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Iglesias Fabiana - Enseñame A Decirte Adios

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Iglesias Fabiana Enseñame A Decirte Adios

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ENSÉÑAME A DECIRTE ADIÓS

Fabiana Iglesias

Copyright © Fabiana Iglesias 2015

Todos los derechos reservados

© Portada

Aclaración de la autora:

Algunos lugares que aparecen en esta novela están inspirados, más o menos libremente, en lugares reales. Los personajes, así como los hechos narrados, son por completo ficticios.

A la pareja que inspiró esta

historia: Mariana y Antonio.

En una playa de la eternidad

cualquier día iré a buscarte.

Allí me estarás esperando, amor,

con el tiempo detenido en tu sonrisa,

en tus ojos radiantes,

en tu piel, donde una vez mis besos

escribieron tu nombre.

En una playa, allí tan lejos,

aquí tan cerca,

tan mío siempre, amor,

nos volveremos a encontrar,

bajo el sol en un cielo muy azul,

del mar azul, como tus ojos.


PRÓLOGO

En una playa sin nombre, donde el mar era color turquesa y la arena blanca enceguecía los ojos cuando la iluminaba el sol, la silueta de una mujer se distinguía, pequeña y solitaria, con su mirada puesta en la línea azul del horizonte.

Su rostro parecía de cera; carente de expresión. Solo las manos que se abrían y se cerraban a cada lado del cuerpo, revelaban una fuerte emoción contenida.

«Aquí estoy. Aquí, donde en un instante cambió toda mi vida, y ahora no sé muy bien qué sentido tiene que haya venido. No sé qué esperaba encontrar. Quizás...»

Alexandra interrumpió sus pensamientos y parpadeó para contener las lágrimas. Se negaba a reconocer lo que buscaba en realidad, en aquella isla perdida al sur del Pacífico.

Una señal; acaso un vestigio del hombre que amó con locura y cuya separación estuvo a punto de matarla.

«Pero sobreviví» se dijo apretando los puños.

Una ráfaga de viento agitó su melena, y con gesto distraído apartó el mechón de pelo que caía sobre la frente.

«Aquí no hay nada para mí. Es hora de regresar a casa.»

Respiró hondo y no pudo evitar cerrar los ojos por un momento. Fue un error: el sonido del mar, su olor característico, la brisa y el sol trajeron a su memoria el primer encuentro.

«Paolo» susurró. Y resignada, volvió a recordar.

PRIMERA PARTE

Siete años atrás.

Eran las primeras vacaciones que Alessandra O`brian cogía tras dos años de trabajo duro en la librería, y con su amiga Selene decidieron viajar a España, a la Costa del Sol. El viaje en avión había durado ocho largas horas desde su despegue en el aeropuerto JFK de Nueva York, y ambas estaban ansiosas por llegar al hotel que habían reservado en Madrid, y darse una ducha.

La tía de Selene las esperaba en Málaga, donde vivía desde hacía casi treinta años, después de casarse con un español que había conocido en uno de sus viajes como azafata.

Alessandra no la conocía en persona, pero gracias a lo que Selene le había contado, sabía que había enviudado hacía poco tiempo, y al no tener hijos se había volcado en su sobrina favorita, que era Selene, y además tenía intención de hacerla heredera de su casa en Málaga, entre otras cosas.

Por ese motivo su amiga había decidido hacer aquel viaje, el primero a Europa y en concreto a España, y le había pedido a Alessandra que la acompañara.

A pesar de la insistencia de Selene, ella se había pagado el viaje con parte de sus ahorros, y ambas se habían apuntado a un cursillo para aprender español en una escuela de idiomas que les había recomendado la tía de Selene, Mary Anne.

Cuando por fin el viernes 13 de junio llegaron a Madrid, cogieron un taxi que las llevó al hostal La Almudena, a pocas manzanas de la Catedral.

Selene, tras pagar al taxista y coger sus maletas, dijo:

–Después de que nos instalemos, llamaré a mi tía.

–¿Quieres llamarla ahora? –Alessandra acomodó mejor su bolso de mano en el hombro mientras empujaba su maleta hacia la escalera que debían subir.

–No –replicó Selene–. Quiero quitarme estos zapatos lo antes posible. Me están matando. ¡Por qué no se me ocurrió viajar con zapatillas, como tú!

