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Pedro Paradís - El curso del Agua Caliente

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  • Libro:
    El curso del Agua Caliente
  • Autor:
  • Editor:
    Literanda
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  • Año:
    2012
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El curso del Agua Caliente: resumen, descripción y anotación

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Terminal

“Todos los caminos llevan a Terminal. Terminal es el fin de todos los trayectos. Terminal está en todas partes.”

Richard Bachman

Salimos en el mediodía del domingo, cargados con nuestros bultos bajo un sol de justicia. Nos llevó más de una hora llegar a la capital. Los buses estaban imposibles. Bajamos en el mall, y dimos un paseo por el interior antes de coger el siguiente bus. Allí siempre ambiente, sea la hora que sea. Dos gringos viejos con tres chiquillas ligeras, otros turistas más allá, una española que hablaba a voces, y gente con teléfonos celulares ligados a sus cinturas o a sus manos.

—Aquí sólo bueno, Pedro –me decía Jonás mirando un grupillo de gringas–, pero hay que venir con lana.

En el mall todo es bastante caro.

Cogimos el autobús que nos llevaría a Terminal, y Eirel me volvió a advertir: “Es un barrio muy humilde, muy sencillo.” Deshicimos buena parte del camino, y un desvío a la izquierda nos llevó a Terminal. Terminal ocupa un terreno ondulado bajo el depósito de desechos. Casi todas las calles llevan una buena pendiente, y el bus ruge con desesperación para superar algunas. Bajamos en la última parada y seguimos a pie. Eirel me pregunta: “Aquí es. ¿Qué le parece?”. Lo veo inquieto. Me invitó a pasar estos días con él y yo acepté enseguida. Me advirtió muchas veces que no era un lugar bonito, pero lo podríamos pasar bien. Yo le dije que no me importaba, que yo me acomodaba en cualquier parte, pero aquella pregunta era un tanteo. “Me gusta ver cosas nuevas, conocer nuevos lugares”. Su hermano, Jonás, miraba extrañado.

Giramos por un par de callejuelas, tan estrechas que no permitían el paso de dos carros. La segunda era de tierra, y tenía un caño muy ancho en un lado por el que bajaban aguas negras. El caño era hondo, y algunas casas tenían puentecillos para cruzarlo. Eirel señaló: “Ésa es mi casa. Aquélla es mi madre.”

La casa era muy sencilla, de las más pequeñas. En la pared ponía, pintado a brocha gorda: “Se reparan tv, no se aceptan reclamaciones después de 10 días”. Era algún inquilino anterior quien las reparaba. Me presentaron a su madre. Entramos.

La casa medía apenas veinte metros cuadrados, y tenía una cocina y dos habitaciones. Las estancias estaban separadas con chapas que no llegaban hasta el techo. Un agujero en la pared permitía asomarse a la cocina desde la entrada. Me ofrecieron un vaso de fresco y galletas, y salimos al patio a jugar baraja. Estuvimos buena parte de la tarde.

Más tarde salimos Eirel y yo, y estuvimos sentados en la parada. Delante estaba el cuartel de la policía; detrás una casa verde muy descuidada. “Aquí detrás, hace tiempo, daban fiestas, hacían conciertos,” me explica. “Pero una vez hubo problemas. Los policías tuvieron que entrar allí. Y la gente intentó asaltar la caseta de la policía.” Un furgoncito policial con un cajón detrás daba vueltas por las calles. Eirel se rió, como recordando algo: “Están buscando chapulines que andan robando. No pueden hacerles nada, porque son menores, pero los encierran en el cajón y los llevan leeeeeejos.” –ríe– “Luego tienen que volver a pie”. Junto a la policía había unas cabinas telefónicas. Un pintas esperaba llamar. Tenía los pantalones muy bajos, con el cinturón a medio camino entre su cintura y sus rodillas. La camisa, enorme, le llegaba hasta la rodilla. Escuchaba música y movía la cabeza al ritmo, mirando a la gente que pasaba y perdonándoles la vida. Muchas chicas iban a las cabinas públicas de la parada para hablar. Apenas había teléfonos particulares allí. “Aquí las chicas están ricas, ¿eh?”. Sí, eran muy guapas.

Caminamos sin rumbo, y me presentó a un amigo con el pelo largo, con una cola. “Éste es como mi hermano”– me dijo de él. Subimos entonces por una callejuela de tierra y llegamos a una arboleda. Había un campito de fútbol, y un partido en marcha. Al otro lado de la colina se veía otra barriada, mucho más grande que la de Eirel. Desde lo alto era un mar de láminas de zinc y chapas de madera, todas iguales, confundiéndose entre ellas y reflejando los últimos rayos del sol.

