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Domingo Faustino Sarmiento - Recuerdos de provincia

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Domingo Faustino Sarmiento Recuerdos de provincia

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XVII. CHILE

En 19 de Noviembre de 1840, al pasar desterrado por los baños de Zonda, con la mano y el brazo que habían llenado de cardenales el día anterior, escribí bajo un escudo de armas de la República: On ne tue point les idées”.

Los que han recibido una educación ordenada, asistido a las aulas, rendido exámenes, sentídose fuertes por la adquisición de diplomas de capacidad, no pueden juzgar de las emociones de novedad, de pavor, de esperanza y de miedo que me agitaban al lanzar mi primer escrito en la prensa de Chile. Si me hubiese preguntado a mí mismo entonces si sabía algo de política, de literatura, de economía y de crítica, habríame respondido francamente que no, y como el caminante solitario que se acerca a una grande ciudad ve solo de lejos las cúpulas, pináculos y torres de los edificios excelsos, yo no veía público ante mí, sino nombres como el de Bello, Oro, Olañeta y por cortesanía tuve yo que asentir al fin en que el artículo era irreprochable de estilo, castizo en el lenguaje, brillante de imágenes, nutrido de ideas sanas revestidas con el barniz suave del sentimiento. Esta es una de las veces que me he dejado batir por Minvielle. El éxito fue completo y mi dicha inefable, igual solo a la de aquellos escritores franceses, que desde la desmantelada buhardilla del quinto piso, arrojan un libro a la calle y recogen en cambio un nombre en el mundo literario y una fortuna. Si la situación no era igual, las emociones fueron las mismas. Yo era escritor por aclamación de Bello, Egaña, Olañeta, Orjera, Minvielle, jueces considerados competentes. ¡Cuántas vocaciones erradas había ensayado antes de encontrar aquella que tenía afinidad química, diré así, con mi existencia!

En 1841, se batían como hoy los partidos chilenos en vísperas de las elecciones; como hoy y con más razón se presentaba al Gobierno como un tirano; como el único obstáculo para el progreso del país. Yo salía de aquel infierno de la República Argentina; frescas estaban aún las amorataduras que el despotismo me había hecho al echarme garra. Con mi educación libre, con mis treinta años llenos de virilidad, las ideas liberales debían ser un hechizo, cualquiera que fuere el que las pronunciara. El partido pipiolo me envió una comisión para inducirme a que tomase en la prensa la defensa de sus intereses; y para asegurar el éxito, el General Las Heras fue también intermediario. Pedí ocho días para responder y en esos ocho días estudié mucho, estudié a ojo de pájaro los partidos de Chile y saqué en limpio una verdad que confirmaron las elecciones de 1842, a saber, que el antiguo partido pipiolo no tenía elementos de triunfo, que era una tradición y no un hecho; que entre su pasada existencia y el momento presente, mediaba una generación para representar los nuevos intereses del país. Pasados los ocho días reuní a varios argentinos cuya opinión respetaba, entre ellos a Oro, y haciéndoles larga exposición de mi manera de mirar la cuestión, les pedí su parecer. En cuanto a mi carácter de argentino había otras consideraciones de más peso que tener presentes. Estábamos acusados por el tirano de nuestra Patria de perturbadores, sediciosos y anarquistas y en Chile podían tomarnos por tales, viéndonos en oposición siempre a los gobiernos. Necesitábamos, por el contrario, probar a la América, que no era utopías lo que nos hacía sufrir la persecución y que dada la imperfección de los gobiernos americanos, estábamos dispuestos a aceptarlos como hechos, con ánimo decidido, yo al menos, de inyectarles ideas de progreso; últimamente, que estando para decidirse por las elecciones el rumbo que tomaría la política de Chile, sería fatal para nuestra causa habernos concitado la animadversión del partido que gobernaba en aquel momento si triunfaba, como era mi convicción íntima que debía suceder. Oro, que había sido encarcelado y perseguido por ese gobierno, fue el primero en tomar la palabra y aprobar mi resolución; y así apoyado en el asentimiento de mis compatriotas, me negué a la solicitud de los liberales chilenos.

Entonces podía acercarme a los amigos del Gobierno, a quienes estaba encargado de introducirme aquel Don Rafael Minvielle, que acertó a encontrarme en un cuarto desmantelado, debajo del Portal, con una silla y dos cajones vacíos que me servían de cama. Fui, pues, introducido a la presencia de Don Manuel Montt, Vallejo y tantos jóvenes chilenos que en el Semanario estampaban este concepto exclusivo: “Todos los Redactores somos chilenos y lo repetimos, no nos mueven otros alicientes que el crédito y la prosperidad de la patria”. Ellos dirán hoy, si todos ellos han hecho en la prensa más por la prosperidad de esa Patria, que el solo extranjero a quien se imaginaban excluir del derecho de emitir sus ideas, sin otro aliciente tampoco que el amor del bien.

