Helena tiene veinte años y trabaja en el cine clásico de la pequeña localidad donde vive con su madre, su tía y Pirata, un cerdito vietnamita.Su padre desapareció cuando era tan solo una niña, dejándole, entre otros recuerdos, un colgante en forma de mariposa que pende de su cuello como amuleto.Suele eludir el mundo de lujo que rodea a Álex, su caprichosa mejor amiga, pero una noche acude invitada a un exclusivo evento. A partir de entonces su vida da un giro de 180 grados al conocer a un grupo de personas fascinantes, quienes la introducen en una espiral de acontecimientos que lo cambiará todo...
Si se fraguase una batalla entre seres sobrenaturales, ¿podría un simple peón decidir la partida?
Esplendor, libro 1 de la bilogía Crónicas de Luz y Oscuridad.
© Lucía Arca Sancho-Arroyo
De la corrección: Antonia Cuenca Honrubia
De la maquetación: Carolina E. Varela
Imagen de la portada: Fotolia
Diseño de portada: Marisa López Moreno
Ilustraciones interiores: Zínnabar y Sara Bea
ISBN-13: 978-1495984440
ISBN-10: 1495984443
Todos los derechos reservados.
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Dedicado a la memoria de mi hermana Mónica y mi madre Magdalena: familia, musas y amigas.
Cada aniversario en mi mente, cada minuto en mi corazón.
1. Un camino de baldosas amarillas
En el momento que encuentro el uniforme de trabajo cubierto de mugre y tirado por el suelo, confirmo mis sospechas: Pirata tiene algo personal contra mí. Porque un día puede que se equivoque, incluso dos, pero a partir de ahí no hay excusa que valga. Mi ropa no es ni comestible ni un juguete.
De acuerdo que es una mascota y, como tal, no se rige por las mismas normas que nosotros, pero que mi madre no deje de repetir eso de «Coge tus cosas porque te quiere muchísimo» consigue ponerme más nerviosa.
Por suerte, ayer traje conmigo el uniforme de repuesto, ese que pertenecía a Selma, la antigua acomodadora del cine en el cual ya llevo más de seis meses trabajando. Se nota que no es exactamente de mi talla, porque la falda me queda un poco más arriba de la rodilla, la chaqueta se ajusta ligeramente y las mangas, en vez de rodear mis muñecas (como debieran), me llegan justo por debajo del codo, dificultando los movimientos y logrando que me asemeje a un robot.
Pero esto es mejor que acudir apestando a cerdito vietnamita; porque Pirata será muy limpio, pero huele a cerdo, especie a la que pertenece, sin ánimo de ofender. Mi tía Reese lo trajo hace año y medio como obsequio de uno de sus viajes, y él parece que no acaba de aclimatarse ni a mí ni a su nuevo hogar, que intenta transformar en la pocilga que añora.
Se ha hecho dueño y señor de toda la casa. En un mes es mi veinte cumpleaños y estoy planteándome el pedir una boa constrictor… para igualar el marcador.
Somos la única familia en los alrededores que ha adoptado como mascota un animalillo de esas características. La gente suele llevar un perro sujeto con correa de paseo o llenar un cajón de arena para gatos. Algunos optan por mirar a un estúpido pececillo dando vueltas en una diminuta burbuja de cristal o limpiar los excrementos de pájaros de vivos colores. En casa, sin embargo, debemos comprar un pienso determinado (nada barato, dicho sea de paso) y estar atentos para que nuestro «amigo» de cuatro patas no se coma la colección de libros o algún valioso objeto decorativo.
El pueblo en el que vivo está cerca de la ciudad. Tenemos un pequeño centro comercial a las afueras, un par de pubs y cafeterías, así como una gasolinera-ultramarinos a la entrada, y este cine, en el que solemos proyectar películas antiguas.
