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John Muir - Memorias de mi infancia y juventud

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John Muir Memorias de mi infancia y juventud
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    Memorias de mi infancia y juventud
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Memorias de mi infancia y juventud: resumen, descripción y anotación

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Una infancia en Escocia

Cuando yo era niño en Escocia, me gustaba todo lo que fuera salvaje, y durante toda mi vida me he ido aficionando más y más a los lugares y las criaturas salvajes. Por suerte, alrededor de mi pueblo natal de Dunbar, junto al tormentoso Mar del Norte, no faltaba naturaleza virgen a pesar de que la mayor parte de la tierra estaba cultivada. Con mis compañeros de juegos, también de sangre caliente y salvajes como yo mismo, me encantaba deambular por los campos para escuchar cantar a los pájaros, y seguir la costa para mirar y maravillarme ante las conchas, las algas, las anguilas y los cangrejos que había en las charcas de las rocas cuando la marea estaba baja. Y, lo mejor de todo, contemplar las olas en mitad de una tormenta, tronando al chocar contra las tierras negras y las ruinas decrépitas del viejo castillo de Dunbar, cuando el mar y el cielo, las olas y la nubes, se fundían en una misma cosa. Nunca pensábamos en hacer novillos, pero, desde que cumplí cinco o seis años, me escapaba a la orilla o al campo casi todos los sábados, y todos los días que no teníamos colegio salvo los domingos, a pesar de habérseme advertido solemnemente que debía jugar en el jardín de casa y en el patio, no fuera a ser que tuviera malos pensamientos o aprendiera a decir palabrotas. Era inútil. A pesar del los castigos sin duda dolorosos que me perseguían como sombras, el espíritu salvaje que había heredado y que llevaba en la sangre seguía su curso, tan invencible e imparable como las estrellas.

Mis primeros recuerdos del campo vienen de los paseos cortos que hacía con mi abuelo cuando no tendría quizás más de tres años. En uno de esos paseos, mi abuelo me llevo a los jardines de Lord Lauderdale, donde las higueras crecían contra un muro soleado, y allí probé algunos higos y comí tantas manzanas como quise. En otro paseo memorable por un campo de heno, al sentarme a descansar en uno de los montones, escuché un grito afilado y punzante, y después de dar un salto para ponerme de pie, fui a decírselo al abuelo. Él dijo que no oía más que el viento, pero insistí en que excaváramos en el heno hasta que descubriéramos de dónde provenía ese sonido tan emocionante, que resultó ser el de una hembra de ratón de campo con media docena de crías colgadas de sus mamas. Este fue para mí un descubrimiento maravilloso. No hay cazador que pueda sentir tal emoción al descubrir una osa con sus oseznos en su guarida salvaje.

Me mandaron al colegio antes de cumplir los cuatro años. El primer día de clase estuvo, sin duda, lleno de cosas maravillosas, pero no soy capaz de recordar ninguna de ellas. Recuerdo que la sirvienta me lavó la cara y que me entró jabón en los ojos, y a mi madre colgándome al cuello una pequeña bolsa verde con mi primer libro para que no lo perdiera, y la forma en que esta ondeaba al viento por detrás de mí como una bandera. Antes de ir a la escuela, según me contaron, mi abuelo me había enseñado ya las letras del alfabeto en los carteles de las tiendas del otro lado de la calle. Recuerdo con claridad lo orgulloso que me sentí cuando fui capaz de terminar el primer libro y pasar al segundo, que parecía grande e importante, y después de este al tercero. Pasar de un libro a otro constituía un avance triunfal, y de todo aquello me queda un recuerdo nítido.

El tercer libro contenía historias interesantes, y también lectura sin más y lecciones de deletreo. Para mí, la mejor historia era El perro de Llewellyn, el primer animal que me viene a la memoria después de aquel ratón de voz afilada. Me interesaba tanto, y nos llegó tan adentro a mí y a algunos de mis compañeros de clase, que la leíamos una y otra vez compungidos, tanto dentro como fuera del colegio, y derramábamos lágrimas amargas por el destino del perro Gelert, valiente y fiel, muerto a manos de su amo, que creía que había devorado a su hijo un día que este se perdió y el perro vino lleno de sangre, cuando en realidad le había salvado la vida al niño matando a un gran lobo. Hay que mirar muy atrás en el tiempo para aprender lo enorme que puede ser la capacidad del corazón de un niño para sentir pena y cariño por los animales, así como por sus amigos y vecinos. Esta historia de antaño destaca entre la multitud de recuerdos escolares de una manera tan clara como si yo hubiera formado parte de ese grupo de cazadores galeses y hubiera escuchado las cornetas, visto a Gelert asesinado, salido en busca del niño perdido, encontrado al fin al niño sonriente entre la hierba y los arbustos junto al lobo mutilado, y llorado con Llewellyn por el destino triste de su noble y fiel amigo.