Un punto discutimos larga y porfiadamente con el Ministro y era la guerra a Rosas que yo me proponía hacer concluyendo en una transacción que satisfacía por el momento los intereses de ambas partes y me dejaba expedito el camino para educar la opinión del Gobierno mismo y hacerle aceptar la libertad de imprenta lisa y llanamente, como después ha sucedido.

Lo que hice en la prensa política de Chile entonces, los principios e ideas con que sostuve al Gobierno, tuvieron la aceptación de los hombres mismos a quienes ayudaba a vencer y fueron formulados por el viejo Infante, Juez intachable de parcialidad al Gobierno. Hablando el Valdiviano Federal de un periódico de la época decía: “Entre la multitud de periódicos, que desde los principios de la República se han dado a luz, difícilmente habrá habido alguno que haya emitido opiniones más peligrosas a la causa de la libertad: en este concepto haremos desde nuestro siguiente número ligeras observaciones sobre algunas de sus páginas; no obstante que poco habrá que añadir a la sabia y filantrópica impugnación del Mercurio, en varios puntos cardinales que sostienen”. Reivindico para mí aquella gloria del Mercurio de haber impugnado al lado del Gobierno las ideas peligrosas a la libertad. No me envanece menos el haber merecido entonces la adhesión del patriota Salas, que se hacía llevar el Mercurio al lecho en que estaba muriendo y se inquiría con interés de lo que me tocaba, sin conocerme, pues me negué a visitarlo por una falta de cortesanía que no me perdono hasta hoy; creyéndolo, por ignorar sus bellos antecedentes, algún poderoso que se ahorraba la molestia de buscarme.

Para tomar el hilo de los hechos, volveré a Don Manuel Montt, mi arrimo entonces, mi amigo hoy. Su nombre es uno de los pocos que de Chile hayan salido al exterior con aceptación y generalizándose en el país, suscitando impresiones diversas de afecto o de encono como hombre público, sin tacha del carácter personal que todos tienen por circunspecto, moral, grave, enérgico y bien intencionado. Su encuentro en el camino de mi vida ha sido para mí una nueva faz dada a mi existencia; y si ella hubiese de arribar a un término noble, deberíalo a su apoyo prestado oportunamente. Algunas afinidades de carácter han debido cimentar nuestras simpatías, confirmadas por diferencias esenciales de espíritu, que han hecho servir el suyo de peso opuesto a la impaciencia de mis propósitos, no sin que alguna vez haya yo quizá estimulado y ensanchado la acción de su voluntad en la adopción de mejoras. El aspecto grave de este hombre, de quien hay persona que cree que no se ha reído nunca, está dulcificado por maneras fáciles, que seducen y tranquilizan al que se acerca, encontrándolo más tratable que lo que se había imaginado. Habla poco y cuando lo hace se expresa en términos que muestran una clara percepción de las ideas que emite. Es tolerante, más allá de donde lo deja sospechar a sus adversarios, y yo tendría más encogimiento de dar rienda suelta a la imaginación delante de un poeta o un proyectista destornillado, que delante de Don Manuel Montt, que oye sin sorpresa mis novelas, con gusto muchas veces, tocándolas con la vara de su sentido práctico, para hacerlas evaporarse con una palabra cuando las ve mecerse en el aire. Tiene una cualidad rara, y es que se educa; el tiempo, las nuevas ideas, los hechos no se azotan en vano sobre su sien, sin dejar vestigios de su pasaje. Don Manuel Montt pretende no saber nada, lo que permite a los que le hablan exponer sin rebozo su sentir y poder contradecirlo sin que su amor propio salga a la parada, a diferencia en esto de la generalidad de los hombres con poder y con talento, que se aferran a su propia idea, negando hasta la existencia a las adversas; y un Ministro letrado o un orador que no sea pedante es una rara bendición en estos tiempos, en que cada hombre público está haciendo la apoteosis de su fama literaria en decretos y discursos. Durante muchos años nos hemos entendido por signos, por miradas de inteligencia, sin que hayan mediado explicaciones sobre puntos capitalísimos, de los que yo tocaba en la prensa. Nunca me habló de mis rencillas literarias y cuando más por Don Ramón Vial llegaba a mis oídos alguna palabra que me dejaba sospechar que sentía que me extraviase. Si me oía elogiar por otros, guardaba silencio; si me vituperaban con injusticia, buscando su asentimiento, les entregaba a examinar su semblante, impasible, frío, tabla rasa y los desconcertaba. Una vez que me tiranizaba la opinión por lo de

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