AA. VV. - El hombre egipcio
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Campesinos son todos aquellos que viven de la tierra gracias a su propio esfuerzo.
WALTER A. RALEIGH
Desde tiempo inmemorial, y aún hoy en día, Egipto ha sido, primordialmente y ante todo, un país agrícola. La agricultura ha sido siempre la base de su economía, su bienestar y su prosperidad, habiendo dependido durante toda su larga historia de la producción de la tierra. Fue el cultivo de esta o, en último término, el continuo, perseverante, agotador, oscuro, a menudo despreciado y siempre mal recompensado esfuerzo del labrador el que hizo posible todos los logros que dieron a Egipto una posición señera entre las naciones de la Antigüedad preclásica. Detrás de las pirámides de Gizah, las siringas de Tebas, las estatuas colosales, los obeliscos y grandiosos templos que asombraron a los visitantes de Grecia y Roma del mismo modo que asombran a los turistas actuales; detrás de las joyas delicadamente trabajadas, los finos tejidos de hilo, el mobiliario y objetos de todas clases hoy dispersos en múltiples colecciones por todo el mundo; detrás de la riqueza y bienestar de sus clases altas en el hogar, sus conquistas militares, su expansión comercial, su influencia y prestigio en el exterior, y de hecho todo el legado egipcio a la humanidad, estuvo el sudor de la frente del campesino.
Durante los tres milenios de historia de Egipto bajo el dominio de los faraones, el campesino fue la columna vertebral de la nación. Y, sin embargo, nuestro conocimiento de él y de su clase es desigual, imperfecto y parcial. No sabemos nada de él de forma directa, es decir, a partir de documentos provenientes de él mismo. Esto es lamentable, pero no sorprendente. Completamente analfabeto, no dejó ninguna relación escrita acerca de los aspectos esenciales de su vida y persona, sus ilusiones, esperanzas y qué pensaba de su humilde condición y triste suerte. Era el último peldaño en la escala social, una molécula de la enorme masa de gente que constituía el grueso de la población de Egipto. Pasaba, luchando, una vida de penuria, privaciones e intenso esfuerzo, y moría sin dejar ninguna huella en el mundo; su cuerpo se abandonaba en el borde del desierto o, con suerte, se depositaba en un agujero poco profundo practicado en la arena y sin la más mínima lápida que recogiera su nombre.
Cuanto sabemos del campesino egipcio proviene de escritos epigráficos —literarios y no literarios— y fuentes arqueológicas.
La documentación epigráfica consiste en testimonios iconográficos y escritos —pinturas, relieves, textos— conservados en su mayoría en las tumbas de sus señores y de la gente rica de entonces, desde la época de las pirámides hasta el período grecorromano.
Pueden encontrarse pasajes que hablan de su vida y circunstancias aquí y allá en unas cuantas composiciones literarias, principalmente de los imperios Medio y Nuevo, así como en los autores clásicos, principalmente los griegos Herodoto, Diodoro Sículo y Estrabón, que mencionan en sus libros numerosos detalles de las actividades rurales que se llevaban a cabo a lo largo del Nilo; estos, aunque recogen las condiciones de los últimos tiempos, cuando la civilización faraónica —que contaba ya con casi tres mil años— era solo una sombra de su lejano auge y se acercaba a su fin, poseen un estimable valor. También nos proporcionan muchos datos los documentos no literarios escritos en papiro acerca del modo de vida y las actividades del trabajador del campo egipcio. Gozan de especial importancia dentro de esta categoría de fuentes los papiros en demótico y griego, que nos han llegado en gran número; claro está que se relacionan con acontecimientos de la época ptolemaica y romana, pero, con todo, las situaciones y escenas de la vida rural que documentan pueden proyectarse con confianza hacia el pasado, incluso a un pasado remoto, como veremos un poco más adelante.
También posee gran valor el material arqueológico, pues consiste en herramientas agrícolas, como cestas de simiente, azadas, arados, hoces, palas para aventar, los auténticos aperos que el labrador egipcio utilizaba para su trabajo en el campo, por no mencionar utensilios comunes relacionados con él, como cuerdas, cestas y cedazos, que nos han llegado en gran variedad de formas y procedentes de distintos períodos, así como maquetas en madera a pequeña escala, estucadas y pintadas, que reproducen con singular realismo diversas escenas de la vida rural.
