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Antoine de Saint-Exupéry - Cartas de juventud (1923-1931)

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Antoine de Saint-Exupéry Cartas de juventud (1923-1931)

Cartas de juventud (1923-1931): resumen, descripción y anotación

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Estas cartas recogen un aspecto inédito de Saint-Exupery. Contienen multitud de facetas: filosóficas, humorísticas, sentimentales… que completan y enriquecen la imagen del gran autor, al tiempo que forman un documento literario del mayor interés, de intenso contenido poético y gran fuerza expresiva, como nos tiene acostumbrados el autor.

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Cartas de juventud (1923-1931) — leer online gratis el libro completo

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Luz

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I

(Carta sin fecha, probablemente del otoño de 1921).

«Rinette

Soy realmente de una distracción imperdonable, puesto que sigo llevando conmigo tu cuento, pero debo a mi olvido la foto de un rincón encantador de modo que no lo lamento.

Quise telefonearte el domingo para excusarme, pero no estabas y me enteré por Madame de Saussine del dolor que estáis pasando. Rinette sólo sé decirte mi vieja amistad y cómo estoy a tu lado de corazón.

Ayer asistí al triunfo del bello Eusebio. Ante una sala atestada explicaba cómo se escalan montañas más puntiagudas que campanarios. Exponía, con negligencia, su heroísmo, y las ancianas damas se estremecían. La narración era buena, pero las descripciones, Rinette… Eusebio prestaba a las “cumbres sublimes”, al cielo, a la aurora, a la puesta del sol, colores almibarados y de caramelo barato. Las agujas eran rosas, los horizontes lechosos y las rocas doradas por los primeros fuegos del sol. El paisaje parecía comestible. Mientras le escuchaba pensaba en la sobriedad de tu cuento. Hay que trabajar, Rinette, Desbastar claramente el elemento particular de cada cosa, aquello que le da vida propia. En Eusebio, los objetos se convierten en abstracciones. Son “la Cumbre, la Puesta de Sol, la Aurora”. Algo que parece salido del almacén de accesorios. Cuanto más los describe, más impersonales resultan.

Es el método lo malo, o acaso es que falta la visión. No es preciso aprender a escribir sino a ver. Escribir es una consecuencia. Eusebio toma un objeto y se empeña en embellecerlo. Los epítetos son capas de pintura, lejos de desbastar lo esencial, agrega adornos arbitrarios. Refiriéndose a una aguja, hablará de Dios, del color malva y de las águilas. Así el oyente se siente sucesivamente engrandecido, enternecido y aterrorizado. Es truco. Hay que preguntarse. “¿Cómo voy a trasladar esta impresión?”. Y los objetos nacen de su reacción en ti, son descritos profundamente. Sólo así se evita caer en un puro juego.

Te hablo de Eusebio porque sus defectos realzan por contraste las cualidades que tú posees y que debes cultivar. Parte siempre de una impresión. Es imposible que sea trivial. Así habrá un lazo íntimo en tu narración, y no estará compuesta de trocitos descritos. Observa cómo los monólogos más incoherentes de Dostoievski dan una impresión de necesidad, de lógica, son sostenidos. El lazo es interno. En cambio, en otros autores, muchos personajes cuya psicología podría ponerse entre corchetes, resultan arbitrarios en sus discursos y en sus actos, a pesar de una lógica externa. Son construcciones falsas, como las montañas de Eusebio. No se puede crear a un tipo vivo atribuyéndole cualidades y defectos y deduciendo de todo ello la novela, sino expresando impresiones experimentadas. Una emoción, aunque sea sencilla como la alegría, es demasiado compleja para ser inventada, si no quieres conformarte con decir de tu personaje que “estaba contento”, lo cual no expresa nada, no es individual. La alegría de uno no se parece a la alegría de otro. Y es precisamente esta diferencia, la vida propia de esta alegría lo que hay que expresar. Pero tampoco hay que ser pedante y pretender explicar esta alegría. Hay que expresarla por sus consecuencias, por las reacciones del Individuo. Y entonces ni siquiera tendrás necesidad de decir “estaba contento”, esta alegría nacerá espontáneamente con su individualidad como la alegría que sientes tú y a la que ninguna palabra se adapta exactamente. Si descubres que la palabra alegría basta para expresar la de tu protagonista, señal de que éste es falso, de que no tienes nada que decir.

Tengo la impresión de que estoy haciendo el ridículo y me detengo. En el cafetucho donde te escribo una pianola fabrica una melodía sentimental. La cajera cabecea de derecha a izquierda. El dueño, que ya no tiene deseos, bosteza. El mozo tose y da vueltas a mi alrededor porque soy el último cliente y tiene sueño… Es melancólico. Siento que estoy de más y me voy.

