Todas las ganancias producidas por este libro irán a organizaciones benéficas de Vermont, en su mayoría dedicadas a las necesidades de los niños.
Introducción
El día en que anunciamos oficialmente mi candidatura a la presidencia de Estados Unidos en la ciudad de Burlington, Vermont, nos arroparon más de 5 000 personas. Semanas después, en el mitin de Madison, Wisconsin, logramos reunir a 10 000 seguidores. En Seattle convocamos a 15 000, en Portland a 28 000 y en Los Ángeles a 27 000. Durante el verano de 2015 hemos conseguido atraer a muchas más personas que el resto de los candidatos en campaña para los caucus de Iowa y las primarias de New Hampshire.
La gente se moviliza porque las personas inmensamente ricas son cada vez más ricas y el resto de la humanidad es cada vez más pobre. La gente sufre a diario los efectos de una economía corrupta. Sufre sus efectos cuando se sientan en la mesa de la cocina a revisar las facturas que les acaban de llegar, cuando se ven obligados a sacar algún producto del carrito de la compra porque no les llega el dinero o cuando les dicen a sus hijos que este invierno van a tener que usar el abrigo del año pasado.
En mis viajes por todo el país siempre escucho el mismo mensaje: los americanos no aguantan más esta situación. Están hartos de que se practiquen recortes en las ayudas sociales y se pongan en peligro servicios esenciales como la Seguridad Social mientras se esquilma a los contribuyentes el dinero que tanto esfuerzo les ha costado ganar y se despilfarra en el rescate de empresas y en costear guerras innecesarias. Están hartos de trabajar más horas y cobrar menos para que los ricos se llenen los bolsillos y, después, firmen tratados y alianzas comerciales nefastos para externalizar el empleo, minando severamente nuestra capacidad para negociar un salario justo. Y están tanto o más hartos de que la codicia de las grandes empresas, que invierten ilimitadas sumas de dinero para asegurarse de que salgan elegidos sus candidatos predilectos, esté acabando con nuestro sistema político.
En los últimos dos años, 15 personas han incrementado su fortuna en 170 millardos de dólares, mientras que la cifra de americanos que viven en condiciones de pobreza roza los 45 millones. Eso, a mi entender, no es justicia. Es una economía obscenamente corrupta concebida por las personas más ricas de este país para beneficiarse a sí mismas a costa del resto de la población.
Cientos de miles de americanos han decidido expresar su profundo desacuerdo y exigen un cambio.
Y mi corazón me dice que no voy a poder hacerlo solo.
Ningún presidente puede enfrentarse a Wall Street, a la América de las grandes corporaciones, a los medios de comunicación, a los hermanos Koch y a los intereses de los poderes fácticos a menos que consiga movilizar a millones y millones de ciudadanos que unan sus fuerzas para exigir al gobierno que trabaje para todos los americanos, no sólo para las personas más ricas de este país.
Por eso hemos querido que la gente se convierta en el eje central de nuestra campaña y hemos prescindido de un comité de acción política financiado por multimillonarios, banqueros y grandes empresas. Nuestro movimiento no representa los intereses de los poderosos y, por tanto, no queremos su dinero. En lugar de ello, nuestra campaña electoral se ha financiado con pequeñas aportaciones de gente trabajadora.
Cuando pusimos en marcha esta campaña, estaba convencido de que nuestro mensaje calaría muy hondo en la conciencia del pueblo americano.
No es la primera vez que esto sucede. Una reacción similar se produjo hace cinco años, a raíz del extenso discurso que pronuncié en el Senado.
El viernes 10 de diciembre de 2010 me desperté a la misma hora de siempre, en el edificio Dirksen del Senado, desayuné lo mismo de siempre, copos de avena y café, y, como todos los días, estuve después hablando con algunos miembros de mi equipo.
A las diez y media entré en la cámara del Senado y empecé a pronunciar un discurso. Hablé ocho horas y media, hasta las siete de la tarde.
Había prometido hacer todo lo que estuviera en mi mano para luchar contra lo que a mi modo de ver era una reforma fiscal muy perjudicial para la nación, impulsada por los republicanos. Consideraba que, en un país con una deuda nacional de 14,8 billones de dólares y la distribución de riqueza y de ingresos más desigual del mundo desarrollado, es totalmente absurdo conceder a los multimillonarios exenciones tributarias por valor de cientos de millardos de dólares.
Decidí oponerme a tan infausta medida de la manera más enérgica posible y preparé un alegato que algunos tacharon de discurso obstruccionista, pero para mí se trató de un extenso discurso sobre un tema muy importante. No quería centrarme exclusivamente en el acuerdo legislativo, ni en el mercado de concesiones y compromisos. Puse todo mi empeño para expresar lo que a mi modo de ver es la realidad más sangrante de nuestra época: cuando decenas de millones de americanos tienen que esforzarse para poder sobrevivir y otros tantos sienten que se tambalean los pilares de la clase media, la concentración de dinero y poder en manos de unas cuantas familias está convirtiendo este país en una plutocracia.
¿Qué dice de nuestra economía y de las decisiones políticas que tomamos en relación con ella en el Capitolio que, en la coyuntura actual, pese al enorme desarrollo de la productividad y de la tecnología al que hemos asistido en las últimas décadas, la renta disponible de una familia con dos sueldos sea menor que la de una familia con un único salario hace treinta años? ¿Por qué hoy en día la jornada laboral en Estados Unidos es más larga que en cualquier otro país del mundo industrializado?
¿Existe una correlación entre nuestra tasa de pobreza infantil (la más elevada, con diferencia, del mundo desarrollado) y la superpoblación de nuestras cárceles? ¿No sería más lógico invertir más en educación que en la construcción de cárceles?
¿En qué medida envilece nuestro sistema político y legal el hecho de que los maleantes de Wall Street que provocaron esta horrible recesión ganen ahora más dinero que antes de que los contribuyentes rescataran sus bancos? ¿Cómo es posible que ninguno de ellos haya acabado en la cárcel? ¿Y para qué sirve la Ley de Reforma Financiera si tres de los cuatro bancos «demasiado grandes para caer» de este país son ahora aún más grandes que antes del hundimiento de Wall Street, unos activos cuyo valor conjunto supera la mitad del pib del país?