AA. VV. - El hombre griego
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Heródoto, Historia 3, 80-82
80 Una vez apaciguado el tumulto y al cabo de cinco días, los que se habían sublevado contra los magos mantuvieron un cambio de impresiones acerca de todo lo ocurrido, y se pronunciaron unos discursos que para ciertos griegos resultan increíbles, pero que realmente se pronunciaron,
Otanes solicitaba, en los siguientes términos, que la dirección del Estado se pusiera en manos de todos los persas conjuntamente: «Soy partidario de que un solo hombre no llegue a contar en lo sucesivo con un poder absoluto sobre nosotros, pues ello ni es grato ni correcto. Habéis visto, en efecto, a qué extremo llegó el desenfreno de Cambises y habéis sido, asimismo, partícipes de la insolencia del mago. De hecho, ¿cómo podría ser algo acertado la monarquía, cuando, sin tener que rendir cuentas, le está permitido hacer lo que quiere? Es más, si accediera a ese poder, hasta lograría desviar de sus habituales principios al mejor hombre del mundo, ya que, debido a la prosperidad de que goza, en su corazón cobra aliento la soberbia; y la envidia es connatural al hombre desde su origen. Con estos dos defectos, el monarca tiene toda suerte de lacras; en efecto, ahíto como está de todo, comete numerosos e insensatos desafueros, unos por soberbia y otros por envidia. Con todo, un tirano debería, al menos, ser ajeno a la envidia, dado que indudablemente posee todo tipo de bienes; sin embargo, para con sus conciudadanos sigue por naturaleza un proceder totalmente opuesto: envidia a los más destacados mientras están en su corte y se hallan con vida, se lleva bien, en cambio, con los ciudadanos de peor ralea y es muy dado a aceptar calumnias. Y lo más absurdo de todo: si le muestras una admiración comedida, se ofende por no recibir una rendida pleitesía; mientras que, si se le muestra una rendida pleitesía, se ofende tachándote de adulador. Y voy a decir ahora lo más grave: altera las costumbres ancestrales, fuerza a las mujeres y mata a la gente sin someterla a juicio. En cambio, el gobierno del pueblo tiene, de entrada, el nombre más hermoso del mundo: isonomía; y, por otra parte, no incurre en ninguno de los desafueros que comete el monarca: las magistraturas se desempeñan por sorteo, cada uno rinde cuentas de su cargo y todas las deliberaciones se cometen a la comunidad. Por consiguiente, soy de la opinión de que, por muestra parte, renunciemos a la monarquía exaltando al pueblo al poder, pues en la colectividad reside todo».
81 Esta fue, en suma, la tesis que propuso Otanes. En cambio Megabizo solicitó que se confiara el poder a una oligarquía en los siguientes términos: «Hago mías las palabras de Otanes sobre abolir la tiranía; ahora bien, sus pretensiones de conceder el poder al pueblo no han dado con la solución más idónea, pues no hay nada más necio e insolente que una muchedumbre inepta. Y a fe que es del todo punto intolerable que, quienes han escapado a la insolencia de un tirano, vayan a caer en la insolencia de un vulgo desenfrenado. Pues mientras que aquel, si hace algo, lo hace con conocimiento de causa, el vulgo ni siquiera posee capacidad de comprensión. En efecto, ¿cómo podría comprender las cosas quien no ha recibido instrucción, quien, de suyo, no ha visto nada bueno y quien, análogamente a un río torrencial, desbarata sin sentido las empresas que acomete? Por lo tanto, que adopten un régimen democrático quienes abriguen malquerencia para con los persas; nosotros, en cambio, elijamos a un grupo de personas de la mejor valía y otorguémosles el poder; pues, sin lugar a dudas, entre ellos también nos contaremos nosotros y, además, cabe suponer que de las personas de más valía partan las más valiosas decisiones». Esta fue, en suma, la tesis que propuso Megabizo.
