Al cumplir los treinta, Jessa Crispin tomó una decisión drástica que ha marcado su vida desde entonces: cargaría solo con un par de maletas y abandonaría Chicago, la ciudad en la que había vivido hasta entonces, sin ningún plan a la vista más allá que el de viajar. Primero se instaló en Berlín, donde pasó un tiempo tratando de conocerse a sí misma —esto es, sometiendo a un intenso escrutinio su verdadera identidad, sus prioridades en la vida, la idea cambiante que tenía del mundo y el lugar que ocupaba en él— y a partir de esta expedición, las lecturas acumuladas y los sucesos acelerados de una nueva vida en la carretera decidió escribir El complot de las damas muertas, un libro singular que trata sobre el exilio, sobre rehacer la vida lejos de los orígenes y de las raíces. Este es el recuento de su propia fuga vital —que comenzó en Berlín, pero que le ha estado llevando durante algo menos de una década por diferentes ciudades de Europa, y que todavía no ha concluido—, y también el de otros escritores que, como ella, tuvieron que decidir cuestiones tan importantes como cuándo huir de casa y cómo empezar de cero en un nuevo escenario.
Así, mientras seguimos el viaje de Crispin por Europa, ella a la vez nos lleva a conocer los lugares en que se refugiaron otros eminentes exiliados, como el Trieste de Nora Barnacle y James Joyce, el Londres de Jean Rhys, el Berlín en que transcurrieron los años más duros de la vida de William James o la Suiza que hospedó a Igor Stravinsky durante la Primera Guerra Mundial. Crispin entremezcla biografía, un análisis literario incisivo y sus propias experiencias para urdir una reflexión sobre las complicadas interacciones entre los lugares, las personalidades y la sociedad, un marco inhóspito para mucha gente, pero que abre oportunidades para quienes necesitan escapar y reinventarse en otro lugar. Al final, de lo que trata este libro es de la suprema cuestión relativa a la libertad individual: ¿cómo decidimos vivir nuestras vidas, y bajo qué circunstancias lo hacemos?
Jessa Crispin
El complot de las damas muertas
Título original: The Dead Ladies Project: Exiles, Expats, and Ex-Countries
Jessa Crispin, 2015
Traducción: Elvira Herrera Fontalba, 2018
Revisión: 1.0
Autor
JESSA CRISPIN es la editora y fundadora de las revistas Bookslut y Spolia. Ha escrito artículos para The New York Times, The Guardian, The Washington Post, Los Angeles Review of Books y Architect Magazine, entre otras publicaciones, y es autora del ensayo Por qué no soy feminista: Un manifiesto feminista (Ediciones del Lince, 2017). Ha vivido en Kansas, Texas, Irlanda, Chicago y Berlín, entre muchos otros lugares a los que la ha llevado el improvisado viaje que relata en El complot de las damas muertas.
Notas
[1] Literalmente, «cebo de enlaces», el link bait es una estrategia usada por las páginas web con la que traían de conseguir que los usuarios añadan enlaces a ellas desde sus páginas personales.
[2] Se indican entre paréntesis las traducciones al castellano más accesibles. (Nota de la editora).
PRÓLOGO / CHICAGO
Hay dos polis de Chicago en mi cocina.
Están aquí para llevárseme, y yo intento disuadirlos. Sin embargo, no sé si estoy haciéndolo muy bien, ya que es difícil elaborar un argumento lógico cuando mi objetivo principal es moverme lentamente hasta quedarme entre los polis y los fogones para impedir que los vean. De algún modo me da más vergüenza la olla de macarrones con queso de bolsa barato, ese polvo naranja asqueroso, que el motivo por el que están aquí.
La razón de su presencia es que proferí algunas amenazas contra mi vida mientras hablaba por teléfono con una amiga. Después parece que me eché atrás. No es que no fueran verdad, pues me sentía sucia y aterrorizada, sino simplemente que pronunciarlas en voz alta no era parte del plan y pensé que podría evitar las consecuencias de la confesión apagando el móvil. Cuando mi amiga no consiguió contactar conmigo de nuevo, llamó a mi hermana, y esta llamó a la policía. La policía vino para llevarme a urgencias. A continuación los médicos de urgencias me encerrarían en el psiquiátrico para tenerme en observación.
Y lo cierto es que yo tenía un plan. El cerebro suicida solo hace una cosa bien, que consiste en construir elaborados planes para acabar consigo mismo. Mi plan incluía no contarle a nadie que había un problema, de modo que no interfirieran. Ahora que lo habían hecho, debía tenerles en cuenta en mi decisión. Ese lapsus inoportuno me está complicando mucho las cosas.
Intento explicarles a los polis que si apagué el teléfono no fue para beberme un litro de lejía sino porque necesitaba llorar delante del cuadro de George Iness en el Instituto de Arte, ese donde el oscurecido mundo se disuelve en una niebla naranja y amarilla. A ver, hice la cena, ¿no? Si mi intención fuera acabar con todo, ¿me tomaría la molestia de hacer la cena? Pero sabía que si descubrían lo que había preparado de cenar, se darían cuenta de que me había dado por vencida.
Quizá me fuera bien pasar unos días en el hospital, podría descansar y dejar que otra gente me cuidara; Dios mío, sí, estoy cansadísima. Pero veo las consecuencias del tratamiento con demasiada claridad: la factura del hospital aumentaría mis deudas, y tendría que pasar un año desenganchándome lentamente de los medicamentos. Por no hablar de la pesadilla recurrente en la que me encuentro encerrada e intento inútilmente convencer a las autoridades de que no debo estar allí, de que ha habido algún tipo de error. Una cosa tenía clara: que necesitaba una razón para vivir, un plan, y que tenía que venir de mí. No podía esperar que los demás me ayudaran a encontrar una nueva estabilidad o a aceptar mi situación. Y era mi situación la que estaba matándome, no me cabía ninguna duda.
Así es como lo sé: independientemente de la seguridad con que construía mi pequeña y firme estructura —ahorrando dinero y mejorando mi currículum lentamente, saliendo con hombres importantes con el ojo puesto en el matrimonio, adquiriendo una vida social variada y estimulante— el pensamiento «me quiero ir a casa» empezaba a roerlo todo. ¿Acaso esta no es mi casa? ¿Realmente es esta mi vida o alguien la eligió por mí? ¿Realmente soy yo esto que me rodea? Las preguntas asediaban mi existencia hasta que la estructura se hundía en la desesperación una y otra vez. Cada dos años volvía a estar en este mismo punto, reconstruyendo mi triste y pequeño castillo de arena exactamente de la misma forma, sorprendida cada vez que la ola lo destruía. Pero no sabía qué otra cosa hacer.
No podía explicar esto a la policía, así que en su lugar les dije que iba a venir una amiga a casa (mentira) para quedarse conmigo hasta que me recuperara, les anuncié que llamaría al médico para pedir una cita (mentira), les conté que simplemente me había sentido desbordada, pero que estaba mejor. Mostré una serena firmeza, estabilidad y cordura, hasta que salieron de mi cocina y se largaron.
Quizá el impulso suicida era auténtico. Pero no necesitaba destruir mi vida física, sino lo que estaba haciendo con ella.
Me hacía falta consejo, pero no tenía a nadie a quien recurrir, y menos en relación con ese asunto. El hecho de que hubiera utilizado las vidas de mis amigos casados, con trabajo y con seguros, como indicadores de dónde debería estar la mía, había contribuido a mi lamentable estado. También tendría que acabar con eso.