A BRADFORD HALL WILLIAMS .
El colapso es una forma repentina, involuntaria y caótica de simplificación.
1. AGUA GRIS
–¡No uses agua limpia para lavarte las manos!
Aunque pretendía ser un recordatorio amable, la reprimenda resonó como un grito severo. Florence no quería parecer eso que su hijo llamaba cacavieja, pero bueno..., las normas de la casa eran sencillas. Y Esteban las desacataba sistemáticamente. No hacía falta malgastar agua para dejar claro que no era un calzonazos sometido (en cierto modo) por una mujer mayor que él. Esteban era un hombre tan peligrosamente apuesto que ella, en casi todo lo demás, le permitía hacer lo que se le antojase.
–Perdóname, Padre, porque he pecado –dijo Esteban entre dientes, metiendo las manos en el cubo de plástico del fregadero donde recogían los residuos líquidos. Unas tiras de col flotaban en el borde.
–Eso que estás haciendo ahora no tiene sentido, ¿verdad? –dijo Florence–. ¿Usar el agua gris cuando ya has usado la limpia?
–Sólo hago lo que me mandan –dijo Esteban.
–Eso sí que es una novedad.
–¿Qué te ha puesto de tan buen humor? –Esteban se secó las manos, grasientas ahora, en un paño de cocina más grasiento aún (otra norma: un rollo de papel de cocina dura seis semanas)–. ¿Algo va mal en Adelphi?
–En Adelphi las cosas sólo van mal –refunfuñó Florence–. Drogas, peleas, robos. Niños con eczemas... que no paran de chillar. Así son los albergues para indigentes. Si quieres que te diga la verdad, no entiendo por qué es tan difícil conseguir que los que viven ahí tiren de la cadena, algo que en esta casa es el máximo lujo.
–Ojalá encontrases otra cosa.
–A mí también me gustaría. Pero no se lo digas a nadie. Cambiar de trabajo arruinaría mi reputación de santa. –Florence siguió cortando la col, una verdura económica aunque costase veinte pavos. No sabía cuánta más col podría soportar su hijo.
Había quienes, en cambio, vivían intrigados por la virtud que conllevaba realizar, durante cuatro largos años, un trabajo tan agotador e ingrato, pero las suposiciones acerca de la naturaleza angélica de Florence eran poco o nada realistas. Después de haber ido pasando a trompicones de un empleo mal pagado a otro, por culpa de esos duros golpes ya no le quedaba casi nada del altruismo ingenuo, o de la clase que fuere, que la había llevado a especializarse –imbécilmente, y por duplicado, además– en Estudios Norteamericanos y Política Medioambiental en Barnard. La mitad de sus trabajos ya no existían porque tal o cual innovación se había quedado obsoleta de un día para otro; había trabajado para una empresa que vendía ropa interior eléctrica –y larga, para ahorrar calefacción–, y luego, de repente, los consumidores se decantaron exclusivamente por ropa interior calefactable forrada con grafeno electrificado. Otros empleos desaparecieron por culpa de algo que, cuando ella aún no había cumplido los treinta, dio en llamarse bots pero los trabajadores norteamericanos que quedaron en la calle ahora llamaban robs, por razones obvias. Su puesto más prometedor lo consiguió en una start-up que fabricaba, con grillo molido, unas barras de proteína muy sabrosas; pero cuando Hershey’s empezó a producir en serie un producto parecido, si bien a todas luces aceitoso, el mercado de los tentempiés hechos con insectos se fue a pique. Así pues, cuando en Fort Greene apareció una vacante en un albergue municipal, se presentó movida por una mezcla de desesperación y astucia: si había algo seguro en el mundo, era que en la ciudad de Nueva York nunca iba a faltar gente sin techo.
–¿Mamá? –preguntó Willing en voz baja desde la puerta–. ¿Hoy no me tocaba ducharme?