En tercer lugar, fue Darío quien expuso su opinión en los siguientes términos: «A mi juicio, lo que ha dicho Megabizo con respecto al régimen popular responde a la realidad; pero no así lo concerniente a la oligarquía. Pues de los tres regímenes sujetos a debate, y suponiendo que cada uno de ellos fuera el mejor en su género (es decir, que se tratara de la mejor democracia, de la mejor oligarquía y del mejor monarca), afirmo que este último régimen es netamente superior. En efecto, evidentemente no habría nada mejor que un gobernante único, si se trata del hombre de más valía; pues, con semejantes dotes, sabría regir impecablemente al pueblo y se mantendrían en el mayor de los secretos las decisiones relativas a los enemigos. En una oligarquía, en cambio, al ser muchos los que empeñan su valía al servicio de la comunidad, suelen suscitarse profundas enemistades personales, pues, como cada uno quiere ser por su cuenta el jefe e imponer sus opiniones, llegan a odiarse sumamente unos a otros; de los odios surgen disensiones, de las disensiones asesinatos, y de los asesinatos se viene a parar a la monarquía; y en ello queda bien patente hasta qué punto es este el mejor régimen.
Por el contrario, cuando es el pueblo quien gobierna, no hay medio de evitar que brote el libertinaje; pues bien, cuando en el Estado brota el libertinaje, entre los malvados no surgen odios, sino profundas amistades, pues los que lesionan los intereses del Estado actúan en mutuo contubernio. Y este estado de cosas se mantiene así hasta que alguien se erige en defensor del pueblo y pone fin a semejantes manejos. En razón de ello, ese individuo, como es natural, es admirado por el pueblo; y en virtud de la admiración que despierta, suele ser proclamado monarca; por lo que, en este punto, su caso también demuestra que la monarquía es lo mejor. Y, en resumen, ¿cómo —por decirlo todo en pocas palabras— obtuvimos la libertad? ¿Quién nos la dio? ¿Acaso fue un régimen democrático? ¿Una oligarquía, quizá? ¿O bien fue un monarca? En definitiva, como nosotros conseguimos la libertad gracias a un solo hombre, soy de la opinión de que mantengamos dicho régimen e, independientemente de ello, que, dado su acierto, no deroguemos las normas de nuestros antepasados; pues no redundaría en nuestro provecho».
Trad. de Carlos Schrader, Madrid, Gredos, 1979.
Concesión de la ciudadanía ateniense a los samios (405 a. C.)
Cefisofonte de Peania en funciones de secretario.
Para los samios que estuvieron al lado de Atenas.
Decisión del Consejo y de la Asamblea Popular.
La tribu Crecrópide ocupaba la pritanía, Polimnis ejercía de secretario, Alexias de arconte, Nicofonte de Atmonia de presidente.
Propuesta de Clísofo y los demás prítanes:
Alabar a los embajadores samios y a aquellos que llegaron los primeros y a los que han llegado ahora a la Asamblea, así como a Los estrategos y a todos los demás samios, porque son valientes y están dispuestos a actuar para lo mejor. Alabar su acción porque actuaron de modo beneficioso para Atenas y para Samos. Para premiar el bien que han hecho a los atenienses, los atenienses los tienen en gran consideración y proponen lo siguiente:
Es decisión del Consejo y de la Asamblea que los samios sean atenienses y que asuman la ciudadanía en la forma que más les agrade. Que esta decisión sea aplicada del modo más provechoso para ambas partes, como ellos dicen; cuando llegue la paz, entonces se podrán emprender deliberaciones comunes sobre otros asuntos. Mientras, continúan disfrutando de sus leyes con plena autonomía y todo lo demás lo siguen haciendo según los juramentos y los acuerdos en vigor entre atenienses y samios.
[…]
Tod, Greek Historical Inscriptions. núm. 96.
Trad. de P. Bádenas.
Plutarco, Vida de Pericles
12. Pero lo que mayor placer dio a los atenientes y más contribuyó al embellecimiento de Atenas, lo que más boquiabiertos dejó a los demás hombres, y lo único que atestigua que no son mentiras aquel famoso poder de Grecia y su antigua prosperidad, es la edificación de monumentos. De todas las medidas políticas de Pericles, esto es lo que sus enemigos miraban con peores ojos y lo que más denigraban en las asambleas. En ellas gritaban que el pueblo tenía mala reputación y era objeto de difamaciones por haber traído a Atenas de Délos el tesoro común de los griegos, y que lo que podía haber sido para él contra los que le acusaban el más decoroso de los pretextos, que por miedo a los bárbaros habían sacado de allí el tesoro común para custodiarlo en lugar seguro, incluso eso Pericles se lo había quitado: «Y Grecia tiene la impresión de estar siendo victima de una terrible injuria y de una tiranía manifiesta, porque ve que con los tributos con los que se la fuerza a contribuir para la guerra nosotros recubrimos de oro y embellecemos nuestra ciudad, como una mujer presumida, rodeándola de piedras preciosas, estatuas y templos de mil talentos».
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