Las dos amigas sonrieron y entre comentarios y exclamaciones subieron dos tramos de escaleras hasta llegar por fin a la habitación que iban a compartir.

–Es más pequeña de lo que parecía en las fotos de la web –señaló Selene.

Alessandra repuso:

–Pero mira, tiene un balcón que da a la calle–. Al ver el mohín que hizo su amiga, insistió–: ¡Venga, Selene! Aquí estaremos solo tres días; además fue lo más barato que pudimos conseguir en esta zona. ¡Y tiene baño privado!

–Está bien, chica, me has convencido–. Se incorporó y cogió su móvil–. Voy a llamar a mi tía.

–Ok, yo bajaré para buscar agua. ¿Tú quieres algo?

–Una coca cola. De todos modos, a las ocho podemos salir a cenar en algún sitio por aquí cerca. ¿Qué te parece?

–¡Perfecto!– Alessandra se recogió la melena en una coleta alta que se balanceaba al andar, y salió de la habitación con paso ligero. Se sentía feliz.

Los tres días que estuvieron en Madrid, las dos amigas disfrutaron muchísimo de todo lo que descubrían en la ciudad: desde los edificios imponentes de la Gran Vía, con sus anchas aceras y los brillantes escaparates de las tiendas, hasta el oasis verde en medio de la vorágine de la urbe que suponía un paseo por el parque de El Retiro, con el añadido de unos días de sol radiante y agradable temperatura que invitaba a salir y disfrutar...

–Me quedaría a vivir aquí. ¡Es fantástico! –comentó Selene mientras buscaban un sitio para sentarse a la sombra de algún árbol del parque, y comer los bocadillos que llevaban en las mochilas.

Cuando por fin escogieron un rincón y se tumbaron en el pasto fresco, Alessandra señaló:

–Sí, es una bonita ciudad, pero para mi gusto hay demasiada gente... Prefiero vivir en un sitio más tranquilo.

–Ya, ya. Si fuera por ti, irías a una isla desierta donde hablarías solo con los peces y las palmeras –señaló Selene con una mueca burlona en los labios.

–¡Qué mala eres! –rió Alessandra y sacó un botellín de agua mineral de su mochila.

–Venga, dime la verdad, Less (así la llamaban sus amigos), ¿has aceptado acompañarme en este viaje para alejarte de William? (Se refería a un compañero de la universidad de Selene que ésta había presentado a Alessandra en una ocasión.)

–¿Por qué todo el mundo insiste en emparejarme con alguien? –replicó ella–. No hay nada entre William y yo. Es un chico simpático, y me gusta hablar con él, pero nada más.

Selene dio un mordisco a su bocadillo y dijo con la boca llena:

–Tú a él le gustas, aunque se ha cansado de que le des calabazas. Lo he visto con una tía de quinto año...

–¡Qué dices!

–Ajá. Salían de la biblioteca cogidos de la mano, muy cariñosos. Por eso pensé que tal vez...

–¿Que tal vez qué?

–Que tal vez te habías dado cuenta de que era el amor de tu vida, y te había roto el corazón.

Alessandra la miró a los ojos, tratando de adivinar si hablaba en serio. Cuando vio que Selene se echaba hacia atrás tapándose la boca con las manos, rezongó:

–¡Estás loca de atar! ¡No sé cómo te aguanto! –Y al ver a su amiga con lágrimas en los ojos de tanto reír, ella también se unió a sus carcajadas.

***

Llegó el martes, y se dirigieron a la estación de Atocha para coger el tren con destino a Málaga. Cuando Alessandra se hallaba acomodada en su butaca con la mirada absorta en el paisaje que veía por la ventanilla, sentía cierto cosquilleo en el estómago que ella ya conocía: estaba segura de que aquel viaje cambiaría su vida. ¿Cómo? No lo sabía, pero como su madre siempre le insistía, ella debía prestar atención a su intuición.

«Has heredado el talento de tu abuela» le decía, «ella supo antes que yo, que me casaría con tu padre; así como también intuyó cuando estaba embarazada de ti y me dijo que ibas a ser niña, y una niña especial...» Aquí su madre solía emocionarse hasta las lágrimas, ya que Alessandra era hija única porque no había podido volver a quedarse embarazada.

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