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Franz-Olivier Giesbert - La cocinera de Himmler

Aquí puedes leer online Franz-Olivier Giesbert - La cocinera de Himmler texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2013, Editor: Alfaguara, Género: Niños. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Franz-Olivier Giesbert La cocinera de Himmler

La cocinera de Himmler: resumen, descripción y anotación

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Índice

A Elie W., mi hermano mayor, que me ha dado tanto.

Vivid si me creéis, no aguardéis a mañana.

Coged desde hoy las rosas de la vida.

R ONSARD

Prólogo

No soporto a la gente que se queja. El problema es que el mundo está lleno. Por eso tengo un problema con la gente.

En el pasado podría haberme quejado en muchas ocasiones, pero siempre me he resistido a practicar algo que ha convertido el mundo en un coro de plañideras.

Al final, la única cosa que nos separa de los animales no es la conciencia que estúpidamente les negamos, sino esa tendencia a la autocompasión que deja a la humanidad por los suelos. ¿Cómo podemos dejarnos llevar por ella mientras recibimos la llamada de la naturaleza, del sol y de la tierra?

Hasta mi último aliento, e incluso después, no creeré en nada salvo en las fuerzas del amor, de la risa y de la venganza. Son ellas las que han guiado mis pasos durante más de un siglo, a través de la desgracia, y francamente, nunca he tenido que arrepentirme, ni siquiera hoy, cuando mi viejo cuerpo me está fallando y me dispongo a entrar en la tumba.

Debo decirles en primer lugar que no tengo nada de víctima. Por supuesto estoy, como todo el mundo, en contra de la pena de muerte. Salvo si soy yo quien la aplica. Y la he aplicado alguna vez, en el pasado, tanto para hacer justicia como para sentirme mejor. Nunca me he arrepentido.

Mientras tanto, no acepto dejarme pisotear, ni siquiera donde vivo, en Marsella, donde la chusma pretende imponer sus leyes. El último que lo intentó, y lo terminó pagando, fue un raterillo que se suele mover en las colas que, en temporada alta, no lejos de mi restaurante, se forman delante de los barcos que realizan el trayecto a las islas de If y Frioul. Se dedica a vaciar bolsos y bolsillos de los turistas. A veces da algún tirón. Es un chico guapo, de andar elástico, con la capacidad de aceleración de un campeón olímpico. Lo llamo «el guepardo». La policía diría que es de «tipo magrebí», pero yo no pondría la mano en el fuego.

A mí me parece más bien un niño pijo que se ha desviado del buen camino. Un día que fui a comprar pescado al muelle, nuestras miradas se cruzaron. Es posible que me equivoque, pero no vi en la suya más que la desesperación de alguien que lo está pasando mal después de haber perdido, por pereza o fatalidad, su condición de niño mimado.

Una noche me siguió después de cerrar el restaurante. Ya es mala suerte, para una vez que vuelvo a casa a pie. Eran casi las doce, el viento era tan fuerte que parecía que los barcos iban a echarse a volar y no había un alma en la calle. Las condiciones perfectas para un asalto. A la altura de la place aux Huiles, cuando vi con el rabillo del ojo que se me iba a echar encima, me volví bruscamente y le planté delante de sus narices mi Glock 17. Diecisiete balas del calibre 9 mm, una pequeña maravilla. Empecé a gritarle:

—¿No tienes nada mejor que hacer que atracar a una centenaria, gilipollas?

—Pero si yo no he hecho nada, señora, no quería hacerle nada, se lo juro.

No paraba quieto. Parecía una niña saltando a la comba.

—Por regla general —le dije—, un tipo que jura es siempre culpable.

—Se equivoca, señora. Sólo estaba dando un paseo.

—Escucha, mentecato. Con este viento, si disparo nadie lo va a oír. Así que no tienes elección: si quieres seguir con vida, ahora mismo me das la bolsa con toda la mierda que has robado hoy. Se la daré a alguien que lo necesite.

Le apunté con mi Glock como si fuese un índice:

—Y que no te vuelva a pillar. En caso contrario, prefiero no pensar en lo que te pasará. ¡Vamos, lárgate!

Tiró su bolsa y se marchó corriendo y gritando, cuando ya estaba a una distancia respetable:

—¡Vieja loca! ¡No eres más que una vieja loca!

