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Pepa Roma - Una familia imperfecta (Spanish Edition)

Aquí puedes leer online Pepa Roma - Una familia imperfecta (Spanish Edition) texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2017, Editor: Grupo Planeta, Género: No ficción. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Pepa Roma Una familia imperfecta (Spanish Edition)
  • Libro:
    Una familia imperfecta (Spanish Edition)
  • Autor:
  • Editor:
    Grupo Planeta
  • Genre:
  • Año:
    2017
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A Jordi

P RIMERA P ARTE

Entiende esto: un día tu alma caerá de tu cuerpo y serás empujado detrás del velo que flota entre el universo y lo desconocido. En la espera: ¡sé feliz! No sabes de dónde vienes. No sabes a dónde vas.

O MAR K HAYYAM

CAPÍTULO 1

Una nueva vida comienza, me digo al encender la luz del recibidor, mientras me adentro por la procelosa oscuridad del pasillo. Que a eso vengo, a preparar el ajuar para su nueva vida.

En el comedor trato de discernir qué queda de alguna utilidad. Figuritas de Lladró desconchadas, raídas flores de tela que alguien le regaló en un lejano santo o cumpleaños, el botafumeiro en miniatura que compró en Santiago de Compostela, el sombrero gaucho de Canarias, souvenirs de sus muchos viajes con amigas, cuatro vasos de esos que parecen de cristal pero no lo son, un plato descantonado aquí, una taza con el asa rota más allá, un vaso aún con agua en la mesita junto a la butaca, objetos ralos entre libros desperdigados, como si hubieran sido abandonados por alguien que se ha llevado sólo lo mejor. Junto a los estantes a rebosar de libros, una vitrina vacía, despojada de sus tacitas de porcelana, de su licorero y de todo lo que se necesita en una casa de buena familia barcelonesa para recibir a las visitas.

Todavía me cuesta adaptarme al ambiente de desolación que ha adquirido el lugar sin todos esos platos con su sopera —vajilla de La Cartuja, la loza del domingo—, sin esa cristalería de cuarenta y ocho piezas, milimétricamente ordenadas por tamaños, con los que con tanto empeño quiso recrear una vida y una herencia que había sido desvalijada tiempo atrás. ¿Habrá quedado algún despertador que funcione, una linterna, algo con lo que llenar esta maleta para quien está a punto de emprender viaje a un lugar sin retorno? Voy al costurero que está junto a la ventana donde me ha dicho que encontraría sus gafas, también la mantita que se pone sobre las piernas.

Una vez he hecho un repaso rápido del comedor en busca de objetos que pueda necesitar, paso al meollo de la casa, el dormitorio principal, donde desde que murió mi padre no he vuelto a entrar. Ver el niqui verde y los vaqueros de mi hermano junto a la cama de mi padre me tranquiliza. Su jersey sobado, la bolsa de plástico con un dentífrico vacío, un cepillo de dientes desmochado, la espuma de afeitar que habrá dejado en su última visita de fin de semana, todos esos enseres de aseo que transporta entre Barcelona y Palets me ahorran al menos tener que enfrentarme ahora al fantasma de mi padre. Aunque no al de mi madre.

Hurgar en sus cajones por primera vez arranca en mí cierta ternura hacia esa mujer a la que me prometí no volver a querer en la vida. Paso de la foto de boda en que aparece con mi padre sobre el tocador y abro los cajones para buscar las medias y la ropa interior que me ha pedido. Cojo lo primero que encuentro y cierro rápidamente. Y de la cómoda al armario. Selecciono entre sus ropitas que cuelgan de perchas las últimas que se ha comprado, doblo sus camisones con prevención, como quien prepara el ajuar para la hija que se va a desposar.

Al igual que la ropa del niño que envías al internado, o de la hija que se marcha al convento, hay que marcarlo todo con su nombre, me doy cuenta cuando ya tengo la ropa en la maleta. Y ahora volverla a sacar y ponerla a un lado para ir a la mercería y comprar varios metros de esas tiras blancas en las que se puede escribir el nombre encima con bolígrafo —Regina Camps del Sió, en buena caligrafía—, que luego pegas en cada prenda con la plancha. Es la forma más rápida para una tarea que antes podía llevar a mi madre meses, como cuando estuvo bordando mi nombre en punto de cruz —Cándida Sabanés en hilo de colores la Dalia— en la ropa que me llevé a la colonia de verano.

Cuando ya lo tengo todo en la maleta, recorro por segunda vez la calle Muntaner, desde Sant Gervasi hasta el Eixample, donde se encuentra el hospital. Sé que mi tarea nunca puede estar completa sin las mil y una rectificaciones de mi madre.

—Apunta —dice, señalando con su dedo huesudo sobre el papel en el que escribo—: hilo blanco, más hilo de bordar de todos los colores, más tijeras, más agujas, más dedal, ah, y no te olvides de…

Y yo apunto obediente, hasta que ella considera que ha quedado completa la lista de cosas que quiere que le lleve.

De nuevo en casa, busco todo lo que me ha pedido, también informes médicos, cartillas de banco para presentar en la residencia donde mañana ingresa; papeles ocultos en ingenuos escondrijos de niña que ella misma termina por olvidar, llegando a la conclusión de que se los ha robado la ecuatoriana de turno. Más de una vez he tenido que anular una cartilla en un banco después de que dijera con esas palabras ambiguas suyas «ha desaparecido», para encontrarla a continuación dentro de una caja de zapatos.

—Ya está, ahora sí que está todo en la maleta —le aseguro cuando vuelvo por tercera vez, ya de noche, para llevarle su caldito, ese sin el que no cenaría ni tomaría nada, tan mala requetemala es la comida de ese hospital, dice.

No tiene fuerzas para comer, pero parece reservarlas todas intactas para protestar, reprochar, con esa voz de la que se hace la débil, compensada por su mirada acerada, con ese brillo que traspasa el tupido velo de las cataratas, el lagrimeo de vieja.

—Venga, anímate, que mañana dejarás el hospital —le digo con la taza y la cuchara en la mano.

Recuerdo cuánto me ha insistido en que quería salir de aquí, perder de vista a esas enfermeras tan antipáticas, a esos médicos que no saben nada de lo que tiene, e irse a una residencia, donde se lo hagan todo, como en un hotel; porque debe de ser de los pocos viejos dispuestos a dejar su casa por una residencia. Ya no puede más en casa, en esto al menos es realista, ya no quiere ese estar lidiando todos los días con esas chicas de ahora que no saben hacer nada, esas rumanas y sudamericanas a las que no les han enseñado cómo se hacen las cosas. Ya no quiere volver a casa, pero tampoco estar un día más en este hospital, hasta el punto de que he tenido que pedir el alta anticipada y recorrer Barcelona entera para encontrar la residencia adecuada. Me pregunto si no debería haber esperado a que estuviera aquí mi hermano para lidiar con todo esto.

—Te he buscado un sitio muy bonito, ya verás —le hablo como a los niños a los que hay que sacar de su cabezonería.

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