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E. M. Delafield - Diario de una dama de provincias

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E. M. Delafield Diario de una dama de provincias
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Diario de una dama de provincias

E. M. DELAFIELD

Diario de una dama de provincias

Traducción de Patricia Antón

Dedicado a la editora y las directoras de Time and Tide en cuyas páginas - photo 3

Dedicado a la editora y las directoras de Time and Tide ,
en cuyas páginas apareció por primera vez este diario.

7 de noviembre. Planto los bulbos de interior. Cuando llevo cerca de la mitad, aparece lady Boxe. Digo que estoy encantada de verla, aunque no es verdad, y le pido que se siente mientras acabo. Lady B. hace un decidido intento de sentarse en una butaca en la que he dejado dos cuencos con bulbos y la bolsa de carbón vegetal, pero lo ataja justo a tiempo y se instala en el sofá.

¿No sabía que es muy tarde para los bulbos de interior?, me pregunta. La época ideal es septiembre, o incluso octubre. ¿No sabía que la única empresa fiable para los jacintos es la de no sé quién en Haarlem? El nombre, en holandés, se me escapa, y contesto que ya lo sabía, pero que considero mi deber comprar productos del Imperio. En ese momento tengo la sensación, y la sigo teniendo, de que es una respuesta excelente. Por desgracia, al cabo de un rato Vicky entra en el salón y airea mi desliz con los yanquis: «Anda, mamá, ¿no son esos los bulbos que compramos en Woolworths?».

Lady B. se queda a tomar el té. (Recordatorio: Rebanadas de pan con mantequilla demasiado gruesas. Hablar con Ethel.) Hablamos un poco más sobre los bulbos, de la pintura de la escuela holandesa, de la mujer de nuestro párroco, de la ciática y de Sin novedad en el frente.

(Duda: ¿Es posible cultivar el arte de la conversación cuando se vive todo el año en el campo?)

Lady B. pregunta por los chicos. Le digo que Robin —a quien me refiero con indiferencia como «el niño» para que no piense que me tiene loquita— va bastante bien en el colegio, y que, según Mademoiselle, Vicky está pillando un resfriado.

Lady B. comenta que esa manía de resfriarse es por completo innecesaria y puede evitarse administrándole a la cría, cada mañana y antes de desayunar, una ducha nasal con agua y sal. Las réplicas ásperas e ingeniosas a su comentario, por desgracia, solo se me ocurren cuando lady B. ya se aleja en su Bentley.

Acabo con los bulbos y los dejo en el sótano. Pero luego tengo la sensación de que en el sótano va a haber demasiada corriente, así que cambio de opinión y los subo al desván.

La cocinera dice que a la cocina económica le pasa algo.

8 de noviembre. Robert le ha echado un vistazo a la cocina económica y asegura que no le pasa nada. Hace la poco original sugerencia de que ajustemos el tiro. La cocinera se enfada muchísimo, es probable que renuncie y se marche. Trato de congraciarme con ella diciéndole que nos vamos a Bournemouth a pasar las vacaciones de medio trimestre con Robin, y que así el personal de la casa podrá tomarse un respiro. Muy adusta, la cocinera contesta que aprovecharán para hacer una limpieza a fondo. Cuánto me gustaría creérmelo.

Los preparativos para Bournemouth se ven empañados cuando descubro que Robert, al bajar las maletas del desván, ha roto tres de los cuencos de bulbos. Dice que como tenía entendido que yo los había dejado en el sótano, no esperaba encontrarlos allí.

11 de noviembre, Bournemouth. Me encuentro con que la historia, como de costumbre, se repite. El mismo hotel, el mismo correteo por el colegio para dar con Robin, la misma colección de padres, muchos de los cuales se alojan también en el hotel. Advierto una fuerte tendencia a intercambiar con los otros padres exactamente los mismos comentarios que el año pasado y que el antepasado. Se lo comento a Robert, quien no me contesta. ¿Será que le da miedo repetirse? Lo cual me suscita una duda: ¿Asimilará Robert lo que le digo aunque no me conteste?

