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Bulawayo Noviolet - Necesitamos Nombres Nuevos

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Bulawayo Noviolet Necesitamos Nombres Nuevos
  • Libro:
    Necesitamos Nombres Nuevos
  • Autor:
  • Editor:
    Salamandra
  • Genre:
  • Año:
    2018
  • Índice:
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Necesitamos Nombres Nuevos: resumen, descripción y anotación

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Finalista de los premios Man Booker y Guardian First Book, y galardonada con numerosas distinciones de todo tipo —entre las cuales destacan el Caine de literatura africana, el PEN/Hemingway y el Art Seidenbaum—, NoViolet Bulawayo agitó los círculos literarios de Estados Unidos con esta primera novela sobre la capacidad ilimitada de las personas para afrontar las mayores adversidades y salir fortalecidas de la experiencia. Dueña de una prosa en la que reverberan las voces, la cadencia y la intensidad de los contadores de cuentos que marcaron su infancia en la recién creada República de Zimbabue, la crítica resaltó sus extraordinarias dotes de narradora, en especial una inusitada franqueza que seduce y conmueve a la vez.
La historia arranca en un barrio de chabolas llamado Paraíso, donde Darling, a sus diez años, se mueve junto a sus amigos con la frescura y la osadía propias de la edad. Ya sea robando guayabas en Budapest, el rico vecindario cercano, o imitando destellos de la cultura pop captados fugazmente en el televisor, la vida es un juego extraño y fascinante en el que los momentos de felicidad inocente se confunden con la crudeza del entorno. Sin embargo, sobre ellos se cierne la sombra de un «antes» tenebroso: antes de que la policía destruyera sus casas, antes de que cerrasen los colegios, antes de que sus padres se marcharan al extranjero a realizar los trabajos más denigrantes y peligrosos para sobrevivir. Al cabo de un tiempo, cuando por fin se cumple el mayor sueño de Darling, viajar a América para reunirse con su tía, lo que la aguarda en la periferia de Detroit no es precisamente la tan ansiada tierra de promisión.

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Contenido

Para Za

Asalto a Budapest

Vamos de camino a Budapest: Bastardo, Chipo, Sabediós, Sbho, Stina y yo. Y nos vamos a pesar de que tenemos prohibido cruzar la carretera de Mzilikazi, a pesar de que Bastardo tendría que estar cuidando de Fracción, su hermana pequeña, y a pesar de que mi madre me mataría si se enterase. Nos vamos y ya está. Porque en Budapest hay gua­yabas que robar, y ahora mismo estoy que me muero por unas guayabas. Esta mañana no hemos comido nada, y me siento como si alguien me hubiese vaciado el estómago a paladas.

Salir de Paraíso no es tan difícil, ya que nuestras madres están ocupadas charlando y peinándose, que es lo único que hacen en todo el día. Nos echan una ojeada cuando pasamos en fila por las chabolas, y luego apartan la mirada. Tampoco tenemos que preocuparnos por los hombres que están sentados debajo del jacarandá, porque nunca levantan la vista del tablero de damas. Los únicos que de verdad nos ven son los niños pequeños, que intentan seguirnos hasta que Bastardo le arrea un puñetazo en el cabezón al niño desnudo que va delante, y entonces todos ellos retroceden.

Cuando llegamos a los matorrales prácticamente vamos corriendo y cantamos a gritos como si nuestras voces fueran ruedas que nos permitieran ir más deprisa. Sbho pregunta: «¿Quién descubrió el camino a India?» Y todos coreamos: «¡Vasco de Gama! ¡Vasco de Gama! ¡Vasco de Gama!» Bastardo va delante porque hoy ha ganado al juego de los países y se cree que es nuestro presidente o algo así, y luego voy yo, y luego Sabediós, Stina y Sbho, y la última es Chipo, que antes corría más rápido que nadie en Paraíso, pero ya no porque alguien la ha dejado preñada.

Después de cruzar la carretera de Mzilikazi, atajamos por el monte, y luego corremos por Hope Street antes de atravesar el gran estadio, con esas relucientes gradas en las que nunca nos sentaremos, y por fin llegamos a Budapest. Aunque debemos pararnos un rato para que Chipo se siente, por su barriga. A veces, cuando le duele, tiene que descansar.

Pero ¿cuándo va a tener al niño?, pregunta Bastardo.
A Bastardo no le gusta nada tener que dejar de hacer ciertas cosas por culpa de la barriga de Chipo. Incluso intentó convencernos de que dejásemos de jugar con ella.

Ya lo tendrá algún día, contesto yo por Chipo, porque Chipo ya no habla. No es que sea muda de nacimiento, es sólo que, cuando se le empezó a notar la barriga, dejó de hablar. Aun así, sigue jugando con nosotros y hace todo lo demás, y si de verdad de verdad necesita decir algo, utiliza las manos.

¿Algún día, qué día? ¿El jueves? ¿Mañana? ¿La semana que viene?

Pero ¿no ves que todavía tiene la barriga muy pequeña? El niño ha de crecer.

Los niños crecen fuera de la barriga, no dentro. Justamente para eso nacen, para crecer y hacerse mayores.

Bueno, pues todavía no le toca. Por eso sigue ahí, en la barriga.

¿Es niño o niña?

