Saigón. La guerra de Vietnam toca a su fin. John Converse, periodista de tercera y escritor de cuarta, confía un paquete de tres kilos de heroína al marine Ray Hicks para que se lo entregue a Marge, su mujer, en California. De vuelta en Estados Unidos, todo parece torcerse cuando, tras descubrir que Marge y Hicks han desaparecido con la mercancía, Converse es secuestrado por un policía federal corrupto que sigue el rastro de la droga.
Gurúes, hippies violentos, yonquis y asesinos a sueldo son los protagonistas de una persecución a través de un país en el que los sueños de la década anterior se han convertido en pesadillas.
Ganadora del National Book Award de 1975 e incluida en el canon de Harold Bloom, Dog Soldiers es hoy un imprescindible clásico moderno de la literatura norteamericana.
Robert Stone
Dog Soldiers
Libros del Silencio
2010
Título original: Dog Soldiers
Robert Stone, 1974
Traducción: Mariano Antolín & Inga Pellisa
Barcelona, 2010, Libros del Silencio, S. L
Editor digital: Titivillus
Corrección: SnrB
Apuntes para una teoría de Vietnam
como virus y droga
Rodrigo Fresan
UNO. «Saigon… Shit, I’m still only in Saigon. Everytime, I think I’m gonna wake up back in the jungle» es lo primero que oímos —luego de un rumor de helicópteros y un estallido de napalm— en una película magistral llamada Apocalypse Now (1979). Nos lo dice una voz en off —seguimos en Saigón, la jungla crece al otro lado de los párpados cerrados— que es la voz de quien escribió esas palabras para el film de Francis Ford Coppola: la del periodista bélico Michael Herr, autor de Despachos (1977), seguramente el mejor libro sobre la guerra de Vietnam e incuestionable obra maestra del Nuevo Periodismo.
Apocalypse Now se sabe es una tan personal como definitiva adaptación de El corazón de las tinieblas, clásico de Joseph Conrad.
Y Joseph Conrad es uno de los autores —los otros dos son Graham Greene y Ernest Hemingway; aunque él diga admirar a Samuel Beckett y a Jorge Luis Borges por encima de todos— con el que más suele compararse a Robert Stone.
Y el epígrafe con el que abre Dog Soldiers está tomado de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad.
Y Robert Stone fue invitado por Michael Herr a escribir el prólogo de Despachos cuando, en 2009, fue incluido en la canonizante Everyman’s Library.
Así, nada se pierde, todo se transforma; por más que en Vietnam todo se pierde y nada se transforma y que, desde Vietnam, toda guerra es y sigue y seguirá siendo Vietnam. Suplantar en las páginas que siguen «Vietnam» por «Afganistán» y se comprenderá que nada —ni siquiera la droga— ha cambiado demasiado. Los nombres incluso riman.
DOS. «Todavía sigo en Saigón», susurra Willard con voz y letra de Michael Herr al principio de Apocalypse Now y, sí, ahí está, otra vez, en un hotel de mala muerte, en Saigón, a punto de recibir las órdenes para la misión más difícil y extrema de su carrera. Pero lo que en realidad nos dice Willard va más allá del tiempo y del espacio. Lo que nos revela Willard es la teoría, y la práctica, de que, una vez que se ha estado en Saigón, uno seguirá en Saigón por siempre y para siempre, hasta que la muerte nos separe. Así, Vietnam como un adictivo virus de alto contagio que —como la malaria— va y vuelve y te acompañará toda la vida.
