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Iv?n Turgu?nev - Diario de un hombre superfluo

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Diario de un hombre superfluo: resumen, descripción y anotación

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Iván Turguénev Diario de un hombre superfluo Título original - photo 1

Iván Turguénev

Diario de un hombre superfluo

Título original: Äíåâíèê Ëèøíåãî ×åëîâåêà

Iván Turguénev, 1850

Traducción: Marta Sánchez-Nieves

Ilustraciones: Juan Berrio

Diseño: Diego Moreno

Edic. digital para eblibliote ca.org: LMM


Aldea de Ovechi Vody 20 de marzo de 18 El médico acaba de irse Al - photo 2

Aldea de Ovechi Vody, 20 de marzo de 18…

El médico acaba de irse. ¡Al fin lo he conseguido! Por más astucias que haya intentado, al final no le ha quedado más que expresar su opinión. Sí, moriré pronto, muy pronto. Los ríos se deshelarán y, a toda luz, la corriente me llevará junto con las últimas nieves… ¿a dónde? ¡Dios sabrá! También al mar. En fin, ¡qué se le va a hacer! Ya que hay que morir, que sea en primavera. Aunque puede que sea ridículo empezar un diario dos semanas antes de morir, ¿no? ¡Vaya por lo que me preocupo! Y ¿en qué son menos catorce días que catorce años, que catorce siglos? Dicen que ante la eternidad todo son naderías, sí, pero en este caso la misma eternidad es una nadería. Me parece que me estoy dejando llevar por especulaciones, es una mala señal: ¿no me estaré acobardando? Mejor será que cuente algo. Afuera hay humedad, sopla el viento, tengo prohibido salir. ¿Qué puedo contar? Un hombre decente no habla de sus enfermedades; componer una novela corta, no, no es para mí; para deliberar sobre asuntos elevados no me alcanzan las fuerzas; describir la cotidianidad que me rodea ni siquiera me entretiene; pero me aburre no hacer nada, y me da pereza leer. ¡Oh! Voy a contarme mi propia vida. ¡Una idea magnífica! Justo antes de morir se considera correcto y no va a molestar a nadie. Empiezo.

Nací hace unos treinta años de unos terratenientes bastante ricos. Mi padre era un jugador apasionado, mi madre, una mujer de carácter…, una mujer muy virtuosa. Solo que no he conocido a una mujer a la que ser virtuosa le causara menos placer. Había caído bajo el peso de sus méritos y atormentaba a todos, empezando por ella misma. En el transcurso de sus cincuenta años de vida no descansó ni una sola vez, no se cruzó de brazos; pululaba continuamente atareada, cual hormiga, y sin ningún beneficio, algo que no puede decirse de una hormiga. Un gusanillo inquieto la consumía día y noche. Solo en una ocasión la vi completamente tranquila, y fue precisamente el primer día después de su muerte, en el ataúd. Cierto que, al mirarla, me pareció que su cara expresaba cierto asombro; como si en sus labios semiabiertos, en sus mejillas hundidas y en sus ojos dócilmente inmóviles flotaran las palabras: «¡Qué bien se está sin moverse!». Sí, de acuerdo, ¡está bien desprenderse al fin de la conciencia abrumadora de la vida, del sentimiento obsesivo e inquieto de la existencia! Pero no se trata de eso.

Tuve una infancia mala y triste Mi padre y mi madre me querían pero eso no me - photo 3

Tuve una infancia mala y triste. Mi padre y mi madre me querían, pero eso no me lo hizo más fácil. Mi padre, como persona entregada a un vicio vergonzoso y ruinoso, no tenía ningún poder ni ningún valor en su propia casa; era consciente de su caída y, sin fuerzas para dejar su pasión querida, intentaba al menos merecerse —con aspecto siempre cariñoso y modesto, con humildad complaciente— la indulgencia de su ejemplar mujer. Mi madre, en efecto, sobrellevaba su desgracia con esa longanimidad de la virtud tan magnífica y espléndida que tenía mucho de orgullo y amor propio. Nunca reprochó nada a mi padre: en silencio le entregaba el dinero que le quedaba y pagaba sus deudas; él la ensalzaba cuando estaba con ella y en su ausencia, pero no le gustaba quedarse en casa y a mí me mimaba a escondidas, como si temiera contagiarme solo con su presencia. Y entonces sus rasgos descompuestos respiraban tal bondad, la mueca febril de sus labios era sustituida por una sonrisa tan conmovedora, sus ojos marrones rodeados de arrugas finitas brillaban con tanto amor que, involuntariamente, pegaba mi mejilla a la suya, húmeda y cálida por las lágrimas. Yo secaba con mi pañuelo esas lágrimas y ellas volvían a derramarse, sin esfuerzo, como el agua de un vaso lleno. Yo también comenzaba a llorar y él me consolaba, me acariciaba la espalda, sus labios temblorosos me llenaban la cara de besos. Todavía ahora, veintitantos años después de su muerte, cuando recuerdo a mi pobre padre, unos sollozos mudos me suben a la garganta y el corazón me late, me late con tanta fuerza y amargura, se consume con una lástima tan angustiosa, como si todavía le quedara mucho tiempo por latir y algo por lo que sentir lástima.