No entiendo por qué abrimos la sala cada día, pues únicamente recibimos visitas esporádicas de algún que otro guiri despistado, unas pocas parejas que buscan ampararse en la oscuridad y la señora Strauss, clienta «VIP» que rondará los ochenta y que siempre me cuenta que de joven fue actriz, así como su difunto esposo, al que nombra cada vez que aparece en pantalla el actor protagonista del film que toque, ya sea James Dean, Clark Gable o Cary Grant; para ella, todos son Fiodor.
Hoy cambiamos la proyección, por lo que tendré que despegar el cartel de Un tranvía llamado deseo para colocar el de El mago de Oz , con la que me siento fuertemente vinculada. No vivo en Kansas ni tengo un perro llamado Totó , tampoco dieciséis años, edad de Judy Garlan en el momento de interpretar a Dorothy. Sin embargo, siento que todo lo que acontece son como pequeñas piedrecillas en el camino que me lleva al lugar donde encontraré las respuestas. ¡Incluso tengo baldosas amarillas! Lo cierto es que unen la entrada al jardín con los peldaños del porche delantero, y apenas son visibles; lo que otrora fue del color del sol, hoy son solo un grupo de losas ennegrecidas a las que intento devolver su apariencia original. Mi padre las colocó con sus propias manos cuando yo no era más que una niña. Solía decir que nuestro camino lo diseñamos con palabras y lo construimos con nuestros actos, y que, aunque fuese trampa, me ayudaría a comenzar el mío. Pero solo llegó hasta la valla. Doce losas amarillentas es todo lo que pudo colocar antes de desaparecer, cuando yo contaba con siete años. No he vuelto a verlo ni a recibir noticias suyas. Ni siquiera tengo la certeza de que haya muerto. Puede parecer horrible, pero casi prefiero creer en esa posibilidad en lugar de pensar que decidió marcharse y abandonar a su familia. El camino que comenzó sigue allí, esperando a que alguien lo continúe. Me temo que deberé hacerlo sola. Eso es lo que he aprendido. No tengo un espantapájaros, un hombre de hojalata, ni un león cobarde, aunque sí cuento con mi tía, mi madre, Pirata (que sería una perfecta bruja del Oeste) y mi amiga Álex, sin duda, el hada madrina de la historia de mi vida.
Escucho el claxon en la entrada, lanzo el uniforme a la lavadora y zigzagueo entre los destrozos provocados por el cerdito diabólico hasta llegar a la puerta. Echo un último vistazo a la segunda baldosa restaurada. Un poco de pintura y pulido y como nueva, al menos hasta que el bicho se pasea por encima, dejando su pezuñita marcada.
Comienzo a lanzar improperios hacia Pirata , que hace como que la cosa no va con él. En situaciones como esta, me siento como una princesa Disney, y no por los vestidos rosas ni el «fueron felices para siempre», sino por lo de hablar con animales y tener un padre muerto o desaparecido. ¿Por qué es casi una costumbre que las protagonistas de estas edulcoradas cintas sean huérfanas?
Después de mi estúpida reflexión, levanto la cabeza y veo a Álex, que agita la mano desde el asiento del conductor. Es unos meses mayor que yo. Está guapísima, como siempre. Es alta (aunque le saco unos centímetros), con una melena azabache completamente rizada justo por debajo de los hombros y unos ojos rasgados color turquesa, que destacan sobre su piel bronceada (eso de que su madre sea hawaiana y su padre sueco la convierte en una mestiza de belleza sin parangón).
—¿Repites modelito, Helena? —ironiza, deslizando hacia arriba las gafas de sol fucsia y elevando una de sus cejas perfectamente delineadas.
—Ya sabes, adoro los clásicos —contesto, señalando mi conjunto azul marino y girando como si estuviésemos en un pase de modelos.
—En serio. Esta noche tengo invitación para acudir a un desfile. —Deja la frase en el aire, sonriéndome como solo ella sabe hacerlo, de tal forma que parece que todo a su alrededor se ilumine.
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