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Oriana Fallaci - Si el sol muere

Aquí puedes leer online Oriana Fallaci - Si el sol muere texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 1965, Género: Niños. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Oriana Fallaci Si el sol muere
  • Libro:
    Si el sol muere
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  • Año:
    1965
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Si el sol muere: resumen, descripción y anotación

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“Tal vez el más extraordinario, el más honesto, el más preciso, y por último, el más conmovedor libro de entre los muchos que se han escrito acerca de la aventura del hombre en el espacio”. Fue el comentario autorizado del “New Yorker” a la edición americana de Si el Sol Muere de Oriana Fallaci, publicado en Italia por Rizzoli en 1965 y luego traducido en once países. En la década de los sesenta, Fallaci, que era ya una escritora de renombre y enviada de “L’Europeo”, pasa largas temporadas en Estados Unidos entre los astronautas y los investigadores de Cabo Kennedy. Los observa, los examina, los interroga. El resultado es el diario de una mujer que vive su tiempo afrontando con curiosidad y entusiasmo los descubrimientos de la ciencia y la tecnología, pero ve la empresa espacial con miedo y muchas dudas. El relato toma, en parte, la forma de un diálogo imaginario con su padre. Con él, Oriana discute argumentativamente, consciente de la distancia que los separa: el anciano, el padre, que se aferra a la autenticidad de las cosas, los árboles y la tierra que han alimentado a generaciones. Y la hija, que lleva a cabo su investigación en el “nuevo mundo”, se pregunta a precio de qué felicidad o desdicha el individuo conquistará la Luna y los otros planetas. “Si el Sol muere,” le había dicho Ray Bradbury en un memorable encuentro “nuestra raza muere con el Sol… y muere Homero, y muere Michelangelo, y muere Galileo. Salvémoslos, por tanto, salvémonos”. Tras su apasionante viaje, “llena de desesperado optimismo”, Fallaci se confía al futuro. “Cueste lo que cueste… viviremos allí arriba”.

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“Tal vez el más extraordinario, el más honesto, el más preciso, y por último, el más conmovedor libro de entre los muchos que se han escrito acerca de la aventura del hombre en el espacio”. Fue el comentario autorizado del “New Yorker” a la edición americana de Si el Sol Muere de Oriana Fallaci, publicado en Italia por Rizzoli en 1965 y luego traducido en once países. En la década de los sesenta, Fallaci, que era ya una escritora de renombre y enviada de “L’Europeo”, pasa largas temporadas en Estados Unidos entre los astronautas y los investigadores de Cabo Kennedy. Los observa, los examina, los interroga. El resultado es el diario de una mujer que vive su tiempo afrontando con curiosidad y entusiasmo los descubrimientos de la ciencia y la tecnología, pero ve la empresa espacial con miedo y muchas dudas. El relato toma, en parte, la forma de un diálogo imaginario con su padre. Con él, Oriana discute argumentativamente, consciente de la distancia que los separa: el anciano, el padre, que se aferra a la autenticidad de las cosas, los árboles y la tierra que han alimentado a generaciones. Y la hija, que lleva a cabo su investigación en el “nuevo mundo”, se pregunta a precio de qué felicidad o desdicha el individuo conquistará la Luna y los otros planetas. “Si el Sol muere,” le había dicho Ray Bradbury en un memorable encuentro “nuestra raza muere con el Sol… y muere Homero, y muere Michelangelo, y muere Galileo. Salvémoslos, por tanto, salvémonos”. Tras su apasionante viaje, “llena de desesperado optimismo”, Fallaci se confía al futuro. “Cueste lo que cueste… viviremos allí arriba”.

ORIANA FALLACI

SI EL SOL MUERE

dima ediciones, s. a.

Título de la obra original “SE IL SOLE MUORE”

Versión española de PRUDENCIO COMAS y J. A. AGUILAR

© Copyright 1965 by RIZZOLI EDITORE, Milano

© Copyright 1966 de la edición española por DIMA EDICIONES, S. A. Barcelona

A mi padre que no quiere ir a la Luna porque en la Luna no hay flores ni peces ni pájaros.

A Teodoro Freeman que murió asesinado por una oca mientras volaba para ir a la Luna.

A mis amigos astronautas que quieren ir a la Luna porque el Sol podría morir.

P RIMERA P ARTE
C APÍTULO I

La piedra no se veía, tan abundante y espesa era la hierba: tropecé y caí supina, paralela a la calle. Nadie vino en mi ayuda. Además, ¿quién? Nadie caminaba por aquella calle y quizá por ninguna calle de la ciudad. Nadie excepto yo. Nadie existía, nadie con dos pies y dos piernas, un cuerpo sobre las dos piernas, una cabeza sobre el cuerpo: solamente existían automóviles que se deslizaban engrasados, ordenados, siempre a la misma velocidad, a la misma distancia, y sin un hombre dentro, sin una mujer. Se sentaban figuras humanas al volante, de acuerdo: pero tan quietas, tan compuestas, que indudablemente no se trataba de hombres, de mujeres, se trataba de autómatas, de robots. ¿La tecnología moderna no está quizá capacitada para fabricar robots idénticos a nosotros? ¿La primera ley de los robots no es quizá «recuerda que no debes interferir las acciones de los humanos a menos que los humanos soliciten tu intervención»? ¿Solicitaba yo quizá una intervención cualquiera? Al contrario. Tendida en el prado a lo largo de la calle, con las mejillas inflamadas de vergüenza, deseaba únicamente que no se me viese, que no se riesen de mí. Y los robots obedecían: se deslizaban engrasados, ordenados, siempre a la misma velocidad, a la misma distancia, sin preguntar siquiera a su calculador electrónico si la mujer que había a pocos pasos estaba muerta o viva y, si estaba viva, por qué no se levantaba. No me levantaba porque había notado algo absurdo, atroz: aquella hierba no olía a hierba.

