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Fernando Lázaro Carreter - El nuevo dardo en la palabra

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Fernando Lázaro Carreter El nuevo dardo en la palabra

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Escritos con humor e ironía incomparables los dardos en la palabra que - photo 1

Escritos con humor e ironía incomparables, los «dardos» en la palabra que FERNANDO LÁZARO CARRETER fue publicando en la prensa durante varios años apuntaron a poner en evidencia, con erudición nunca enojosa, los numerosos errores, ridiculeces y disparates lingüísticos que se reiteraban en los medios de comunicación y que, con frecuencia, se divulgaban en el lenguaje cotidiano. Los ataques se dirigían lo mismo a los que daban un significado erróneo a los vocablos, que a los que favorecían el aluvión de extranjerismos. Convencido de que la lengua, lejos de ser un residuo arqueológico que queda fosilizado en los diccionarios, tratados y gramáticas, es un instrumento vivo que se forja continuamente a través del uso cotidiano, Lázaro dejó asimismo en los artículos recogidos en EL NUEVO DARDO EN LA PALABRA inapreciables apuntes sociológicos sobre la España de los años 1999 al 2002.

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Fernando Lázaro Carreter

El nuevo dardo en la palabra

ePub r1.2

mjge 21.03.18

Título original: El nuevo dardo en la palabra

Fernando Lázaro Carreter, 2003

Editor digital: mjge

ePub base r1.2

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FERNANDO LÁZARO CARRETER Zaragoza 1923-Madrid 2004 fue uno de los - photo 4

FERNANDO LÁZARO CARRETER (Zaragoza, 1923-Madrid, 2004) fue uno de los lingüistas más prestigiosos de España y Latinoamérica, y renovó profundamente la enseñanza de la lengua española. Ha sido catedrático de Lengua Española en la Universidad de Salamanca y en la Autónoma de Madrid, director de la Real Academia ( 1991-1998 ) y doctor honoris causa por numerosas universidades. Entre sus publicaciones figuran estudios lingüísticos y literarios fundamentales, como el Diccionario de términos filológicos o Construcción y sentido del «Lazarillo de Tormes».

Notas

[1] Barcelona, Galaxia Gutenberg, 1997.

[2] Nuestro último Diccionario (2001) acoge ya la acepción invasora de calcinar: ‘Abrasar por completo, especialmente por el fuego’; su empuje era imparable.

1999

  • Buenas madrugadas
  • El rollo
  • Supertriste
  • Comentar
  • Jacos de Troya
  • Telefonía sin tildes
  • Escritura electrónica
  • Espíritu de geometría
  • Oratoria electoral
  • Calcinar
Buenas madrugadas

E n nada me siento menos imperito, gracias al insomnio, que en radiofonía nocturna: la palabra es mi oficio, y me interesa más que, verbigracia, los motines estruendosos del rock o de la salsa. Da gloria oír la voz humana en faenas noticiosas, tertulias poliopinantes, señuelos de médicos taumaturgos (en un anuncio, el propio san Pedro afea los juanetes a un nuevo huésped celeste), de videntes sagaces (si el consultante se acoge a lo esotérico) o de psicólogos al minuto (si opta por la ciencia), y, muy en especial, cuando el comentarista la emplea para conducir por la jungla del deporte. Va creciendo el interés cuanto más se penetra en la noche: algunas emisoras ceden entonces su antena a espontáneos comunicantes que, amparados en el anonimato de la llamada, cuentan lo que ni el cura oye (escucha, prefieren los radiohabladores) en su receptoría de pecados.

Allí dan noticia de sí adictos a una u otra adicción, adúlteros, dipsómanos, jugadores, mansos, desventurados, arrebatados, suicidas, discrepantes de su sexo y del contrario, putas, cursis, enfermos, coñones, putos, engañados, cándidos y cándidas supervivientes de remotas edades que creen en el celestineo de hechizos o ensalmos: se trata de un censo no pocas veces conmovedor. En ocasiones, son simples perplejos. Llama, por ejemplo, una muchachita sollozante: al llegar a casa sin ser esperada, ha hallado a papá laborando en tajo ajeno: ¿se lo dirá a su madre? Un incógnito acude a su pregunta: encontró a mamá con su taller ocupado, no se lo dijo a papá y hay paz en el hogar; el mutismo le parece aconsejable. Pero he aquí que cuando fascina tan exacta simetría, irrumpe un malasombra contando que su desconcierto fue mayor, porque sorprendió a su abuelo alborozándose en el lecho con un mozo. Se lo calló en casa, y el viejo le ha quedado en deuda para siempre; se la está cobrando en metálico a plazos frecuentes. Aplíquese, pues, la llorona, y que calle y exprima.

Cuando estas confidencias empiezan a llegar —algunas sólo son aptas para mayores recalcitrantes o para deficientes— no pasa mucho de la media noche; algunas emisiones, pocas aún, van diciendo adiós a su audiencia deseándole ¡Buenas madrugadas!; y hay programas, tampoco muchos por el momento, por fortuna, que salen al encuentro de sus oyentes con el mismo gentil saludo: ¡Buenas madrugadas! La nueva finura, repetida una y cien veces por sus adictos, hiere la noche como una lluvia de rejones clavados en el idioma: ¡Buenas madrugadas! Quien oye sintiendo sufre calambres al comprobar cuánto crecen la anemia idiomática y la anomia en muchos hablantes obligados por su profesión a respetar la ley común. Ni siquiera muestran sentido de lo risible.

Es claro el origen de este reciente espantajo: se ha formado analógicamente sobre el modelo de buenos días, buenas tardes o buenas noches. Y no resulta más difícil percibir su causa: es permanente la incertidumbre al señalar las horas nocturnas posteriores a las doce. Vacilamos entre la una de la noche o la una de la mañana, incluso para referirnos a las dos o a las demás. Pero es muy posible que, con énfasis, hablemos también de la una, las dos o las tres de la madrugada: esto último dirá quien se queja por trabajar hasta esas horas, y lo preferirán los padres escamados con el tardío regreso de sus crías al nido; pero no hay duda de que las cuatro o las cinco pertenecen ya a la madrugada. Hasta más o menos las seis, en que empieza la mañana (aunque tampoco extrañarían las cuatro, las cinco o las seis de la mañana).

En general, las perspectivas del hablante deciden la elección. A quien no le urge el sueño se le oirá contar que estuvo leyendo hasta las dos o las tres de la noche; pero otros preferirán acortarla, como esos padres quejosos de que la prole no se recoja antes de las dos o las tres de la madrugada o de la mañana. Con estas últimas referencias, la mente tiende hacia la aurora; si fondea en de la noche, puede correr el reloj casi hasta que sale el sol. Recuerdo cuánto me desmoralizaba en la Europa norteña ir por la calle a la una o las dos —para mí, de la noche—, y ya estaban los cargantes pajaritos gorjeando, trinando y piando al día que se desperezaba por los tejados: me convertían en libertino, cuando sólo acababa de cenar —a la española con algo de charla—, y me retiraba buscando la dosis ordinaria de cama.

Pero una cosa es el complemento gramatical de una hora determinada, en que tan flexible se muestra nuestro idioma, al igual que el de otros vecinos, y cosa bien distinta el sustantivo madrugada, firme en todos para nombrar sólo el amanecer, el alba o la alborada, y que en modo alguno remite a las altas horas oscuras en que esas emisiones radiadas acontecen; varias de las cuales, por cierto, acaban justamente cuando empieza la amanecida. Con esa firmeza significativa, la locución

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