Con La rabia y el orgullo, Oriana Fallaci rompe un silencio que ha durado diez años. Lo rompe inspirándose en el apocalipsis que la mañana del 11 de septiembre de 2001 no lejos de su casa de Manhattan, desintegró las dos torres de Nueva York y redujo a cenizas a miles de personas.
Enriquecido con un dramático prefacio donde cuenta cómo nació este texto y explica por qué el terrorismo islámico no se concluye con la derrota de los Talibanes en Afganistán, Oriana Fallaci describe la realidad global de la Guerra Santa. Además, cogiéndonos por sorpresa, habla de sí misma: de su trabajo, de su hermético aislamiento, de sus rigurosas e intransigentes posiciones.
Insertando a menudo recuerdos personales y episodios aclaratorios de su vida, nos habla de los temas relacionados con el 11 de septiembre de 2001: Norteamérica, Europa, Italia, el Islam, nosotros. Sobre todo de nosotros. Con su famoso coraje, lanza durísimas acusaciones y arroja furiosas invectivas. Con su brutal sinceridad, expone penetrantes ideas y pasiones, incómodas verdades y reflexiones que había reprimido durante estos años de obstinado silencio.
Este «pequeño libro», como lo califica Oriana Fallaci en su prefacio, es en realidad un gran libro. Un libro precioso, un libro que sacude las conciencias, más bien las trastorna. Pero es también el retrato de un alma: la suya.
Permanecerá en nosotros como una espina dentro de nuestra cabeza y nuestro corazón.
Oriana Fallaci
La rabia y el orgullo
ePub r1.1
Titivillus 05.11.16
Título original: La rabbia e l'orgoglio
Oriana Fallaci, 2001
Traducción: Miguel Sánchez
Diseño de cubierta: Enzo Aimini
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
A mi padre y a mi madre, Edoardo y Tosca Fallaci,
que me enseñaron a decir la verdad
y a mi tío, Bruno Fallaci,
que me enseñó a escribirla.
AL LECTOR
Yo había elegido el silencio, yo había elegido el exilio. Porque en América, ha llegado el momento de decirlo alto y claro, resido como una expatriada. Vivo en el autoexilio político que contemporáneamente a mi padre me impuse hace muchos años. Es decir, cuando ambos nos dimos cuenta de que vivir codo a codo con una Italia cuyos ideales yacían en la basura se había convertido en algo demasiado difícil, demasiado doloroso, y desilusionados ofendidos heridos cortamos los lazos con la mayoría de nuestros compatriotas. Él, retirándose a una remota colina del Chianti adonde la política a la que había consagrado su vida de hombre íntegro y probo no llegaba. Yo, vagando por el mundo y después escogiendo Nueva York donde entre mí y aquellos compatriotas estaba el océano Atlántico. Este paralelismo puede parecer paradójico, lo sé. Pero cuando el exilio habita en un alma desilusionada ofendida herida, créeme, la situación geográfica no cuenta. Cuando amas a tu país (y sufres por él) no existe diferencia alguna entre hacer de Cincinnato en una remota colina del Chianti, junto a tus perros y tus gatos y tus gallinas, o ser escritor en una isla de rascacielos apretujados por millones de habitantes. La soledad es idéntica. La sensación de fracaso, también.
Además, Nueva York ha sido siempre el Refugium Peccatorum de los expatriados. De los exiliados. En 1850, tras la caída de la República Romana y la muerte de Anita y la huida de Italia, Garibaldi también vino aquí: ¿recuerdas? Llegó de Liverpool el 30 de julio, tan furioso que en el momento de desembarcar dijo quiero-solicitar-la-ciudadanía-americana, y durante dos meses vivió en Manhattan como huésped del livornés Giuseppe Pastacaldi: 26 Irving Place. (Dirección que conozco muy bien porque aquí en 1861 se refugió mi bisabuela Anastasia también huida de Italia). Después se trasladó a Staten Island, pobre Garibaldi, para vivir en casa del florentino Antonio Meucci (el futuro inventor del teléfono) y para ir tirando abrió una fábrica de salchichas que no tuvo éxito. De hecho la convirtió en una fábrica de velas, y en la taberna de Manhattan adonde cada sábado se desplazaba para jugar a las cartas (la taberna Ventura de Fulton Street), una noche dejo una tarjeta que decía: «Damn the sausages, bless the candles, God save Italy if he can. Malditas las salchichas, benditas las velas, que Dios salve a Italia si puede». Y aún antes que Garibaldi, ¿sabes quiénes vinieron? En 1833, Piero Maroncelli: el escritor romano que había compartido con Silvio Pellico la celda del despiadado penal de Spielberg (la misma en la que los austriacos le amputaron despierto la pierna gangrenada), y que en Nueva York, trece