Es niño. Se supone que el primero tiene que ser un niño.

Pues tú eres una niña, listilla, y fuiste la primera.

He dicho «se supone», ¿no?

Bah, cierra esa boca de kaka, si ni siquiera es tu barriga.

Pues yo creo que es una niña. Siempre le pongo las manos en la barriga a Chipo y nunca he notado una patada, ni una.

Sí, los niños dan patadas, puñetazos y cabezazos. Es para lo único que sirven.

Pero ¿ella quiere que sea niño?

No. Sí. A lo mejor. No lo sé.

¿Y exactamente por dónde sale un niño?

Por el mismo sitio por el que entra en la barriga.

¿Y exactamente cómo entra en la barriga?

Primero tiene que meterlo ahí la madre de Jesús.

No, no es la madre de Jesús. El que lo mete ahí es un hombre, me lo ha dicho mi prima Musa. Bueno, en realidad se lo estaba contando a Enia, pero como yo estaba por allí, pues me enteré.

Entonces ¿quién se lo puso dentro?

¿Cómo vamos a saberlo si no nos lo dice?

¿Quién te lo puso ahí dentro, Chipo? Dínoslo, no se lo vamos a contar a nadie.

Chipo mira al cielo. Hay una lágrima en su único ojo, pero es una lágrima muy pequeña.

Entonces, si se lo puso ahí un hombre, ¿por qué no se lo saca?

Porque son las mujeres las que paren, zoquete. Por eso tienen tetas, para dar de mamar al bebé y todo eso.

Pero las tetas de Chipo son pequeñas... Son como piedrecitas.

Da igual. Ya crecerán cuando llegue el niño. Venga, vamos. ¿Podemos irnos ya, Chipo?, le pregunto. Chipo no contesta, sino que echa a correr, y los demás corremos tras ella. Cuando llegamos al centro de Budapest, nos paramos. Esto no es como Paraíso, esto es como estar en un país totalmente distinto. Un país bonito donde vive la gente que no es como nosotros. Claro que tampoco se ve nada que sugiera que aquí vive gente de verdad. Incluso el aire está vacío: no huele a comida rica, no hay olores, no hay ruidos. No hay nada.

Budapest es grande; casas grandes con antenas parabólicas en los tejados y bonitos jardines de gravilla o con el césped muy bien cuidado, con verjas altas y paneles de Durawall, y con flores y árboles enormes cargados de fruta que nos está esperando, y es que por lo visto aquí nadie sabe qué hacer con ella. La fruta es lo que nos da valor. Si no fuera por la fruta no nos habríamos atrevido a ir. Y es que uno casi espera que en cualquier momento estas calles tan limpias cobren vida y nos digan que nos vayamos por donde hemos venido.

Al principio le robábamos la fruta al tío de Stina, que ahora vive en Inglaterra. Aunque a eso no se le puede llamar robar, porque el árbol era del tío de Stina y no de un desconocido. No es lo mismo. Pero cuando nos acabamos todas las guayabas de su árbol, tuvimos que ir a otras casas. Hemos robado en tantas que ya he perdido la cuenta. Fue Bastardo quien propuso que eligiéramos una calle cada vez: nos quedaríamos en ella hasta que hubiéramos pasado por todas las casas, y luego nos iríamos a la siguiente calle. Lo hacemos así para no equivocarnos y saber dónde hemos estado y adónde vamos. Es una especie de método, y Bastardo dice que de esta manera seremos mejores ladrones.

Hoy vamos a empezar una calle nueva, así que estamos explorándola con mucho cuidado. Pasamos por Chimurenga Street, de donde ya robamos hasta la última guayaba hace unas dos o tres semanas, cuando de pronto se abren unas cortinas blancas y aparece una cara en la ventana de una casa de color crema que tiene una estatua de mármol de un niño con alas desnudo y haciendo pis. Nos quedamos quietos, esperando a ver qué hace la cara, y de repente se abre la ventana y una vocecita muy graciosa nos grita que nos paremos. Nos quedamos ahí, sin movernos, no porque la voz nos lo haya dicho, sino más bien porque ninguno de nosotros ha echado a correr, y porque la voz tampoco parece peligrosa. Desde la calle, se oye la música que suena dentro de la casa; no es kwaito , no es música de baile, no es música house, no es nada que conozcamos.

Una mujer alta y flaca abre la puerta y sale de la casa. Lo primero que vemos es que está comiéndose algo. Nos saluda con la mano mientras se acerca. Es tan poca cosa que está claro que no vamos a tener que salir corriendo. Nos quedamos esperando, para saber por qué o a qué está sonriendo. La mujer se detiene junto a la verja; está cerrada y no ha cogido la llave.

Por Dios, no soporto este calor horroroso ni esta tierra tan dura; ¿cómo lo aguantáis vosotros?, pregunta con su voz inofensiva. Sonríe y le pega un mordisco a lo que lleva en la mano. Una cámara de color rosa le cuelga del cuello. Todos miramos los pies de la mujer, que asoman por debajo de su falda larga. Son unos pies limpios y bonitos, como los de un bebé, y la mujer está moviendo los dedos, que tienen las uñas pintadas de rojo. No recuerdo que mis pies hayan estado nun­ca tan limpios y bonitos. Quizá cuando nací.

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