Luego me dediqué a repartir el contenido de la bolsa —relojes, pulseras, móviles y carteras— entre los mendigos que se acurrucaban en pequeños grupos a lo largo del cours d’Estienne-d’Orves, no lejos de allí. Me lo agradecieron con una mezcla de miedo y asombro. Uno de ellos sugirió que estaba chiflada. Le respondí que eso ya me lo habían dicho.

Al día siguiente, el dueño del bar de al lado me previno: esa misma noche había habido otro atraco en la place aux Huiles. Esta vez la culpable era una anciana. No entendió por qué me eché a reír.

1. Bajo el signo de la Virgen

M ARSELLA , 2012. Besé la carta y después crucé dos dedos, el índice y el corazón, para que me trajera buena suerte. Soy muy supersticiosa, es mi debilidad.

La carta había sido enviada desde Colonia, Alemania, según indicaba el matasellos, y la remitente había escrito su nombre en el dorso: Renate Fröll.

Mi corazón empezó a latir con fuerza. Me sentía angustiada y feliz al mismo tiempo. A mi edad, cuando ya se ha sobrevivido a todo el mundo, recibir una carta personal es sin duda todo un acontecimiento. Tras haber decidido abrirla más tarde, en algún otro momento del día, para conservar el mayor tiempo posible en mi interior la excitación que había sentido al recibirla, besé de nuevo el sobre. Esta vez en el dorso.

Hay días en los que tengo ganas de besar lo que sea, lo mismo las plantas que los muebles, pero me contengo. No me gustaría que me tomasen por una vieja loca de las que dan miedo a los niños. A punto de cumplir ciento cinco años, no me queda más que un hilo de voz, cinco dientes hábiles, una cara de búho, y no huelo precisamente a rosas.

En cambio, en cuestión de cocina todavía me las arreglo. Creo que hasta soy una de las reinas de Marsella, justo detrás de la otra Rose, una jovencita de ochenta y ocho años que cocina unos prodigiosos platos sicilianos en la rue Glandevès, cerca de la Ópera.

Pero en cuanto salgo de mi restaurante para pasear por las calles de la ciudad, tengo la impresión de que asusto a la gente. Sólo hay un sitio donde, aparentemente, mi presencia no desentona: la cima de la colina de caliza desde donde la estatua dorada de Notre-Dame-de-la-Garde parece llamar al amor al universo, al mar y a Marsella.

Mamadou es el que me lleva y me trae de vuelta a casa, en el asiento trasero de su moto. Es un buen mozo y mi álter ego en el restaurante. Se ocupa de la sala, me ayuda con la caja y carga conmigo a todas partes sobre su cacharro apestoso. Me gusta sentir su nuca en mis labios.

Los domingos por la tarde y los lunes, cuando cierro mi establecimiento por descanso, puedo pasarme horas sentada en un banco con el sol mordiéndome la piel. Paso lista mentalmente a todos los muertos con los que pronto me encontraré en el cielo. A una amiga a la que he perdido de vista le gustaba decir que la conversación de los muertos era mucho más agradable que la de los vivos. Tiene razón: no sólo son más tranquilos, sino que además tienen todo el tiempo del mundo. Me escuchan. Y me calman.

Una de las cosas que se comprenden a una edad tan avanzada como la mía es que la gente está mucho más viva dentro de una después de muerta. Por eso morir no es desaparecer sino, al contrario, renacer en la mente de los demás.

A mediodía, cuando el sol deja de contenerse y empieza a darme cuchilladas o, peor aún, picotazos bajo la negra vestimenta de mi luto, me largo a internarme en la sombra de la basílica.

Me arrodillo ante la Virgen de plata que domina el altar y hago como que rezo. Después me siento y echo una cabezada. Dios sabe por qué, allí es donde duermo mejor. Quizás porque la mirada amorosa de la estatua me apacigua. Los gritos y las risas estúpidas de los turistas no me molestan. Las campanas tampoco. También es verdad que estoy horriblemente cansada, es como si siempre estuviese de vuelta de un largo viaje. Cuando les haya contado mi historia, comprenderán por qué, y eso que mi historia no es nada, bueno, no mucho: un minúsculo charco en la Historia, ese fango en el que chapoteamos todos y que nos lleva hasta el fondo a lo largo de los siglos.

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