Encuentro a Robin más flaco y se lo comento a la supervisora, que me contesta alegremente que en absoluto, que ella cree que si algo ha hecho este trimestre ha sido engordar, y luego empieza a hablarme de los nuevos pabellones. (Duda: ¿Por qué todos los colegios tienen que levantar nuevos pabellones más o menos cada seis meses?)

Me llevo a Robin por ahí. Se zampa varias raciones de comida y un montón de dulces. Aparece con un amigo, y los llevamos a los dos a Corfe Castle. Los niños se ponen a trepar, Robert fuma en silencio y yo me siento en unas piedras. Oigo comentar a una mujer, cuando alza la vista hacia media torre que lleva en pie varios siglos, que se la ve «frágil», y me parece un adjetivo curioso. La misma mujer, cuando se encarama a un sólido bloque de mampostería, señala que, evidentemente, se ha desprendido de algún sitio.

Nos llevamos a los niños a cenar al hotel. Cuando su amigo no lo oye, Robin comenta: «Ha sido estupendo lo de llevarnos a Williams, ¿verdad?». Me apresuro a expresar que en efecto ha sido un privilegio.

Robert lleva a los niños de vuelta después de cenar, y me siento en el salón del hotel con otras madres y hablamos sobre nuestros propios chicos con tono algo despectivo y sobre los de las demás con gran entusiasmo.

Me preguntan qué me parece Harriet Hume, pero no puedo opinar puesto que no lo he leído. Tengo la deprimente sensación de que podría pasarme como con Orlando, sobre el que fui perfectamente capaz de hacer comentarios muy inteligentes hasta que lo leí y me encontré con que, desgraciadamente, no conseguía entenderlo.

Robert aparece muy tarde y dice que debe de haberse quedado dormido leyendo el Times . (Duda: ¿Vale la pena venir a Bournemouth para eso?)

En el último correo hay una postal de Lady B., que me pregunta si me acuerdo de que el día 14 hay una reunión del comité del Instituto de la Mujer. Ni se me pasa por la cabeza contestar.

12 de noviembre. De vuelta en casa, me impresiona, como tantas veces, la enorme acumulación de desastres domésticos que te esperan tras una ausencia. Por culpa del problema con la cocina económica, no hay agua caliente, y la cocinera dice que el cordero se ha «pasado» y que quiere que hable con el carnicero porque según ella no hay excusa que valga con el tiempo que hace. A diferencia del cordero, el resfriado de Vicky no se ha pasado. Mademoiselle comenta: « Ah, cette petite! Elle ne sera peut-être pas longtemps pour ce bas monde, madame ». Confío en que solo se trate de su forma latina de dramatizar la situación.

Robert lee el Times después de cenar y se queda dormido.

13 de noviembre. Una prolongada discusión con Vicky sobre si existe o no una localidad a la que ella se refiere como «el Averno» me lleva a una reflexión que, aunque interesante, me llena de desconcierto. Decidida a ser una madre moderna, le digo que un lugar así nunca ha existido ni existirá. Vicky mantiene que sí y me remite a la Biblia. Me siento más moderna que nunca y le digo que las teorías del castigo eterno se inventaron para asustar a la gente. Vicky contesta indignada que a ella no la asustan en lo más mínimo, que le gusta pensar en el Averno. Tengo la sensación de que hemos llegado a un callejón sin salida y me limito a dejarla con ese singular método suyo para entretenerse.

(Duda: ¿Se rebelarán los chicos modernos contra su modernidad? Y de ser así, ¿qué forma adoptará la reacción de los padres modernos?)

Una carta del banco en la que me comunican que mi cuenta tiene un descubierto de ocho libras, cuatro chelines y cuatro peniques me deja muy preocupada. No consigo entenderlo, pues estaba convencida de que aún disponía de un saldo a favor de dos libras, siete chelines y seis peniques. Me fastidia descubrir que los saldos de mis cuentas, el contenido de la caja de caudales y las matrices del talonario no cuadran. (Recordatorio: Buscar el sobre en el que garabateé los gastos de Bournemouth, así como un trozo de papel —probablemente la última página del dietario— en que anoté un pago en efectivo al deshollinador. Es posible que eso aclare las cosas.)

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