Mi madre, por el contrario, siempre se dirigía a mí de la misma forma, dulce pero fría. En los libros infantiles suelen encontrarse estas madres, sentenciosas y rectas. Ella me quería, pero yo a ella no. Así es, rechazaba a mi virtuosa madre y quería a mi padre con todo mi ser.

Pero es suficiente por el día de hoy. El principio ya lo tengo y por el final, sea el que sea, no tengo que preocuparme. De él se encarga mi enfermedad.

21 de marzo Hoy hace un tiempo extraordinario Es un día cálido - photo 4

21 de marzo

Hoy hace un tiempo extraordinario. Es un día cálido, claro; el sol juega alegre con la nieve derretida; todo brilla, humea, gotea; los gorriones gritan como locos junto a las vallas oscuras empañadas; el aire húmedo me irrita el pecho dulce y terriblemente. ¡La primavera, la primavera ha llegado! Estoy sentado debajo de la ventana y miro más allá del río, al campo. ¡Oh, Naturaleza, Naturaleza! Te quiero tanto, y de tus entrañas salí yo incapaz incluso para la vida. Ahí salta un gorrión macho con las alas desplegadas; chilla y cada sonido de su voz, cada pluma erizada de su pequeño cuerpo, respira salud y fuerza…

Y ¿qué puede deducirse aquí? Nada. Él está sano y tiene derecho a gritar y a erizar las plumas, mientras que yo estoy enfermo y he de morir, eso es todo. No merece la pena hablar más de esto. Y los llamamientos lagrimosos a la Naturaleza son cómicos y absurdos. Regresemos a la narración.

Como ya se ha dicho, tuve una infancia muy mala y triste. No tuve hermanos ni hermanas. Me educaron en casa. ¿A qué se habría dedicado mi madre si me hubieran entregado a un internado o a alguna institución del Estado? Para eso son los niños, para que los padres no se aburran. Vivíamos sobre todo en la aldea, a veces íbamos a Moscú. Tuve preceptores y maestros, como es costumbre; en mi memoria se ha quedado, sobre todo, un alemán raquítico y lacrimoso, Rickmann, un ser increíblemente triste y abatido por el destino, al que en vano consumía la penosa nostalgia por su lejana patria. Mi tío Vasili, apodado Gusynia , solía sentarse junto al horno, en el ambiente terriblemente cargado de la estrecha antesala, impregnada por completo de olor ácido a kvas [1] añejo, sin afeitar y con su eterno caftán cosaco de arpillera azul, bueno, pues se sentaba ahí y jugaba a las cartas, al reto, con Potap, el cochero, quien acababa de estrenar zamarra de piel de oveja, blanca como la espuma, y botas irrompibles engrasadas con lardo, mientras Rickmann cantaba al otro lado del tabique:

Herz, mein Herz, warum so traurig?

Was bekümmert dich so sehr?

S’ist ja schön im fremden Lande.

Herz, mein Herz, was willst du mehr? [2]

Tras la muerte de mi padre nos trasladamos definitivamente a Moscú. Yo tenía entonces doce años. Mi padre murió por la noche, de un ataque. No olvidaré esa noche. Yo dormía profundamente, como suelen dormir todos los niños; pero recuerdo que incluso en sueños me parecía sentir un ronquido fuerte y regular. De repente siento que alguien me agarra y me tira del hombro. Abro los ojos, enfrente está mi tío. «¿Qué pasa?…». «Levántese, levántese, Alekséi Mijáilych se muere…». Me levanto de la cama y voy como loco al dormitorio. Miro y veo a mi padre echado con la cabeza hacia atrás, todo rojo, jadeando penosamente. En la puerta se agolpaba la gente con cara atemorizada; en la antesala, una voz afónica preguntó: «¿Han mandado llamar al doctor?». En el patio sacan un caballo de las cuadras, el portalón chirría; una vela de sebo arde en el suelo de la habitación, donde también se consume mi madre, sin perder, por cierto, ni el decoro ni la conciencia de su dignidad. Yo me lancé al pecho de mi padre, lo abracé, empecé a balbucear: «Papá…, papaíto…». Él yacía inmóvil y entornaba los ojos de forma un tanto extraña. Lo miré a la cara: un horror insoportable me cortó la respiración, el miedo me hizo piar como un pajarillo al que han atrapado con brusquedad; me agarraron y me arrastraron lejos de él. Todavía la víspera, como si hubiera presentido la cercanía de su muerte, me había regalado con tanto ardor y melancolía. Trajeron a un médico somnoliento y con carraspera, con un fuerte olor a vodka de apio de monte. Mi padre murió bajo su sangradera y al día siguiente yo, completamente atontado por el dolor, estaba con una vela en las manos delante de la mesa en la que yacía el difunto mientras oía sin entender el cerrado cantar del salmista, interrumpido de vez en cuando por la voz débil del sacerdote. Las lágrimas me caían continuamente por las mejillas y los labios, por el cuello y la pechera. Me ahogaba en lágrimas, miraba con insistencia, con atención miraba el rostro inmóvil de mi padre, como si esperara algo de él. Y mi madre, entretanto, se arrodillaba y besaba el suelo, se ponía en pie despacio y, santiguándose, estrechaba con fuerza los dedos contra la frente, los hombros, el estómago. En mi cabeza no había ni un solo pensamiento; estaba entumecido por completo, pero sentía que me estaba ocurriendo algo terrible… La muerte me había mirado a la cara y había reparado en mí.

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