Sin duda, las fuentes de que disponemos están muy desigualmente distribuidas por lo que respecta a su período y localización; pese a esta circunstancia, nos parece posible presentar un cuadro relativamente coherente de varios aspectos de la vida campesina que esperamos no esté demasiado alejado de lo que era la realidad. El lector no debe dejar de tener presente que los egipcios constituían en general un pueblo muy conservador y que las tareas agrícolas y el campesinado son de lejos, y siempre lo han sido, los elementos más conservadores y más lentos a la hora de cambiar en cualquier sociedad. En relación con la agricultura egipcia y la vida del pueblo relacionado con ella, lo que vale para un período cuadra en muchos aspectos esenciales para otros. Los aperos más sencillos, una vez se desarrollaron, continuaron utilizándose sin apenas modificaciones durante siglos; los trabajos agrícolas representados en la tumba de Petosiris, que data aproximadamente del 350 a. C., difieren, pero poco —y acaso ni siquiera eso—, de las labores ilustradas en mastabas del Imperio Antiguo construidas alrededor de veintitrés o veinticuatro siglos antes. La difícil vida, circunstancias, cuidados y quehaceres diarios del campesino egipcio parecen haber cambiado poco de un extremo a otro del largo período dinástico e incluso desde entonces hasta nuestros días, en que la introducción de métodos de regadío mejorados, la electricidad y, sobre todo, la conclusión de la presa de Saad El-Ali, o «presa alta», cerca de Asuán en 1972 comenzó a alterar el modelo y ritmo tradicionales de cultivo en todo el país. También a causa de este carácter conservador y, por así decirlo, inmutabilidad de la agricultura egipcia, los testimonios de historiadores árabes, como Mowaffaq-Eddin Abd El-Latif (1162?-1231) y Taqi Ed-Din El-Maqrizi (1364-1442), los relatos de los europeos que viajaron por Egipto durante los siglos XVII, XVIII y XIX, y, por último, aunque no por ello menos importantes, los trabajos acerca de los usos y costumbres de los egipcios modernos llevados a cabo por agudos observadores, como los científicos que acompañaron a la fuerza expedicionaria de Napoleón a Egipto en 1798, y en los últimos años, antropólogos y etnólogos profesionales, como Winifred Susan Blackman y Nessim Henry Henein, han incrementado asimismo en no poca medida nuestra comprensión y conocimiento del campesinado durante la época faraónica.
Desde su nacimiento hasta su muerte, el campesino se hallaba vinculado de forma ineludible a la tierra que trabajaba, quienquiera que fuese su dueño. El sistema o régimen de tenencia de la tierra cambiaba de cuando en cuando, de acuerdo con las vicisitudes políticas de la nación, pero es muy poco probable que tales cambios alteraran notablemente ni su calidad de vida ni la naturaleza y rutina de sus tareas. En definitiva, le resultaba indiferente trabajar en las tierras reales del faraón, en campos propiedad de los templos o bien en la hacienda de algún gran terrateniente, salvo por el hecho de que el campesino al servicio de ciertos templos podía tener la esperanza de librarse de la prestación personal; hablaremos de esto más adelante.
Lo que afectaba de forma vital al trabajador de la tierra y, de hecho, a toda la nación era la crecida anual del Nilo, que regaba y fertilizaba la tierra. Llegaba y se iba con infalible regularidad en los meses de estío. Resultado de las grandes lluvias del África subtropical y del deshielo de las montañas etíopes, la crecida hacía acto de presencia en Asuán en el mes de junio y, no existiendo presa o dique que lo impidiera, continuaba su curso, llegando a Menfis aproximadamente tres semanas después. En un primer momento penetraba las tierras de cultivo sin ruido, por decirlo así, mediante un lento proceso de infiltración que rellenaba hondonadas y marismas y empapaba el suelo desde abajo. A mediados de julio el nivel del río empezaba a crecer rápidamente y las aguas, desbordando los márgenes, cubrían la tierra dos o tres metros o más. De mediados de agosto a mediados de septiembre todo el valle se hallaba inundado, dando la impresión de ser un lago prolongado y sinuoso salpicado por las aldeas y pueblos construidos en los puntos más altos. A continuación, la inundación iba descendiendo gradualmente y para finales de octubre ya había desaparecido, dejando la tierra bien empapada y, sobre ella, una capa de limo o sedimento oscuro rico en detritos orgánicos y sales minerales, nutrientes naturales de la tierra que nada tenían que envidiar a los mejores fertilizantes modernos. Dejaba también depósitos de agua dispersos por los campos, las «cuencas» o depresiones, que, completados con una compleja red de arroyos, canales y acequias abiertos por el hombre, formaban un sistema de regadío, el llamado «regadío de estanque», atestiguado ya en el período predinástico y utilizado en Egipto desde entonces de forma ininterrumpida durante mucho tiempo: se seguía utilizando en el Alto Egipto durante la década de 1960.
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