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Tom Clancy - Sin Remordimientos

Aquí puedes leer online Tom Clancy - Sin Remordimientos texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2005, Editor: Plaza y Janes, Género: Detective y thriller. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Tom Clancy Sin Remordimientos

Sin Remordimientos: resumen, descripción y anotación

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Sin remordimientos ofrece una historia que es dinamita pura. John Kelly vive una frenética odisea personal ambientada en el ojo del huracán del mundo actual: por un lado, inicia una implacable cruzada contra los narcotraficantes que han arruinado la vida de la mujer a la que ama. Por el otro, recibe el encargo de una peligrosísima misión: rescatar a un grupo de oficiales norteamericanos prisioneros en un campamento secreto situado en las selvas de Vietnam... Una gran novela por partida doble; dos guerras, dos misiones y un protagonista de excepción. “El escritor toma sus argumentos por asalto y los conquista con la eficiencia de un batallón de comandos.” El País

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SIN REMORDIMIENTOS TOM CLANCY Prólogo PUNTOS DE REUNIÓN Noviembre El Camille - photo 1

SIN REMORDIMIENTOS

TOM CLANCY

Prólogo

PUNTOS DE REUNIÓN

Noviembre

El Camille no había sido el huracán más devastador ni el mayor tornado de la historia. Pero lo cierto es que había hecho de las suyas en aquella plataforma de perforación submarina, pensaba Kelly, mientras se colocaba las botellas de aire comprimido para realizar su última inmersión en las aguas del golfo... La superestructura había resultado destruida y los cuatro píes macizos habían cedido, retorcidos como el juguete roto de un niño gigantesco. Habían incendiado todo cuanto podía ser extraído y luego lo habían cargado mediante una grúa en la barcaza que los submarinistas estaban utilizando como base de operaciones. Sólo quedaba el esqueleto de la plataforma, que pronto habría de convertirse en un lugar espléndido para los aficionados a la pesca, pensó Kelly, saltando a la lancha que le llevaría al costado de la plataforma. Otros dos submarinistas estaban trabajando con él, pero Kelly ostentaba el mando. Durante el trayecto discutieron una vez más el plan de acción, mientras una lancha de socorro daba vueltas nerviosamente para alejar a los pescadores del lugar. Era estúpido por parte de ellos el estar ahí —la pesca no sería nada buena durante las próximas horas—, pero acontecimientos como ése atraían curiosos, y. éste sería todo un espectáculo, pensó rally, sonriéndose burlonamente cuando se dejó caer de espaldas desde la lancha.

Todo era misterioso bajo el agua. Siempre lo era, pero uno se sentía a gusto. Los rayos del sol oscilaban bajo la superficie rizada, produciendo cambiantes cortinas de luz, que se extendían entre los pies de la plataforma y creaban una excelente visibilidad. Las numerosas cargas de explosivos ya estaban colocadas, cartuchos de unos cinco centímetros de diámetro por ocho de largo, sujetos al acero con alambres y colocados para que estallacen hacia dentro.

Kelly dedicó bastante tiempo para inspeccionar cada uno, empezando por la primera hilera por encima del fondo. 1o hizo a pesar de que no deseaba permanecer allí abajo mucho tiempo, al igual que tampoco lo deseaban los otros. Los hombres que iban detrás llevaban el cable principal, con el que iban envolviendo los cartuchos. Ambos eran de la zona y ambos eran hombres experimentados de la brigada de demoliciones submarinas, con una preparación equiparable a la de Kely. Kelly verificaba el trabajo de los dos y ellos le verificaban a él, pues la prudencia y la meticulosidad eran las características de esos hombres. Terminaron el nivel inferior en veinte minutos y ascendieron lentamente al superior, a tres metros bajo la superficie, donde repitieron el procedimiento, lenta y cuidadosamente. Cuando uno manipula, explosivos, no se da prisas ni quiere correr riesgos.

El coronel Robin Zacharias se concentraba en. la tarea inmediata. En la cima de la siguiente cadena de montañas había una base de lanzamiento de misiles SA-2 desde allí

habían disparado tres proyectiles que ahora iban en busca de los cazabombarderos a los que el coronel había venido a proteger. En el asiento trasero del F-105G Thunderchief iba Jack Tait su ««oso», un teniente coronel especializado en la iluminación de defensas. Los dos hombres habían contribuido a desarrollar la teoría que ahora estaban perfeccionando.

