@SrtaBebi - Diario de una chica
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SÍGUENOS EN @megustaleerebooks @megustaleer @megustaleer La niña que jugaba con cerillas Desde que nací, lo tuvimos claro. El fuego y yo nos fascinamos mutuamente. Pasaba horas y horas con una caja de cerillas, encendiéndolas una a una, observando la reacción y el humo de después, oliendo a fósforo consumido. Así que él, que había vivido muchas vidas más que yo, supo mucho antes lo que ocurriría más tarde. Y la sociedad, y las personas que la componen, se dedicaron sin saberlo (o sin importarles) a preparar la bomba que explotaría años después. El proceso de ignición comenzó muy pronto; como niña, se me negaba el acceso a muchas cosas y se me pervertía moralmente para inclinarme hacia muchas otras.
Aproximadamente a los ocho años ya habían conseguido que estuviera literalmente hasta el coño de todas sus superfluas modas de juguetes y peinados. Y como en todo proceso de combustión, si la cosa se continúa calentando, acaba comenzando a arder. Así que, a los trece, ya era el proyecto de toda una bomba de relojería. Solo podía pensar en una cosa: todas esas chicas miedosas sufriendo por todas esas gilipolleces. A partir de ese momento, el proceso fue mucho más rápido. La chica que jugaba con cerillas, o sea yo, estaba a punto de explotar, preparándose para la reacción química.
En mi cabeza rondaban continuamente todas esas chicas indecisas, observando las actitudes y gestos de los demás. Pensando en qué ponerse. Peinándose durante horas. Preparándose para que nadie pudiera llamarlas imperfectas. Esperando gustar. Sonriendo sin ganas y callando sin ningunas.
Todas esas chicas inseguras a las que les rompían el corazón. Que deseaban ser la mejor en algo, en lo que fuera, porque si no lo eran, definitivamente, eran la peor. Siguiendo modas a coste de cuerpo y personalidad. Estudiando el comportamiento ideal para gustar a cuanta más gente mejor. Todas esas chicas preocupadas y correctamente dubitativas me preguntaban, ya a los dieciséis: ¿no tienes miedo? Entonces ocurrió; como en una escena a cámara lenta moví mi boca y se produjo la explosión: «No. »No tengo miedo».
Había sucedido. La chica que jugaba con cerillas dijo «no tengo miedo» y entonces algo explotó. «Bum.» La explosión solo se escuchó dentro de mí, pero las consecuencias fueron absolutamente terribles. Todo a mi alrededor comenzó a arder a un ritmo vertiginoso: «Estás pasándote de la raya». «No te pongas eso.» «No puedes escribir eso en una redacción.» «Pero qué haces con los labios negros.» «¿Eso es una camiseta rota con la frase “tírame a la basura”?» «Por Dios, contrólate.» «Para de hacer eso.» «No hables así.» «Todo el mundo te está mirando.» «Mira con qué cara te miran.» Todas esas personas ponían la misma cara que pones cuando tocas una jodida olla ardiendo y te das cuenta de que acabas de quemarte el dedo. Os lo juraría en un juicio subida al estrado con mi camiseta rota.
Para entonces, no había marcha atrás. La chica que jugaba con cerillas se había convertido en una pirómana social. Llegó el momento en el que el fuego y yo nos miramos mutua y fijamente con cara de «bueno, qué hacemos ahora», y le dije: ¿Qué me das por este miedo de mierda con el que he crecido y que me han metido hasta las costillas, para que siempre piense que me falta algo y que nunca seré lo suficientemente guapa, lista, buena, divertida o perfecta? Su oferta me gustó. Cerramos el trato. Vendí el miedo a cambio de una autoestima que no dependiera de nadie y me dediqué a observar divertida y expectante las ganas de atreverse de los demás, apostando al momento exacto en el que explotarían ellos también. Ocurrió así.
Un incendio inesperado e imparable. El instante en el que inflamable e indomable fueron desde entonces juntos de la mano. El día en el que comencé a hacer la lista de todas las cosas a las que prender fuego. «Me niego a vivir en el mundo ordinario como una mujer ordinaria. A establecer relaciones ordinarias. Necesito el éxtasis.
Soy una neurótica. No me adaptaré a ningún mundo. Solo me adapto a mí misma.» A NAÏS N IN A todos los indomables Escándalo Me llaman obscena Aquellos que se masturban Cuando no hay nadie Me llaman obscena Los que follan Mucho o poco, los que tienen o no hijos Me llaman obscena Los que piensan «que te follen», «cómeme los cojones», «cómeme el coño» Los que lo piensan, pero no lo dicen Me llaman obscena Los que hacen el amor de mil formas Y posturas diferentes En unos lugares o en otros Los que ven porno escondidos Los que se excitan con una escena sexual en una película de sábado noche Los que tienen deseos, para ellos «inconfesables», porque son pecaminosos, pero los tienen Y los imaginan Y los disfrutan Y los mantienen Me llaman obscena Y yo, basándome en aquello que decía Henry Louis Mencken —«El puritanismo es el temor espantoso de que alguien pueda ser feliz en alguna parte»—, y haciendo alarde de mi desvergonzada personalidad, solamente alegaré, ante el tribunal estricto e hipócrita de la sociedad, que me juzga y me quiere condenar por obscenidad: Sí. Soy obscena, señorías. Soy culpable. O lo que es lo mismo Soy feliz hacia fuera.
El conjuro Arrugas, flacidez, arañas vasculares. Depilación, modas capilares, manchas, pecas, lunares. Pechos, celulitis, estrías, varices. Altura, uñas, estilismo, me tenéis hasta el coño y Feminismo. Tengo el suficiente sentido del humor como para no llorar porque tu sentido del amor no coincida con el mío y prefieras besar otras espaldas y otras piernas, y me duela lo mínimo como para olvidarme de que tengo corazón. Tengo el suficiente sentido del humor como para no hacer de esto una tragedia.
No tendrás tanta suerte como para que te siga esperando, o deje de sonreír, por el hecho de que a ti te guste jugar con dos tigresas enganchadas a los trucos de un domador sentimental como tú. Tengo demasiado sentido del humor, así que te contaré un chiste: Van dos y no se cae nadie. La del medio se ha ido, levantando su dignidad y el dedo. mmm Ojos que no ven, corazón que no lo siente. Declaración de intenciones Eres el puto césped mojado El «prohibido pisar» El suelo vetado por norma en el que me tiraría a mirar el cielo y a dejar que me manchara De verde que no se va Los pantalones. El problema El verdadero problema no son sus aficiones El verdadero problema no es su orientación sexual El verdadero problema no es su vestimenta El verdadero problema no son sus tatuajes El verdadero problema no es su religión El verdadero problema no es su color El verdadero problema no es su género El verdadero problema no es su condición El verdadero problema es que crees que tus opiniones hacen de los demás lo que tú opinas de ellos Que los demás son libres Y que no puedes solucionar algo que no necesita solución Jódete El «no» Te dolerá, hasta que tus manos crean que te sujetan muerto con los dedos.
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