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Iglesias Fabiana - Costa Selvaggia De Los Imposibles

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Iglesias Fabiana Costa Selvaggia De Los Imposibles
  • Libro:
    Costa Selvaggia De Los Imposibles
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  • Año:
    2015
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Costa Selvaggia De Los Imposibles: resumen, descripción y anotación

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Costa Selvaggia de los imposibles

Fabiana Iglesias

Copyright © 2015 Fabiana Iglesias

© Portada

Todos los derechos reservados

A mis amigas de la adolescencia; nuestra actividad preferida era soñar...

F. I.

Era una preciosa noche de verano en aquel tranquilo rincón de Europa, al sur de Italia, donde Guillermo Weinmann había decidido pasar unos días de descanso con su actual amante, Serena Phillips.

Aquella noche ambos habían acudido a una cena organizada por una pareja que habían conocido en uno de sus viajes en crucero siguiendo la ruta del Mediterráneo, y la agradable reunión se había extendido hasta muy entrada la madrugada.

Los anfitriones invitaron a Guillermo y a Serena a pasar la noche en su casa, pero él había declinado la invitación; quería regresar al apartamento que habían alquilado, pues al día siguiente tenía pensado realizar varias llamadas telefónicas importantes.

De modo que ahora, ya pasadas las tres de la mañana, conducía su coche por una carretera secundaria con Serena del lado del copiloto, dormida con la cabeza apoyada contra el cristal de la ventanilla.

Él miró de reojo por un momento a su acompañante, y pensó: «mañana además de resaca, le dolerá el cuello con esa postura».

Con una mano sobre el volante, se inclinó sobre la mujer para enderezar su cabeza, cuando en un instante, todo ocurrió: por el rabillo del ojo vio de repente un caballo que apareció frente a ellos y dio un volantazo para esquivarlo, pero iba a más de 200 kilómetros por hora, y perdió el control del coche.

A Guillermo le pareció oír un grito; no supo si era suyo o de Serena, y un instante después el coche se empotró contra un árbol, con un ruido semejante a la explosión de una bomba.

Él perdió el conocimiento hasta que sintió un dolor agudo en el pecho, y creyó escuchar que alguien hablaba junto a su oído con un tono urgente.

Por un momento pensó que estaba soñando, y sentía que tiraban de sus brazos hasta dejarlo boca arriba en el suelo, para después cubrir su cabeza con algo, que supuso era una manta. Qué curioso: no sentía nada del cuello para arriba, pero le ardían las manos como si estuviera sosteniendo una brasa de carbón.

Poco tiempo antes de hundirse en la oscuridad, creyó ver un rostro etéreo rodeado de un halo de luz que lo miraba con dulzura, y tuvo una certeza: «estoy muerto». Después un relámpago de dolor sacudió su cuerpo, y a continuación lo envolvió la nada.

***

Los días posteriores al accidente transcurrieron en la mente de Guillermo como una sucesión de dolor, aturdimiento y confusión total.

Sabía que su estado era grave; todo su cuerpo parecía estar en carne viva, y algo impedía que abriera sus ojos.

«Serena» pensó en uno de sus momentos de lucidez. Quiso preguntar si ella había sobrevivido, aunque al intentarlo no consiguió emitir ningún sonido. El esfuerzo por hablar arrancó un gemido de dolor en su boca, y ya no volvió a repetir el intento.

En aquella nebulosa donde el tiempo no parecía transcurrir, alternaba breves momentos de conciencia con largos períodos de aturdimiento provocados por los sedantes que apenas mantenían el dolor a raya.

A veces Guillermo creía soñar que un ángel lo visitaba y le cogía la mano hinchada y cubierta de vendas. Otras veces escuchaba su voz, y aunque no comprendía lo que decía, aquel sonido tenía un extraño efecto sobre él: conseguía calmar el pánico que por momentos sentía, al igual que un náufrago en mitad del océano.

Durante sus treinta y siete años de vida, Guillermo Weinmann, empresario de éxito y hombre siempre seguro de sí mismo, no había sabido lo que era el miedo hasta ahora: desde la primera vez cuando había despertado tras el accidente en aquella cama de hospital, cada instante de conciencia experimentaba un profundo terror; no podía abrir los ojos, ni hablar, ni siguiera mover las manos. Su cuerpo era una prisión donde solo existía él y un dolor constante, agazapado tras los fármacos como un enemigo invisible listo para atacar.