Zacharias pilotaba el caza Wild Weasel exponiéndose, procurando disparar, para luego ocultarse bajo el proyectil, acercándose a la base de lanzamiento. Era un juego perverso y mortal, no el del del cazador y su presa sino el del cazador y el cazador: un juego corto, breve, caracterizado por su fragilidad ante un adversario cuya posición era estable, sólida v bien fortificada. Aquella base había sido asignada a los hombre encargados de proteger los flancos de la escuadrilla. El comandante de la base era demasiado bueno a la hora de utilizar su radar, pues sabía cuándo debía conectarlo y apagarlo. Quien-quiera que fuese aquel cabroncete, la semana pasada había derribado dos de los cazas que estaban bajo su mando, por lo que el coronel Robin Zacharias había decidido encargarse personalmente de la misión cuando le llegó la orden de atacar de nuevo esa zona. Aquélla era su especialidad: determinar, penetrar y destruir las defensas antiaéreas; un juego amplio, rápido y tridimensional, en el que el premio era la supervivencia.

Sobrevolaba la zona en vuelo rasante, sin elevarse por encima de los ciento cincuenta metros, controlando con el tacto de su mano la palanca de mando mientras escudriñaba con la vista las cumbres calcáreas de las colinas, sin dejar de prestar atención a lo que le decía el hombre a sus espaldas.

—Lo tenemos en el nueve, Robin —dijo Jack Aún nos sigue rastreando, pero no nos ha detectado. Búrlalo con una maniobra en espiral.

«No le vamos a soltar un Shrike —pensó Zacharias—. Fue eso lo que hicieron la última vez y ese cabrón se las arregló

para desviarlo.» Ese error le había costado un comandante, un capitán y un avión; un buen equipo, además de un compañero oriundo de Salt Lake City, Al Wallace..., amigos desde hacía muchos años... ¡Maldita sea! Apartó ese pensamiento, sin reprocharse siquiera esa minúscula blasfemia,

—Démosle de nuevo gusto —dijo Zacharias, tirando de la palanca de mando.

El Thunderchief ascendió repentinamente y se situó dentro del campo de acción del radar de la base, manteniéndose allí

a la espera. El comandante de la base probablemente era un hombre entrenado por los rusos. No sabría cuántos aviones había derribado ya —tan sólo que habían sido muchos—, pero ese hombre debía sentirse orgulloso por lo que había hecho, y el orgullo era algo mortal en ese oficio.

–Lanzamiento... dos, dos lanzamientos válidos –informó Tait desde el asiento trasero.

–¿Sólo dos? –inquirió el piloto.

–Quizá tiene que pagarlos de su bolsillo –comentó fríamente Tait–. Los tengo en el nueve. Ha llegado el momento de hacer alguna pirueta milagrosa, Rob.

–¿Como ésta? –preguntó Zacharias, girando a la izquierda para no perder de vista a los proyectiles, y metiéndose luego entre ellos para dejarse caer en picado, zigzagueante. Lo había planificado bien y logró ocultarse tras unas colinas. Se retiró, situándose a una altitud peligrosamente baja, mientras los misiles SA-2 daban palos de ciego a unos mil doscientos metros sobre su cabeza.

–Creo que ha llegado el momento –dijo Tait.

–Tienes razón –repuso Zacharias, girando bruscamente a la izquierda, al tiempo que preparaba sus bombas de dispersión.

El F-105 pasó en vuelo rasante sobre la cumbre, dejándose caer de nuevo en picado, mientras el coronel escudriñaba con la mirada la próxima cumbre, situada a diez kilómetros y cincuenta segundos de distancia.

–Aún tiene encendido el radar –informó Tait–. Sabe que nos acercamos.

Pero sólo le queda uno a la izquierda. A menos que su personal de recarga se encuentre hoy realmente en forma.

Bueno, no se puede prever todo.

Ligero fuego antiaéreo a las diez en punto. –Aunque estaba demasiado lejos como para que resultase preocupante, eso indicaba el rumbo que no debían tomar–.

Allí está la meseta.

Quizá pudieran verle, quizá no. Lo más probable era que su avión no fuese más que un puntito de luz danzante en medio de una pantalla repleta de señales confusas que en ese momento algún operador de radar se afanaba por descifrar.

El Thunderchief sobrevolaba la zona en vuelo rasante a una velocidad jamás alcanzada por ningún ingenio humano y su pintura de camuflaje en la superficie exterior resultaba muy eficaz. Probablemente lo estarían buscando. Ahora contaba con una muralla de interferencias, lo que formaba parte del plan que había ideado para el otro caza Weasel. Las tácticas estadounidenses corrientes consistían en acercarse a una altitud media y picar abruptamente. Sin embargo, ya habían ensayado ese método en dos ocasiones y habían fracasado, por lo que Zacharias decidió cambiar de técnica. Volando a baja altura se había colocado en posición de tiro, luego el otro cazabombardero remataría la faena. Su misión consistía en destruir el carro del comandante con el comandante dentro. El Thunderchief giró a izquierda y derecha, elevándose y descendiendo, para impedir a quienquiera que estuviese allí abajo una cómoda posición de disparo. Uno no podía desentenderse todavía de los proyectiles.

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