Metí la nariz en ella, aspiré. No, no olía a hierba, no olía a nada. Cogí entre el pulgar y el índice una brizna, tiré. No, no se arrancaba, ni siquiera se rompía. Hurgué con la uña más abajo, busqué un granito de tierra. No, no se podía aferrar siquiera un granito de tierra: qué extraño. Y sin embargo era tierra, tenía color de tierra, consistencia de tierra. Y la hierba plantada allí dentro era hierba, tenía color de hierba, consistencia de hierba, hierba mórbida, fresca, regada incluso mediante un ingenioso sistema de aspersión para que estuviese verde, para que creciese. Dios mío, no estaba delirando, soñando, aquel prado era un prado, sí, indudablemente era un prado… ¿Era un prado? De nuevo metí la nariz, aspiré. De nuevo cogí con el pulgar y el índice una brizna, tiré. De nuevo hurgué con la uña abajo, busqué un granito de tierra y, casi como una cuchillada en el cerebro, la sospecha se convirtió en certeza. Era un prado de plástico. Sí, de plástico. Y todos los prados que había visto durante aquellos días, los prados a lo largo de las avenidas, los prados a lo largo de las autopistas, los prados de delante de las casas, de las iglesias, de las escuelas, los prados cuidados por los jardineros, regados, tratados como prados vivos, prados de verdad, prados que nacen y mueren, eran de plástico. Un inmenso sudario de plástico, de hierba nunca nacida y nunca muerta, una burla.

Como picada por mil avispas me levanté, entré corriendo en el hotel, abrí de par en par la puerta de mi apartamento y casi caí sobre la planta de cactus que adornaba la estancia. Era un gran cactus: verde, jugoso, lleno de pinchos y con una flor arriba. Probé primero con la flor, la doblé, la contorsioné: quedó intacta. Pasé un dedo entre los pinchos, apreté la pulpa, supliqué una gotita de líquido: me respondió una blandura de goma. Le apreté con las dos manos los pinchos, rogando desesperadamente que me hiriesen, que me dijesen te has equivocado: me proporcionaron tan sólo unas ligeras cosquillas; los pinchos eran de aluminio con las puntas redondas. ¿Y el ficus del pasillo? Falso también, naturalmente. ¿Y el seto del jardín? Falso también, naturalmente. Y quizás eran falsos también los árboles en torno a los cuales no había nunca mosquitos ni pájaros: todas las briznas de hierba, todas las ramas, todas las hojas eran falsas en esta ciudad en la que nada crecía ni moría en el verde. Falsas las margaritas, las azaleas, los rododendros. Falsas las rosas de ese jarro, falsas… El jarro estaba sobre la TV y al acercarme ya no esperaba ni dudaba. Saqué despacio una rosa, la levanté a la altura de la cara, la dejé caer, y la rosa hizo ¡crac!; luego se quebró en el suelo en mil pedazos pequeñísimos de vidrio. En el suelo quedó una escarcha de frío, una gota de luz. Había llegado a Los Ángeles, primera etapa de mi viaje dentro del futuro y de mí misma.

* * *

Todo había empezado, por otra parte, a causa de una gota de luz: ¿recuerdas, papá? La gota de luz corría a lo largo de la pantalla de la TV, tan pequeña y exenta de peso que hubiera podido recogerla con la yema de un dedo, ponerla sobre la palma de una mano y robarla. No brillaba mucho, ¿recuerdas? Palpitaba de lo más débil como las luciérnagas que durante las noches de agosto se encienden y se apagan en torno a los setos para ser presa de los niños y acabar dentro de un vaso tapado. A menudo se desvanecía, se desvanecía en la oscuridad precisamente como las luciérnagas, y la TV se convertía en un seto que la había engullido para no restituírmela más. Con ansia, con rabia hubiera querido hurgar dentro de aquel cristal liso, apartar los mecanismos y las hojas, recuperarla para encerrarla dentro de un vaso. Pero he aquí que volvía, se encendía de nuevo obstinada por la nada, y era bastante más que una gota de luz: era una estrella. La primera estrella fabricada por los hombres. Tosca si la hubiésemos visto de cerca, papá, no más grande que una castaña, y con un nombre ridículo, iracundo: Sputnik. Pero una estrella, una estrella, y los hombres habían empleado un billón de años en construir aquella estrella, y de aquella estrella nacerían otras estrellas, más grandes, más fuertes, capaces de subir más alto, de llevarnos con ellas: hasta que nosotros pudiésemos también salir de la Tierra, lanzarnos al infinito, convertirnos en luciérnagas exentas de peso:

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