Game Boy |
Víctor Parkas |
Caballo de Troya (2019) |
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Etiquetas: | Ensayo |
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Víctor Parkas dispara contra la hombría en Game Boy. Esta suma endiabladamente pop de sangrantes columnas de opinión y relatos tragicómicos es un dardo directo al ocaso de las masculinidades tóxicas.
«Las nuevas masculinidades, para ser realmente nuevas, tienen que estar dispuestas a tomar posiciones que las lleven a sufrir el acoso, la suspicacia, la fiscalización, la persecución que sufren y han sufrido el resto de opciones genéricas, por el simple hecho de serlo frente a una dominante. El hombre nuevo sólo puede serlo si acepta adoptar gestos que no den réditos de cara a la galería […]. Lo que sería nuevo es que los hombres, tan ansiosos de refundarse, desistieran para alivio del resto. Que entregasen las armas y se disolvieran […]. Que todos los grupos de hombres merodeando por espacios públicos sean detenidos, identificados y disueltos. Que cinco tipos conjurados en un portal no puedan ser tratados de otro modo, en lo jurídico, que como es tratada una organización terrorista.»
Así habla Víctor Parkas en Game Boy, un libro que no es una recopilación de sangrantes columnas de opinión, ni tampoco una novelita generacional sobre el ocaso de las masculinidades tóxicas, ni mucho menos un conjunto de relatos endiabladamente pop. Game Boy es todas esas cosas a la vez, además de la confirmación de que su autor se ha convertido en uno de los críticos más voraces del panorama literario en español.
La irrelevancia
El bloqueo del escritor es la manera que tiene el subconsciente de advertirte que no tienes nada interesante que decir. No te enfrentes a él. No luches. La sección de la biblioteca dedicada al lacrimal del hombre blanco hetero no necesita más entradas. Tus devaneos sentimentales no interesan a nadie. Tu colección de discos no interesa a nadie. Tu historia familiar de clase obrera no interesa a nadie. Tu dominio de la retórica no va a hacer de tus problemas otra cosa diferente a lo que son: polvo en el mundo. Si fuiste cordial con tus compañeros en la facultad de periodismo, quizás veas publicada alguna reseña favorable hacia tu trabajo. Si intercambiaste apuntes con la gente adecuada, con aquellas y aquellos que terminarán, como tú, malviviendo de los medios generalistas, puede incluso que te entrevisten. Lo hacen con la esperanza de que, cuando estén en tu lugar, cuando conviertan sus problemas en un libro tan accesorio como el tuyo, seas tú quien les dediques una entrevista a ellos.
Ah, por cierto: te acabo de resumir la prensa cultural española de las últimas cuatro décadas. Cuarenta años de paz. No hay de qué. Sigamos.
El bloqueo del escritor sólo puede ser del escritor, porque lo que ha bloqueado históricamente a las escritoras rara vez ha sido intangible. Las escritoras no necesitan musas: como concluyó Virginia Wolf, un cuarto propio es suficiente para que ellas se pongan a escribir.
¿Qué detiene, entonces, al hombre que escribe? ¿Qué lluvia le frena?
El bloqueo del escritor, la tortura de la página en blanco, el parpadeo del cursor sobre la nada: son señales, tan sólo, de una asunción de oportunidades y privilegios.
El bloqueo del escritor aparece cuando ese escritor se sabe privilegiado, porque saberse privilegiado hace que sea muy difícil sonar convincente. Sobre todo, cuando el sujeto a convencer es uno mismo. Para alcanzar esa autosugestión, el escritor parte de una mentira, y esa mentira es que no todos los hombres somos iguales. Los hay más sensibles. Los hay más vulnerables. Los hay, incluso, feministas. El matiz que hace distinto a un hombre de otro, sin embargo, es el mismo que hace distintos, entre sí, a dos periquitos: plumaje, pico y dureza de uñas. Yo no soy distinto a un violador. Yo no soy distinto a un maltratador. Yo no soy distinto a un proxeneta. Como varón, tengo el suficiente poder para actuar bajo cualquiera de esos tres perfiles; simplemente, he decidido no ejercerlo. He decidido ser un hombre civilizado: el equivalente, hecho carne, a una monarquía constitucional, a una banca ética, a un ejército en misión humanitaria.
Quiero una medalla.
Quiero una rebaja de pena por buen comportamiento.
Quiero ser voz principal en el coro de una cárcel donde ya ocupo el puesto de alcaide.
El bloqueo del escritor, la obsesión por sortearlo, comparte constantes con ese impulso visceral que acaba desembocando en accidentes de tráfico: se fuerzan las marchas, se adelanta en doble continua, se quitan los frenos en nombre de la luna. Y todo, para colmar la única ambición de la que un hombre es capaz: humillar a sus coetáneos. Ser el más sensible. El más vulnerable. El más feminista, incluso. Convertirse en la voz de una generación. Empujar al resto de colegas generacionales fuera de la vía. Obligarles a desempeñar aquellas ocupaciones que resten vacantes. Por supuesto, eso nunca acaece: el arcén acaba siendo casa de todos nosotros.
Porque todo hombre blanco hetero tiene, como nexo común con sus iguales, la irrelevancia.
Skit / No quiero hablar de mi vida
«No importa si ocurrió o no,
porque cuando comienzas a escribir
todo se convierte en ficción.»
Game Boy Pocket
Dejad que os hable de mi polla. Metamos en un aprieto a todo el mundo: dejad que os hable de mi polla cuando tenía siete años, ¿de acuerdo? La primera vez que oí la palabra fimosis fue en la consulta de un médico al que, como mi edad imponía, no estaba prestando mucha atención. De aquel día, sólo recuerdo el techo de la sala de espera, el poderío de sus halógenos, lo exótico que se me antojaba el espacio. El hospital bien podía estar en el extrarradio barcelonés, pero yo me sentía en el Cedars-Sinai de Los Ángeles. La geografía, en cualquier caso, no habría alterado el diagnóstico: tenía siete años, un cinturón amarillo de karate y fimosis. En el coche, de vuelta a casa, mis padres empezaron una pedagogía que tendría continuidad en los días sucesivos. A saber: (1) la intervención apenas duraría una hora, (2) no me iba a doler, y (3) y más importante que ninguna de las dos anteriores, si tenía un buen comportamiento durante la cirugía, se me compensaría con un regalo a elegir.
En 1997, cualquier niño se habría dejado circuncidar a cambio de una Game Boy Pocket. Yo, además, tenía la posibilidad de hacerlo.
Viví los días previos a la operación con la impaciencia del jubilado achacoso: no veía la hora de meterme en el operatorio, terminar de una vez con todo y ponerme a jugar al Wario Land hasta que mis pestañas entrasen en combustión espontánea. Ansiedad de cibernovio. Ansiedad de favorito-para-el-Óscar. Ansiedad de primera fila de concierto, cuando el grupo telonero se despide, y el escenario se vacía para alojar, en breves instantes, a tu banda favorita. Esa ansiedad. Esa cuenta atrás furiosa.