Seguí andando por otro camino que volvía a la Quince, pero él me detuvo: “Por ahí no. Por donde hemos venido. Por ese camino hay una pandilla, gente nueva que no conozco.” Regresamos a la parada, y a su casa, por el sendero que nos había traído. Ya estaba anocheciendo.

Llegamos sudando y nos sentamos fuera, en una caja de cemento sobre el caño de inmundicias. Una chica bajaba, y a pesar de la oscuridad Eirel la reconoció y la llamó. Me la presentó y le dijo que era español, que venía a pasar unos días con él. Ella miró extrañada: “¿Y le traes aquí?, ¿a este lugar?”. Él se quiso disculpar “Él dice que le gusta”. Ella cambió de tema. Le preguntó si aún seguía en el internado.

—Dicen que eso es para gente que ha andado con drogas.

Eirel se ofendió:

—No, allí hay solo maes que quieren superarse en la vida.

—Pero alguno sí andaba con drogas, dicen.

—Bueno, alguno no sé. ¿Y cómo le va a usted?

Para ella todo seguía igual, su familia, su vida. “Estoy harta de este lugar. Es horrible. Sólo quiero salir de aquí. Marcharme donde sea. Lejos de aquí”. Miró al cielo al hablar, y miré yo también. El cielo de Terminal es un cielo sin estrellas, sólo se veía una niebla rojiza que parecía venir de la capital. La madre de Eirel nos llamó para cenar.

Me ofreció un casado, e insistió en que ocupara la única silla de la cocina. Estuvimos jugando baraja hasta tarde. Jugábamos sentados en el suelo cuando vi avanzar entre las cartas una culebrilla. Apenas medía cuatro dedos, y la maté de un pisotón. Entonces recordé cómo, sentado junto al caño antes de la cena, había notado un cosquilleo en la pierna, por dentro del pantalón. Yo la había metido en la casa.

Seguíamos jugando cuando vimos por la puerta a dos o tres personas saltando la verja de la casa de enfrente. Del vallado trepaban a un árbol a coger mangos. “La vieja se marchó la semana pasada, y ya no le dejaron ni un solo mango” –me aclara la madre– “Ya se los robaron todos” El que había subido al árbol parecía buscar en vano. Era verdad que ya no quedaba ninguno.

Jugamos hasta tarde. La madre me dijo que dormiría yo solo en una habitación. Ellos cinco pasarían la noche en la otra. Traté de decirle que dormiría en cualquier parte, o que podía compartir la cama, pero se negaba y al final dejé de insistir. Prefería dormir en el suelo, pero no quise ofender su hospitalidad. Apagamos la luz y sentí que todos, en realidad, estábamos en la misma habitación, y entre remordimientos por tener toda una cama para mí solo oía cada palabra y cada suspiro del otro cuarto. Los ladridos de los perros callejeros y las risas y carreras de los niños en la calle no me dejaron dormir hasta muy tarde. En la cama, cuando el sueño me estaba venciendo, recuerdo haber pensado que me gustaría escribir aquello.

Oí levantarse a la madre y a la hermana a las cinco. La hermanilla de trece años, Lara, tenía colegio pronto. Era mucho más morena que sus hermanos, todos hijos de distintos padres, y buena para los estudios. Me volví a dormir hasta las siete y me levanté. Me bañé en el patio, tras una tela rasgada que hacía de cortina, echándome agua con una tinaja. Desde allí, por otro hueco en la pared a la altura de mi cabeza se veía el interior de la cocina.

La madre me dio un vaso de leche y me senté en la calle. Ella también salió y miró enfadada el gran montón de basura enfrente de la casa. “Tampoco pasaron a recogerla ayer, y ya empieza a oler. Tardan días, los perros revientan las bolsas, y cuando por fin pasan no recogen las reventadas. Me toca quemarlo a mí. Si no lo quemo, huele peor, y cuando llueve cae al caño y lo tapa. Entonces se me inunda la casa.” En la empresa encargada de la recogida debían de pensar –quizá con acierto– que en un lugar con tanta basura no se nota un poco más. Y no estaban muy desencaminados; los grandes montones de desperdicios apenas llaman la atención entre aquel paisaje. Excepto cuando hace mucho calor y hieden. Entonces sí se nota que están ahí.

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