Su hijo de trece años se había bañado por última vez apenas cinco días antes, y sabía perfectamente que a todos les correspondía una ducha por semana (hay que ver lo rápido que gastaban cajas y cajas de ese champú seco que se aplicaba con el peine). Willing también se quejaba de que ducharse bajo esa alcachofa diseñada para ahorrar el máximo posible de agua se parecía a «salir a dar un paseo en la niebla». Cierto, quitarse el acondicionador con ese «rocío» se convertía en una operación compleja, pero entonces la respuesta no era precisamente usar más agua, sino dejar de usar acondicionador.
–Es posible que todavía no te toque... Pero bueno, dúchate –transigió Florence–. Y no olvides cerrar el grifo mientras te enjabonas.
–Si lo cierro, pillo frío.
Una réplica categórica. No era una queja, sino un hecho.
–He leído por ahí que tiritar es bueno para el metabolismo –dijo Florence.
–Entonces debo de tener un metabolismo formidable –dijo Willing, con sequedad, y dio media vuelta. Se burlaba del lenguaje anticuado de su madre, y no era justo. Hacía muchos años que Florence había aprendido a decir malicioso.
–¿Y si tienes razón y este coñazo del agua empeora? –dijo Esteban, poniendo los platos para la cena–. Quién sabe... A lo mejor conviene abrir los grifos a tope mientras podamos.
–Te confieso que a veces fantaseo con duchas largas y con agua bien caliente –dijo Florence.
–Ah, ¿en serio? –Esteban le rodeó la cintura por detrás mientras ella le quitaba el corazón a otra col–. En lo más profundo de esta niña de coro estricta y mandona se oculta una hedonista que intenta salir a la superficie.
–Por Dios, si yo antes disfrutaba como una loca debajo de un torrente y con el agua todo lo caliente que era capaz de soportar. Cuando era adolescente y me duchaba, en el cuarto de baño se condensaba tanto vapor que una vez arruiné la pintura.
–Eso es lo más excitante que me has contado jamás –le susurró Esteban al oído.
–Bueno, más bien es deprimente.
Esteban rió. En su trabajo solía tener que levantar en brazos a personas mayores y pesadas para subirlas y bajarlas de una silla de ruedas eléctrica –la mobe, como se la llamaba por poco moderno que se fuera–, y esa actividad lo mantenía en forma. Florence sintió sus pectorales y sus abdominales tensos contra su espalda. Estaba cansada, no cabe duda, y eso que, como máximo, podía tener cuarenta y cuatro años, una edad que en esos días podría haberle permitido alardear de jovencita, y la sensación fue excitante. Follaban bien. O era una particularidad de los mexicanos, o sencillamente Esteban era un hombre aparte, pero, a diferencia de todos los otros hombres que había conocido, a él no lo habían criado con una dieta continua de pornografía desde que tenía cinco años. A Esteban le iban las mujeres de verdad.
Eso no quiere decir que Florence se considerase a sí misma un buen partido. En cuanto a belleza, su hermana menor se había llevado la palma. Avery era morena, con curvas delicadas y ese toque de fragilidad que a los hombres les resultaba tan atractivo; pero a Florence, nervuda y fuerte simplemente por estar siempre haciendo algo, de caderas estrechas e inquietas, con un rostro alargado y una melena castaño rojiza siempre despeinada que se le escapaba continuamente del pañuelo que usaba al estilo pirata para mantener a raya los mechones rebeldes, con frecuencia la habían caracterizado como «caballuna», un adjetivo que a ella le había sonado peyorativo hasta que Esteban comenzó a decírselo con cariño y dando palmadas en las caderas de su nerviosa potranca. Es posible que haya cosas peores que tener aspecto de caballo.
–Mira, yo tengo una manera completamente distinta de ver las cosas –le farfulló Esteban en el cuello–. ¿Se va a acabar el pescado? Pues atibórrate de lubina chilena como si fuese el fin del mundo.