Otra de mis partes favoritas de ese libro era el poema de Southey La campana de Inchcape, una historia sobre un sacerdote y un pirata. Un sacerdote bondadoso colgó una campana en la peligrosa roca de Inchcape para alertar a los marinos cuando el tiempo estuviera oscuro y tormentoso. Cuanto mayor era la tormenta y más altas eran las olas, más fuerte sonaba la campana, hasta que un día el malvado corsario Ralph la cortó y la mandó al fondo del mar. Según la historia, un día en que la campana estaba sonando con toda su fuerza, el pirata se subió a la roca diciendo:

—Hundiré la campana y haré enfurecer al abad de Aberbrothok.

Así que cortó la cuerda y la campana se perdió «gorgoteando en las aguas entre burbujas que subían y estallaban a su alrededor». Después, «el corsario Ralph se lanzó a la mar, saqueó los mares durante muchos días, y, habiendo ya acumulado un gran botín, se dirigió de vuelta a Escocia». Vino entonces una tormenta terrible, con enormes olas rugientes y con la oscuridad de la noche y del cielo gris.

—¿Dónde estamos ahora? —gritó el pirata—. No lo sé, pero ojalá pudiera escuchar la campana de Inchcape.

Y la historia cuenta entonces cómo el miserable pirata, «desesperado, se tiraba de los pelos y se maldecía a sí mismo», mientras «con un golpe estremecedor», su barco encallaba contra la roca de Inchcape y se hundía junto a la campana del buen sacerdote, llevándose consigo a Ralph y a su botín. La historia nos gustaba porque apelaba a nuestro amor por las buenas acciones, la naturaleza y los espíritus nobles.

En estos primeros días de escuela, hubo muchas experiencias terroríficas relacionadas con los crímenes cometidos por el guardés de una casa de huéspedes de Edimburgo, que dejaba dormir a mendigos en un banco de la casa o en el suelo a cambio de un penique por noche, y, cuando la Muerte venía a liberarles de su sufrimiento, vendía los cuerpos para que los diseccionaran en la escuela médica de un tal doctor Hare. Nosotros los niños no habíamos oído nunca el relato original, pero las sirvientas nos contaban que «médicos ladrones», vestidos con gabardinas negras y provistos de una masilla pegajosa de un increíble poder adhesivo, rondaban por las calles en busca de niños a los que asfixiar y después vender. El método empleado por estos médicos ladrones, según nos contaban las sirvientas, era poner la masilla pegajosa en la cara de forma rápida y repentina, cubriendo con ella la boca y la nariz de manera que impidiera respirar ni pedir auxilio, y después meternos bajo su larga gabardina negra y llevarnos a Edimburgo para vendernos y trocearnos en pedacitos, para que así otros aprendieran de qué estábamos hechos. Siempre que pronunciábamos la expresión «médico ladrón» lo hacíamos con un susurro lleno de miedo, y nunca nos atrevíamos a salir a la calle después de caer la noche. En los días más cortos del invierno, se hacía de noche antes de que el colegio cerrara, y si estaba nublado nos resultaba difícil a veces encontrar el camino a casa a no ser que viniera a por nosotros una sirvienta con un farol. Pero durante la época del médico ladrón, el colegio cerraba antes, ya que nos tenían allí solo hasta la hora en la que ya no era posible convencernos de que saliéramos del aula. Habríamos preferido quedarnos allí toda la noche sin cenar que desafiar a los misteriosos médicos que se suponía que andaban por ahí esperándonos. Teníamos que subir a una colina llamada Devil Brae que había entre el edificio de la escuela y la calle principal. Una tarde, justo antes del anochecer, mientras corríamos colina arriba, uno de los chicos gritó «¡Un médico ladrón! ¡Un médico ladrón!», y corrimos como locos de vuelta al colegio, para sorpresa de Mungo Siddons, el profesor. Todavía hoy recuerdo la cara del buen maestro según nos miraba y trataba de adivinar qué era lo que nos sucedía, hasta que uno de los chicos más mayores, sin resuello, le explicó que habíamos visto un enorme médico ladrón en la colina y no podíamos volver a casa. Los otros corroboraron la historia.

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