El hombre de la dinamita
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Índice
Portada
Sinopsis
Portadilla
Prefacio
La noticia
1962
1911
La isla
Las hermanas
Los golpes de remo
Oskar Johansson
El accidente
Las palabras clave
Elly
Oskar Johannes Johansson
Magnus Nilsson
Elvira, la hermana de Elly
El miembro del partido
El iceberg
El jubilado
Oskar Johansson, cuarenta y cuatro años
El cartel
El proceso de revelado fotográfico
De una sola explosión y saluda de mi parte
El verano de 1968
Los recuerdos
El bastón de verano
Oskar Johansson 1888-1969
Después
Notas
Créditos
Sinopsis
Norrköping, Suecia, 1911. Los periódicos locales dan brevemente la noticia de que Oskar Johansson, dinamitero de veintitrés años, ha muerto a consecuencia de un trágico accidente producido durante la voladura de un túnel. La nota nunca se desmintió, pero Oskar sobrevivió, aunque quedó gravemente herido y con secuelas atroces; es más, siguió trabajando hasta su jubilación, y no murió hasta abril de 1969.
Narrada a través de distintas voces y perspectivas, la vida de Oskar, con sus sueños y esperanzas, sus alegrías y tristezas, y por supuesto marcada por ese accidente que lo cambió todo, traza no sólo su destino, sino también una imagen aguda y vibrante de la situación obrera en la primera mitad del siglo XX.
HENNING MANKELL
EL HOMBRE DE LA DINAMITA
Traducción del sueco de Carmen Montes
Prefacio
Han transcurrido veinticinco años desde que este libro se fraguó. Un cuarto de siglo, en otras palabras. La primera parte la escribí en Oslo, en un piso de la calle Løkkeveien. Era a finales de otoño y hacía frío. Desde la ventana de aquel cuarto de trabajo donde había tanta corriente podía ver la embajada de Estados Unidos. Fuera se celebraban manifestaciones sin cesar. Yo iba allí entre un turno y otro. Aún podías ser blanco de comentarios desagradables por parte de las personas que pasaban por la acera. Pero sucedía menos veces y con menos inquina que antes. Corría ya el año 1972. Los americanos estaban perdiendo la desesperada ofensiva de Vietnam.
Recuerdo aquel otoño a la perfección. Las hojas que amarilleaban en el Slottsparken, los soldados de la Marina, siempre tan ceñudos, delante de la puerta de la embajada. Pero, sobre todo, recuerdo lo que pensaba por entonces. Era una época de gran alegría, de una energía enorme. Todo era aún posible. Nada estaba aún perdido ni decidido. Salvo que los vietnamitas iban a ganar con total seguridad. los fundamentos del imperialismo se resentían. El futuro había ido jalonando las vías marítimas con profundidad suficiente para navegar. Aunque, naturalmente, había muchas limitaciones: ni yo mismo ni ninguno de mis amigos creía en serio que viviríamos para ver la derrota del sistema del apartheid en Sudáfrica. Al mirar atrás, veo que teníamos razón y, al mismo tiempo, no la teníamos. Como siempre que miramos hacia delante.
Así que mientras escribía este libro pensaba que sería mi debut. Por primera vez, saldría impreso con toda la seriedad. Hasta entonces había conseguido publicar cosas sueltas en algún periódico. Y se habían representado algunas de mis obras teatrales. Había trabajado como director en varios teatros. Y eso me garantizaba los medios económicos suficientes algún que otro mes para poder escribir. Que era la cuestión. La cuestión vital. No podía ni imaginarme ninguna otra actividad. Porque ¿cuál sería?
Me había propuesto evitar a toda costa que me rechazaran una obra. Al menos, cuando se tratara de textos más extensos. Es decir, novelas. De ahí que, el año anterior, tuviera que romper un par de originales que no me parecieron lo bastante buenos. Nunca llegué a enviarlos. Pero cuando este libro estuvo por fin terminado (la última parte la escribí en un piso igual de frío de Trotzgatan, en Falun), lo metí en un buzón. En junio recibí una postal de Dan Andersson. Sune Stigsjöö era por aquel entonces el director editorial de Författarförlaget. Me comunicó que habían aceptado el libro y que iban a publicarlo.