No te he dado las gracias Rinette por haberme tocado el otro día esas páginas de Bach. No soy muy ducho en el arte de dar las gracias, pero me proporcionaste un gran placer.

El mozo, Rinette, se ha plantado frente a mí y agita la servilleta como una escoba.

Adiós pues, Rinette.

Antoine»

II

Dompierre-sur-Besbre

«Rinette, perdona el papel del minúsculo café desde el cual te escribo. Es un mesón de los viejos tiempos, en donde me he refugiado a causa de una tormenta de nieve tan densa que ya no sabía por dónde iba.

Parecía un peregrino, con mi hermosa capa blanca. ¡Qué curiosos son esos pueblecitos por los que circulo! Un amigo fue a verme con su coche a Montlu9on y hemos hecho el viaje juntos. Llegamos aquí ayer a las nueve de la noche, y en seguida nos dijeron que los jóvenes del lugar daban una gran fiesta en la Alcaldía. Y asistimos a ella. Así penetramos de improviso en la intimidad de Dompierre-sur-Besbre. Apretujados entre una tendera y el farmacéutico nos enteramos en cinco minutos del nombre del tenor, de los escándalos de la hija del teniente de alcalde, y del acento del lugar. Qué confianza. Nos estremecimos en aquel ambiente a cada cancioncilla patriótica. Un viejo lote de sentimientos que había que ir a buscar allá, intactos con su vocabulario pasado de moda y encantador. “Los germanos”, “los guerreros bárbaros”, “el emperador felón”. Una visita al anticuario, en donde nos enternecemos al descubrir las joyas rococós de nuestras abuelas.

¡Una charanga, Rinette, con todos los instrumentos de metal! Colegiales granujientos soplaban en ellos. En los fortísimos uno temía por sus mejillas.

Una avería eléctrica, velas, risas ahogadas, conversaciones entre los actores desde el escenario y sus parientes en la sala. “¡Ah! ¡Eres tú, Marcel! —Sí, …¡se me cae la barba!”. Pero sus parientes se la pegan de nuevo. Y nuestras confidencias cambiadas, Rinette, con la tendera y el farmacéutico…

A medianoche abandonamos el pueblo, Rinette, dichosos de haber sorprendido a Dompierre a traición. De no haber entrado por la estación, el hotel del león de oro y la sonrisa de un gerente inmigrado,

Acompañé a mi amigo hasta Roanne, puesto que es miope y por la noche todos los reflejos de la carretera le parecen rebaños. Lo he llevado a toda marcha a través de los pueblecitos dormidos. Casitas bajas, amontonadas, apegujadas. Y luego Roanne; qué llegada tan lúgubre. Ante todo, una fábrica inmensa en el horizonte, grandes ventanales geométricos duramente iluminados. Luego otra fábrica, y otra más. Llovía, eran las dos de la madrugada y no se veía más que estas fábricas y los charcos metálicos de agua ante los faros. Luego arrabales iluminados a gas cada cien metros. Una hilera interminable de casas cuadradas. De vez en cuando una tienda roñosa vélos. Ni un viandante. Finalmente enfrente de la estación un hotel al que voy a dormir en espera del tren que me llevará al principado de Dompierre-sur-Besbre Roanne…, este nombre tiene la consonancia alegre y acogedora que le corresponde.

Ya no nieva. El cielo se aclara. ¿Gracias a ti? Mañana vuelvo a Montlu5on. La ciudad se reduce a un bulevar (bulevar de Courtais) adonde se va como al Bois, a las cinco de la tarde. Innumerables midinettes vuelven a sus hogares, lentamente, flanqueadas por ciclistas con jersey de cuello alto, que son los gigolos del lugar.

El sábado pasado, habiéndonos enterado de la existencia de un dancing en Montluçon fuimos allá. Un dancing de Montluçon había de ser algo digno de verse… ¡Ay! Ni barman, ni cócteles, ni jazz. Un baile de subprefectura, en el que se valsaba bajo la mirada severa de las mamás. Unos se preguntaban a otros: “¿Y su esposa? ¿Y su hijita, qué tal?”. Las “esposas” formaban el cuadro alrededor de la sala. La vieja guardia. Rumiaban apaciblemente. Las “jovencitas”, en rosa o azul celeste, daban vueltas en brazos de los ciclistas, en el centro. Las madres tenían el aspecto de un jurado. Los ciclistas ostentaban

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