismes, noticias cargadas de verde malicia y algo peor aún: Ya se habían empezado a hacer chistes. Que anduviera con cuidado por el padre. Si esto llegaba a oídos de don Franco, don Franco que ya estaba bastante mal con los tres infartos que cargaba en su historial médico se iba a morir seguramente más pronto, pero antes de morirse lo iba a dejar en la calle con una mano atrás y otra adelante y eso si no lo mandaba matar antes, como se decía había hecho con su propio hermano.

En el colmo de la desesperación y porque ya lo habían visto con algo muy comprometedor entre la s manos -aunque difícil que esta testigo infiriera y sacara conclusiones- optó por viajar a la otra orilla y hospedarse en uno de los mejores hoteles de la capital argentina.

Antes de prender el televisor del cuarto, antes de tentarse con dejarse estar mirando películas solicitó la lista de acompañantes mujeres, miró rápidamente por arriba y pidió dos. Las más caras. Las pidió nuevas y dijo que le gustaban ingenuas pero no las deseaba así por inexpertas sino por que infería que serían poco conocidas.

Probó unas cuantas como si estuviera seleccionando personal. No se privó nunca del sexo desenfrenado: A él no le disgustaba, además estaba bueno variar de vez en cuando, aunque con estas, algunas veces tuvo que remarla bastante, llevar a cabo la cosa a base de cafeína y testosterona antes de darse por vencido y aflojarse la ropa y pedir una pizza a la piedra con mucho orégano y mucha muzzarella y tirarse en la cama a mirar alguna buena serie en el televisor por cable.

Las mujeres no eran feas ni mucho menos y él trataba de portarse bien con ellas. Recordaba algunas escenas clásicas de películas y entonces las hacía pasar, las invitaba a sentarse y les ofrecía una copa de vino bueno –porque también las continuaba pidiendo de a dos en la medida de lo posible- pero el problema que debía enfrentar era que eran demasiado profesionales y él estaba buscando algo más silvestre y más natural. ¿Tal vez una chica de barrio? ¿Tal vez la compañerita de clases que nunca pudo conocer porque él faltó porque estaba enfermo y a ella la sacaron del cole porque el padre quebró y la madre pidió el divorcio?

Era amable y las trataba con deferencia pero, por mucho que pagara, las chicas estaban siempre apuradas y eran muy impersonales. Tarde o temprano les tiraba mirar el reloj como si fueran a llegar tarde a una importante reunión de directorio, eran las frías ejecutivas que querían concretar e irse, querían determinar ellas, tener siempre el control ¡si él estaba pagando su tiempo! …y encima, además de ser prostitutas jugaban a que eran prostitutas, ponían cara de prostitutas, sonreían procazmente, se movían sin gracia, hablaban como campesinas estúpidas y burdas. En suma: que eran insoportablemente prostitutas.

Para completar el mal concepto que se había forjado de las muy desgraciadas opinaba que eran toscas como arados: O no querían hablar o verdaderamente se hacían las tontitas. Las ingenuas eran las peores… ¡se hacían las bobaliconas! ¿No se decía que muchas de estas nenas eran estudiantes que trabajaban para pagarse sus carreras? ¿No conocían la diferencia entre ser ingenua y ser idiota?

Incluso llegó a cuestionarse su propio atractivo con las mujeres ¿Sería él, que no dotaba de interés al meollo de su pedido porque no infundía respeto? ¿Hablaba chino? ¿Sería que ser educado era tenido como signo de debilidad?

Enseguida se respondió que este cuestionamiento no era pertinente: Él era el que pagaba y pagaba bien por sus servicios, pero a veces se sentía más prostituto que cualquiera .

Después de varios días de pruebas infinitas cada vez más frustrantes, una noche entraron a su suite dos mujeres ni más lindas ni más feas que las demás, una castaña y una rubia, que marcaron cierta diferencia.

Aunque con algunas improvisaciones espontáneas para no aburrirse, Ignacio repitió con éstas lo que había practicado demasiadas veces ya.

El juego que mejor permitía estudiarlas era que, después del vino, de la charla distendida y alguno que otro preliminar en que preguntaba alguna que otra cosilla personal, las chicas comenzaran por desvestirse una a la otra lentamente y que con cada prenda que se fueran quitando develaran para ellas y a través de ellas para él, los encantos de sus femeninas artes.

Estas dos lo hicieron con mucho talento arriba de la gran cama y por una vez transmitieron lo más virtuoso de la habilidad de desnudar. La castaña era en este sentido la más versada porque desenvolvía a la rubia con cuidado, con delicadeza, como si pelara cuidadosamente un durazno que está a punto de ser mordido, injuria previa al placer de disfrutar la degustación de una carne prometedoramente húmeda, dulce y refrescante. La rubia a su vez era más pasiva y se dejaba explorar con la inocencia y la candidez de una flor rara que aunque debe ser tratada con cuidado y consideración es completamente ignorante de ello. Tanto le gustó el espectáculo que pidió a la mujer ser desnudado también así él y cuando lo fue se sintió como aquel niño pequeñito tierno y delicado que alguna vez había sido, al que unas manos expertas y diestras pero cuidadosas y consideradas lo despojaban con infinita consideración de sus ropitas nada más que porque él era un producto de la creación frágil y maravilloso que sólo así podía ser tratado, atendido, sostenido y cuidado: amorosamente.

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