Tuvo buenas recensiones. (Si no recuerdo mal, el único que escribió algo negativo fue Björn Fremer, en el Kvällsposten). Gracias a eso empecé a recibir subvenciones estatales, y así pude renunciar a algunos de los trabajos alimenticios.
De aquello hace hoy un cuarto de siglo. Escribí el libro en una vieja máquina de escribir poco fiable, con teclado noruego. Hoy escribo estas líneas en un ordenador que apenas pesa más de tres kilos.
Y sí, han ocurrido muchas cosas en veinticinco años. Han caído algunos muros, otros se han levantado. Ha caído un imperio, otros se han debilitado desde dentro y están formándose nuevos centros de poder. Pero los pobres y los desvalidos del mundo se han vuelto más pobres en estos veinticinco años. Y Suecia ha pasado de un intento decente de construir una sociedad a un saqueo social. Una división cada vez más clara entre las personas necesarias y las sobrantes. En las afueras de las grandes ciudades suecas existen hoy guetos, que no existían hace veinticinco años.
Al leer el libro de nuevo, después de todo este tiempo, tomo conciencia de que este cuarto de siglo quizá no haya sido tan largo. Lo que dice el libro sigue vigente hoy en gran medida.
En esta edición he introducido algunos cambios mínimos de orden lingüístico. Pero el relato es el mismo, no lo he tocado.
No ha sido necesario.
Henning Mankell
Mozambique, noviembre de 1997
La noticia
—¿Por qué demonios no explota?
Norström pateaba furioso con el pie izquierdo. Se le había enredado en un ovillo de hilo de acero que habían dejado descuidadamente entre las piedras de la cantera. Pateaba y el hilo se le iba enroscando a la bota y le iba subiendo por la pierna. Habría podido agacharse fácilmente y, de un tirón, habría podido quitarse aquella maraña de hilo metálico del pie y de la pierna.
Pero Norström no se agachó. Siguió pateando rabioso con el pie. Estaba sudando. La camisa gris de franela empapada en sudor, que llevaba abotonada hasta el último botón y que le cubría la barriga sobrealimentada, desprendía un olor ácido a piel sucia.
Norström era capataz dinamitero. Era una tarde de sábado a mediados de junio y un calor abrasador caía sobre aquel lugar de trabajo a la intemperie. Norström dirigía la operación de abrir túneles para el ferrocarril. Iba a ser una ruta de doble vía, y se requerían para ello tres túneles nuevos. Ahora estaban trabajando en el central, que también debía ser el más largo y complicado. Acababan de empezar con la abertura en la pared rocosa. La punzante y afilada superficie de granito gris ya estaba limpia de la fina capa de tierra. La mole rocosa reflejaba la luz del sol. La mole se elevaba unos treinta metros aproximadamente, casi en vertical, desde el suelo. No era una peña muy grande, unos cientos de metros de perímetro más o menos, y a través de ella trazarían el túnel y la vía.
A Norström no le gustaban las voladuras de túneles. «O vuelas la peña entera o nada. Atravesarla con un barreno es un desastre, tarde o temprano se vendrá abajo.» Eso pensaba él. Hasta el momento, en sus cincuenta años de vida, se había librado de tener que volar túneles, salvo quizás una vez cada cinco años, pero ahora debía vérselas con tres al mismo tiempo.
—¡Que venga alguien y me quite esta mierda!
Norström miró iracundo a varios de los picapedreros que estaban apoyados en las palancas. Disfrutaban llenos de gratitud de la pausa que se había producido. Por un lado, no había estallado la carga de dinamita, por otro, Norström se había enredado el pie en el alambre. Así que estaban todos apoyados en las palancas, aguardando de espaldas al sol.
—Ve a ayudarle.
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