«Manía referencial.» En aquellos casos tan poco frecuentes, el paciente se imagina que todo lo que ocurre a su alrededor constituye una referencia velada a su personalidad y a su existencia. Excluye de su conspiración a las personas de carne y hue so, porque se considera mucho más inteligente que el resto de los hombres. La naturaleza fenoménica oscurece su paso allá por donde quiera que vaya. Las nubes del cielo que le observan en todo mo mento transmiten, por medio de una serie de sig nos lentos, mensajes con información increíblemente detallada concerniente a su persona. Cuando cae la noche, los árboles que gesticulan en la oscuri dad discuten sus pensamientos más íntimos, por medio de un lenguaje manual (...). No puede ba jar la guardia y debe dedicar cada minuto y cada mó dulo de su vida a descifrar las ondas de las cosas.
Desde el umbral escucho sus gritos y sus teléfonos móviles, las risas, el chirrido de las sillas, la bola de papel que golpea la moldura de la puerta a pocos centímetros de mí. Es como si no existiera, como si en vez de su nuevo profesor de Historia del Arte fuera un ectoplasma, una presencia meramente testifical. Así que miro al suelo y carraspeo. Observo la punta de mis zapatos negros —acharolados, nuevos— y solo entonces caigo en la cuenta de que hace veintitrés años, veintitrés exactos, también Elena y yo estudiamos aquí, en esta misma aula de la segunda planta. Entonces no existían los iPhone, claro, ni los chinos copaban las primeras filas, pero en lo esencial, en lo verdaderamente importante, estos chicos y nosotros representamos lo mismo. Acaso el único que ha cambiado soy yo. No solo porque soy el profesor, y entonces no lo era, sino por este aspecto «solemne, no demasiado académico» que, según Elena, me dan los zapatos italianos y los progresivos de montura negra. Me cuesta ver en ella a una de estas chicas, imaginarla subida al poyete de la ventana con uno de esos pantaloncitos desflecados que apenas esconden el arco de la nalga, pero sé que mi mujer, hace años, también era otra. Los pupitres de haya renegrida son los de entonces, las marcas, los remaches de plomo que sostienen el bastidor, incluso si pudiera agacharme comprobaría que siguen allí los chicles fosilizados, los pegotes duros y casi negros de siempre. El pupitre de la tercera fila, que entonces ocupaba yo, lo ocupa ahora un chico larguirucho de ojos saltones y aspecto vagamente neurótico. Nadie se recuerda a sí mismo. Pero si tuviera que hacerlo, si alguien me preguntara por el que era yo entonces, me describiría describiéndole a él: alguien ensimismado y al margen, con una camiseta de algodón azul en la que puede leerse LEIBNIZ TURNS ME ON . Por un segundo fan taseo con la sensación de que ese chico y yo somos el mismo, no de que nos parecemos, sino de que, como en ese conocidísimo relato de Borges, somos la misma persona al principio y al final de un túnel de veintitrés años. Hablaríamos de los viejos tiempos, supongo, de La Fornarina y del año en que Vicente Kelner, nuestro profesor de entonces, nos inoculó el veneno de querer ser esto que somos, lo que a él le espera en definitiva. Recuerdo que también él solía detenerse ante esta puerta y que su presencia aquí, tutelar y casi fantasmagórica, nos amedrentaba y hacía enmudecer. Y así, como una réplica exacta de entonces, ocurre también hoy. El silencio empieza a contagiarse desde los primeros bancos hacia atrás, unos codean a los otros y los corrillos van deshaciéndose, la chica de los leggings ocupa su lugar y el vocerío es sustituido por un murmullo residual. Me pregunto si también Kelner se sentía así, si cuando le veíamos en la puerta, altanero y como malhumorado, pensaba lo que yo pienso, es decir, que era un impostor, una especie de comediante que huía hacia la oscuridad sin mirar atrás.
Por fin se hace el silencio.
Cuando voy a entrar, una estudiante viene por detrás y, dado que ocupo la mayor parte del espacio disponible para pasar, me da un empujón en el hombro.
Algo leve, deliberado.
Su pecho roza contra mi espalda.
Más que rozar, se aplasta.
Risas.
«Una manzana», pienso.
—Perdón —dice ella.
Y cuando reparo en la chica veo que lleva una cami seta negra de tirantes y un brillante en la nariz, y que es un calco, como también lo era Elena, de Helga Testorf. Helga es la enfermera alemana que aparece en los últi mos cuadros de Andrew Wyeth. Su mirada, grosera y con ese punto homicida, tenía un deje inquietante, pero lo que más me incomoda de esta chica no es su mirada, que tam bién, sino el lugar donde me coloca: ese desprecio con que unas generaciones, las más jóvenes, reprochan a las anteriores su falta de talento. Pero no, me digo, ni ella es Helga Testorf, ni se parece a Elena, ni ese muchacho de la tercera fila junto al que acaba de sentarse soy yo. Sin duda es solo algún tipo de sugestión que ahora no puedo explicar.
Y ya está.
Cierra los ojos.
Ciérralos.
Tú eres tú.
Y Elena es Elena.
Y Kelner —lo sabes, todo el mundo lo sabe— solo era un profesor nefasto.
Mediocre, etcétera.
¿Qué quieres decir?
Lo sabes bien.
Claro que lo sabes.
A ti mentir siempre te ha parecido una forma de decir la verdad, parte de la verdad al menos, un mecanismo contingente.
Kelner solo será un viejo cascarrabias.
Tendrá..., ¿cuántos?
Ochenta, noventa...
Se habrá volado la tapa de los sesos.
¿Qué insinúas?
Que los tipos como él se pasan la vida anunciando un final como ese.
Se cuelgan de una viga.
Se tiran desde un paso elevado.