años después, murió de privaciones y nostalgia. En 1835, Federico Confalonieri: el aristocrático milanés condenado a muerte por los austriacos y a quien su mujer Teresa Casati había salvado arrojándose a los pies del emperador Francesco I. En 1836, Felice Foresti: el estudioso ravenés al que los austriacos le habían conmutado la pena de muerte por veinte años en Spielberg y al que Nueva York acogió otorgándole la cátedra de literatura del Columbia College. En 1837, los doce lombardos condenados a la horca y en el último momento indultados por los austriacos (a fin de cuentas menos inhumanos que el Papa y los Borbones…). En 1838, el general Giuseppe Avezzana que en 1822 había sido condenado a muerte en contumacia por participar en los primeros movimientos constitucionales de Piamonte. En 1846, el mazziniano Cecchi-Casali que en Manhattan fundó el periódico L’Esule Italiano. En 1849, el secretario de la Asamblea constituyente romana Quirico Filopanti…
Y eso no es todo. Porque después de Garibaldi muchos otros encontraron asilo en este Refugium Peccatorum. En 1858, por ejemplo, el historiador Vincenzo Botta que durante veinte años enseñó en la New York University como Profesor Emérito. Y al principio de la Guerra Civil, es decir, el 28 de mayo de 1861, aquí se formaron las dos unidades de voluntarios italianos a quienes Lincoln pasó revista a la semana siguiente: la Italian Legion que sobre la bandera americana llevaba un gran lazo tricolor con la inscripción «Vincere o Morire», y los Garibaldi Guards, o sea el Thirtyninth New York Infantry Regiment que en lugar de la bandera americana enarbolaba la bandera italiana con la que Garibaldi había combatido en Lombardía y en Roma. Oh sí: los míticos Garibaldi Guards. El mítico Trigésimo Noveno de Infantería que durante los cuatro años de guerra sobresalió en las batallas de First Bull Run, Cross Keys, Gettysburg, North Anna, Bristoe Station, Po River; Mine Run, Spotsylvania, Wilderness, Coid Harbor, Strawberry Plain, Petersburg, Deep Bottom, hasta Appomattox. Si no me crees, mira el obelisco que está en el cementerio de Ridge, en Gettysburg, y lee la lápida que elogia a los italianos caídos el 2 de julio de 1863 por haber recuperado los cañones capturados por los sudistas del general Lee al nordista Fifth Regiment US Artillery. «Passed away before life’s noon / Who shall say they died too soon? / Ye who mourn, oh, cease from tears / Deeds like these outlast the years».
Por lo que respecta a los exiliados que hallaron asilo en Nueva York durante el fascismo, son incontables. Y con frecuencia son hombres (casi todos intelectuales de gran valía) que yo conocí de niña porque eran compañeros de mi padre, por tanto militantes de Giustizia e Liberta: el movimiento fundado en los años treinta por Cario y Nello Rosselli, los dos hermanos asesinados en Francia por los Cagoulards a las órdenes de Mussolini. (En 1937, en Bagnole-de-l’Orne, cerca de Alençon, a tiros…). Entre esos compañeros, Girolamo Valenti que aquí fundó el periódico antifascista Il Mondo Nuovo. Armando Borghi que junto a Valenti organizó la Resistencia Italoamericana. Cario Tresca y Arturo Giovannitti que con Max Ascoli fundaron The Antifascist Alliance of North America. Y en 1927, mi querido Gaetano Salvemini quien enseguida se trasladó a Cambridge, Massachusetts, para enseñar Historia en la Universidad de Harvard y quien durante catorce años aturdió a los americanos con sus conferencias contra Hitler y Mussolini. (De una conservo la convocatoria. La tengo en mi living-room, en un hermoso marco de plata, y dice: «Sunday, May 7th 1933 at 2,30 p.m. Antifascist Meeting. Irving Plaza hotel, Irving Plaza and 15th Street, New York City. Professor G. Salvemini International-known Historian, will speak on Hitler and Mussolini. The meeting will be held under the auspices of the Italian organization Justice and Liberty. Admission, 25 cents»). En 1931, su gran amigo Arturo Toscanini, a quien Costanzo Ciano (padre de Galeazzo y suegro de Edda, o sea la hija mayor de Mussolini, y además embajador ante Francisco Franco durante la Guerra Civil española) acababa de abofetear en Bolonia porque en un concierto se había a negado tocar el himno de los Camisas Negras: «Giovinezza, Giovinezza, Primavera di Bellezza». En 1940, Alberto Tarchiani y Alberto Cianca y Aldo Garosa y Nicola Chiaromonte y Emilio Lussu que en Manhattan buscaron a Randolfo Pacciardi y don Sturzo con los cuales fundaron la Mazzini Society y luego el semanario Nazioni Unite…