El diario secreto de María Antonieta
Carolly Erickson
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A Raffaello
PRÓLOGO
CÁRCEL DE LA CONCIÈRGERIE
3 deoctubrede 1793
Dicen que esa cosa aterradora no siempre funciona bien.
Hacen falta tres o cuatro hachazos para cortar la cabeza. A veces los pobres desdichados gritan horriblemente, durante un minuto entero, antes de que su agonía termine por medio de un solo tajo.
Dicen que la cantidad de sangre es extraordinaria. Mana como una cascada, es densa, de color rojo oscuro, mana más sangre de la que una imaginaría que un cuerpo puede contener. El corazón sigue bombeándola, latido tras latido, una vez que la cabeza ha sido cortada.
El verdugo camina orgullosamente hasta el límite del cadalso, sosteniendo la cabeza ensangrentada, que tiene la mirada fija por la sorpresa y la boca abierta en un grito silencioso. Mientras camina, el verdugo queda empapado de la sangre que mana a borbotones.
Mi marido tenía mucha sangre, me dicen. Era un hombre muy alto, muy corpulento, fuerte y resistente como un buey. Un hombre hecho al aire libre, con las manos grandes y hábiles de un trabajador. Debió de ser necesario más de un hachazo para acabar con su vida.
No me permitieron verle morir. Sé que podría haberle transmitido fortaleza si hubiera estado allí con él. Pasamos muchas cosas juntos, Luis y yo, hasta el día en que vinieron a por él y se lo llevaron. Ese día, cuando el alcalde y los demás vinieron, no trató de resistirse. Se limitó a pedir su abrigo y su sombrero, y los siguió. No volví a verlo.
Sé que murió bien. Dicen que lo vieron tranquilo y digno, leyendo los Salmos de camino a la plaza donde le esperaba aquella máquina con la cuchilla afilada. Me dijeron que ignoró los gritos y los berridos del gentío, y que no intentó que lo rescataran, aunque los había que lo hubieran salvado de poder hacerlo. Se quitó la casaca, se abrió el cuello de la camisa y se arrodilló para ofrecer su nuca a la cuchilla, negándose a que le ataran las manos como a un criminal común.
Al final trató de decir que era inocente, pero lo acallaron con el retumbar de los tambores, y se apresuraron a hacer caer la pesada hoja.
Eso fue hace nueve meses. Ahora vendrán a por mí, su antigua reina, María Antonieta, conocida a día de hoy como la prisionera 280.
No sé cuándo será, pero será pronto. Puedo decirlo por la cara de Rosalie cuando me trae la sopa y agua de lima. Ha abandonado la esperanza de que me perdonen.
Al menos me dejan escribir este diario. No me permiten hacer punto ni coser para que no tenga agujas a mano —¡como si tuviera fuerzas para clavárselas a alguien!—; pero me dejan escribir, y mis guardias no saben leer, de modo que queda en la privacidad. Rosalie sabe leer un poco, pero es discreta, no me traicionará.
Escribir me ayuda a olvidar esta horrible habitación minúscula y sin aire en la que estoy confinada, que apesta a podredumbre, moho y excrementos. Este terrible frío, esta humedad, mis zapatos empapados y la pierna dolorida, de la que cojeo más que nunca a pesar del linimento con que Rosalie me la frota. Los ordinarios guardias que me vigilan y los demás que están al otro lado de la puerta bromean a mi costa y se ríen. El duro y frío catre donde me acuesto por las noches, incapaz de dormir... llorando desconsoladamente por mi hijo, mi pequeño chou d’amour, Luis Carlos. O como debo llamarlo ahora, Luis XVII.
¡Oh, ojalá pudiera verlo! Mi querido hijo, mi pequeño niño rey.
Hasta agosto pasado, si me asomaba al ventanuco de mi vieja celda, lo veía casi cada día. El horrible rufián que lo vigila, Antoine Simon, le hacía pasar ante mi celda de camino al patio, donde hacía ejercicio, le gastaban bromas groseras y le enseñaban a cantar La Marsellesa.
Pobre Luis Carlos, que sólo tiene ocho años; ha perdido al padre al que amaba y ahora le privan también de la compañía de su madre. Cómo peleé cuando vinieron a llevárselo. Tardaron casi una hora. No quería soltarlo, gritaba y los amenazaba. Al final les rogué, sollozando, que no se lo llevaran. Sólo cedí cuando dijeron que matarían a mis dos hijos.
¿Qué le harán a mi niño? ¿Envenenarlo? O peor, convertirlo en un pequeño revolucionario, hacerle creer sus mentiras. Tratarán de negar su ascendencia real, por supuesto. ¡Para ellos no hay reyes! Ni tampoco reinas.
Sólo el ciudadano Capeto, la viuda Capeto y nuestro hijo, Luis Carlos Capeto, ciudadano de la República Francesa.
Y qué hay de mi Muselina, mi María Teresa, mi querida hija, de sólo catorce años, tan joven. Demasiado joven para ser huérfana. La echo de menos, echo de menos a mis hijos. Pobre Sophie, mi bebé, que nunca estuvo bien y sólo vivió un año. Y mi queridísimo Luis José, mi primogénito, mi pobre tullido, que nunca fue fuerte... en su tumba de Meudon. Cuántas lágrimas he derramado por ellos, por todos ellos.
Sé que sufro un exceso de emociones. Es porque no estoy bien, y porque me dan demasiada agua de lima y éter. No tengo fuerzas suficientes para mantener la compostura. Vivo de sopa y pan, y he adelgazado mucho. Rosalie ha tenido que retocar mis vestidos para hacerlos más pequeños. Sangro mucho y con tanta frecuencia que sé que algo pasa, aunque no permiten que me vea un médico.
Estoy cansada, harta de lágrimas y sangre, pero todavía no me he rendido. En los mensajes que Rosalie me hace llegar bajo mi plato de sopa, mensajes que leo cuando me siento en mi orinal, parcialmente oculta de mis guardianes por un biombo, hay muchas noticias esperanzadoras. Los ejércitos de Austria y Prusia se están acercando, están ganando una batalla tras otra contra la chusma de las fuerzas revolucionarias. Aún es posible que los suecos manden una flota para invadir Normandía. Ejércitos de campesinos de la Vendée —¡oh, gracias al cielo por los siempre fieles campesinos de la Vendée!— están batallando para restaurar el trono.
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