Allí, en Vietnam, empieza Dog Soldiers. Y Robert Stone llegó a Vietnam como corresponsal para The Atlantic y The Guardian en 1971 —«mi rol allí fue el de algo así como mitad turista y mitad escritor residente… No estuve más que dos meses, pero cada día era por completo diferente al anterior»—, y recuerda brevemente su experiencia en las últimas páginas de Prime Green: Remembering the Sixties (2007): «Es una pena que uno no pueda escoger su propia historia. El modo en que la guerra de Vietnam consumió la energía de una nación, degradó los estándares de su idea del honor contra las odiosas ideologías del siglo XX, y consumió las vidas de su juventud fue trágico […] Yo no quería estar allí, en Vietnam; yo no quería quedarme. Pero tampoco quería irme, porque sería como una traición».
Y exactamente de eso —de ese extraño e inasible sentimiento, de la posibilidad de estar y de no estar y de seguir allí tanto tiempo después, del honor y de la infamia— trata Dog Soldiers.
TRES. Así, Vietnam como una maldición tutankamónica. Vietnam como una Ley de Murphy elevada a la millonésima potencia o —como explicó Stone en una entrevista con Charles Ruas— «algo que nos transformó en una fuerza corruptora. Lo peor de Norteamérica salió a relucir en Vietnam. Lo mejor de Norteamérica no se exporta».
Y ya desde las primeras páginas de Dog Soldiers —en ese casual diálogo de John Converse con una misionera acerca de la naturaleza terrestre del infierno y la inminencia del Apocalipsis— sabemos que todo va a salir mal y que nos adentramos en una historia de épicos y hermosos perdedores. De ahí en adelante todo será, sí, «El horror… El horror» y una espiral de violencia en la que la guerra es importada por Converse y su amigo Ray Hicks a la Costa Oeste, Nuevo México y alrededores, y… De pronto Vietnam está y estará en todas partes. Un virus de color verde que infecta todo lo que toca y se propoga como el kudzu. Cerca del centro de la novela, un animal hollywoodense se refiere a unos hongos verdes que todo lo cubren. Ese hongo verde es Vietnam supurando por las heridas de unos Estados Unidos metidos en una guerra de la que no saben cómo salir, transmitiendo en directo por televisión y noche tras noche los combates contra un enemigo invisible, recibiendo cuerpos en bolsas y soldados adictos y alucinando ovnis y negros disfrazados de blancos consecuencia de la potente medicación antidepresiva a la que se ha enganchado la sociedad entera mientras Nixon miente y se seca el sudor de su labio superior. Y por ahí alguien diagnostica todo eso como «Furor Americanus» y hay hombres que van a Vietnam para —como alguna vez lo hizo Hemingway— encontrar algo que los justifique y que, en mitad de la guerra, los ayude a vivir en paz.
Está claro que John Converse —periodista de tercera y escritor de cuarta— no tiene lo que se necesita, y ahí afuera descubre que no sabe nada sobre sí mismo. O, peor aún, que no le interesa saber nada sobre sí mismo. Por lo que —abundan los mantras relativos al «este es el lugar donde todo el mundo descubre quién es» o al «creíamos que éramos otra cosa»— decide reconvertirse en traficante amateur de unos kilos de valiosa heroína a vender de regreso en la patria. No le lleva mucho la transformación. Le basta con rozar la periferia de un bombardeo y contemplar una masacre de elefantes. Después, enseguida, llega la aceptación de Vietnam como tierra de oportunidades (en la autobiografía antes mencionada, Stone explica en detalle los «negocios» del personal de prensa que inspiraron la novela) y la superación de todo «reparo moral» porque, después de todo, esta es «una guerra muy rara» en la que uno «acaba perdiendo la puta perspectiva». Vietnam como guerra diferente donde todo vale porque nada vale y cuyo principio básico es el de no tener la menor idea de lo que se está haciendo allí. Pero es tan fácil hacerse adicto a Vietnam…
Y Converse afirma que fue allí porque es escritor y quería ver de qué se trataba. Su amigo y cómplice Ray Hicks, en cambio, no duda en definirse como «un cristiano americano que luchó por su bandera». Hicks lee a Nietzsche y los asesinos recitan a Heine y los soldados agonizan leyendo El lobo estepario