Le desesperaba sobre todo la necesidad de comunicarse con alguien; no sabía qué era peor: si el fuego que lo quemaba por dentro, o la terrible sensación de aislamiento total.

«¡Ayuda!» gritaba en su mente, «¡que alguien me ayude!».

***

Durante el tiempo que permaneció ingresado en el hospital de un pequeño pueblo llamado «Costa Selvaggia», los médicos le dijeron que había sobrevivido de milagro, ya que debido a las grandes quemaduras que había sufrido su cuerpo, ellos no habían albergado muchas esperanzas de que saliera adelante.

La parte del cuerpo más dañada había sido el rostro: en los meses siguientes le hicieron varios injertos, y Guillermo fue consciente de que nunca recuperaría su aspecto anterior al accidente.

Cuando por fin pudo incorporarse solo en la cama, exigió a una de las enfermeras que le llevase un espejo; todavía llevaba zonas de su cabeza cubiertas por vendas, pero quería ver con sus propios ojos lo que le esperaba a partir de ahora.

Con el espejo ante él, vio que en medio de la carne hinchada y amoratada, lo único familiar eran sus ojos grises que le devolvieron la mirada. «Con un poco de suerte, pareceré el fantasma de la ópera», pensó con ácido humor.

Después recordó a Serena, y sintió una punzada de pesar. Ella no había sobrevivido, y mientras él se debatía entre la vida y la muerte, el cuerpo de Serena había sido repatriado a Estados Unidos donde lo aguardaban sus desconsolados padres.

«Yo también debería haber muerto». Aquel pensamiento surgió de repente, pero no se entretuvo en él. Con el pragmatismo que había caracterizado toda su vida, tuvo claro en su mente que estaba vivo y eso era suficiente, aunque su vida no sería la misma de antes.

Las secuelas de aquel accidente lo habían marcado para siempre; y Guillermo era consciente de que la «prueba de fuego» llegaría cuando sus amigos y conocidos se enterasen de su estado actual. Quizás por ese motivo todavía no se había comunicado con nadie y había eludido responder a las llamadas telefónicas que había recibido.

Por una vez se sintió aliviado por el hecho de no tener familia: sus padres habían muerto cuando él era pequeño, y el tío que lo crió había fallecido hacía ya varios años. Guillermo no hubiese soportado ver la mirada de dolor y compasión en el rostro del hombre que fue como un padre para él, que le enseñó a confiar en sí mismo y a construir la vida que deseaba vivir...

«Tío Charlie, estoy metido en un buen lío» pensó justo cuando entró una enfermera de rostro amable. Se llamaba Lucía Viccino, y hacía un esfuerzo para hablar con él en inglés; su acento era desastroso, aunque Guillermo valoraba el intento, ya que su conocimiento del italiano no era mucho mejor.

– ¡Buongiorno , Guillermo! Hoy el doctor Bianchi vendrá a verlo a las diez...

Él dijo:

–Perfecto; a esa hora estoy disponible.

Ella se rió.

–Así me gusta: un paciente con sentido del humor. Traeré tu batido y después te cambiaremos las sábanas.

–Gracias, Lucía. Aunque preferiría un buen café italiano...

–¡Café, café! ¿Es lo único que bebéis los americanos? Este batido es milagroso; hazme caso, bébetelo y olvida el café.

Cuando volvió a quedarse solo, Guillermo se dio cuenta de que estaba mejor: echaba en falta su portátil y el smarthphone que había perdido en el accidente. «Es hora de mover el culo y salir de aquí» se dijo a si mismo. Luego se palpó las vendas que cubrían parte de su cara y esperó impaciente la llegada del médico.

***

A las diez y cinco minutos se abrió la puerta de la habitación y entró un hombre de mediana edad y rostro cansado, que llevaba una bata blanca sin abrochar y una carpeta en la mano.

El doctor Bianchi fue directo al grano:

–Señor Weinmann, mi consejo es que acuda a un cirujano plástico de la capital. Aquí solo podemos hacer lo básico, y con usted ya hemos hecho lo que estaba dentro de nuestras posibilidades...

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