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Pío Baroja - Juventud, egolatría

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Pío Baroja Juventud, egolatría
  • Libro:
    Juventud, egolatría
  • Autor:
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    ePubLibre
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  • Año:
    1917
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Juventud, egolatría: resumen, descripción y anotación

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Baroja escribió Juventud egolatría a los cuarenta y cinco años de edad en un - photo 1

Baroja escribió Juventud, egolatría a los cuarenta y cinco años de edad, en un momento de su vida en el que empezaba a considerarse viejo, durante la Primera Guerra Mundial. Sus ideas sobre la misma no casan con las de la generalidad de los intelectuales de la época, y se muestra igualmente inconformista y divergente sobre otras cuestiones. Nos habla de los temas candentes del momento y, a la vez, sobre hechos y recuerdos, lecturas y amistades (o enemistades) que han ido conformando su carácter y definiendo su ideario. La juventud es la memoria de los años idos; la egolatría un sinónimo de individualismo extremo, de independencia de criterio. Sus diatribas, casi un siglo después, aún pican. Basten como ejemplo las pocas líneas que dedica a don Tirso Larequi, «ese canónigo sanguíneo, gordo y fiero, que se lanza a acogotar a un chico de nueve años», y que habría de ser, para Baroja y para siempre, «el símbolo de la religión católica». No más piadoso se muestra con los militares patrios y con otros estamentos de la vida nacional.

Un libro singular, en suma, donde queda patente la vivacidad, precisión y amenidad de la prosa barojiana.

Pío Baroja Juventud egolatría ePub r10 Titivillus 271115 Pío Baroja 1917 - photo 2

Pío Baroja

Juventud, egolatría

ePub r1.0

Titivillus 27.11.15

Pío Baroja, 1917

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

I LAS NOCIONES CENTRALES El hombre malo de Itzea Cuando yo vine a vivir a esta - photo 3

I

LAS NOCIONES CENTRALES

El hombre malo de Itzea

Cuando yo vine a vivir a esta casa de Vera del Bidasoa, los chicos del barrio se habían apoderado del portal, de la huerta, y hacían de las suyas. Hubo que irlos ahuyentando poco a poco, hasta que se marcharon como una bandada de gorriones.

Para los chicos, mi familia y yo debíamos ser gente absurda, y un día, al verme a mí un chiquillo, se escondió en el portal de su casa y dijo:

—¡Que viene el hombre malo de Itzea!

El hombre malo de Itzea era yo.

Quizás este chico había oído a su hermana, y la hermana había oído a su madre, y su madre a la sacristana, y la sacristana al cura, que los hombres de poca religión son muy malos; quizá la opinión no había partido del cura, sino de la presidenta de las Hijas de María o de la secretaria de la Entronización del Sagrado Corazón de Jesús, quizás alguno había leído un librito del padre Ladrón de Guevara, titulado Novelistas buenos y malos, que se repartió en el pueblo el mismo día que yo llegué a él y que dice que yo soy impío, clerófobo y deshonesto. Viniera de un conducto o de otro, el caso, para mí importante, fue que en Itzea había un hombre malo, y ese hombre malo era yo.

Estudiar y poner en claro los instintos, el orgullo, las vanidades del hombre malo de Itzea, es el objeto de este trabajo.

Humilde y errante

Hace unos años, no sé cuántos, hará doce o catorce, en época en que llevaba o creía llevar una vida trashumante, estando en San Sebastián, fui con el pintor Regoyos a visitar el Museo. Después de verlo todo, el director, Soraluce, me indicó que firmara en un álbum, y, después de firmar, me dijo:

—Ponga usted debajo sus títulos.

—¡Títulos! —exclamé yo—. No tengo ninguno.

—Ponga lo que usted sea. Vea usted, los demás lo han hecho también.

Miré el libro. Efectivamente; debajo de una firma, ponía: Fulano de Tal, Jefe de Administración de tercera clase y caballero de Carlos III; en otra: Zutano de Cual, Comandante del batallón de Isabel la Católica, con la cruz de María Cristina.

Entonces yo, quizás un poco molesto por no tener títulos ni honores (el rencor anarquista y cristiano, que diría Nietzsche), escribí unas palabras impertinentes debajo de mi firma:

—Pío Baroja, hombre humilde y errante.

Leyó Regoyos y se echó a reír.

—¡Pero hombre, qué ocurrencia! —exclamó el director del Museo cerrando el álbum.

Y allí quedé yo como hombre humilde y errante, aplastado por jefes de administración de todas las clases, por comandantes de todas las armas, por caballeros de todas las cruces, por indianos, banqueros, etc., etc.

¿Es que yo soy un hombre humilde y errante? ¡No, ca! En esta frase hay, más que verdad, fantasía literaria. Yo de humilde no tengo ni he tenido más que rachas un poco budistas; de errante tampoco, porque hacer unos viajecillos de poca monta no autorizan a llamarse uno a sí mismo errante.

Lo mismo que puse hombre humilde y errante podría poner hoy hombre orgulloso y sedentario. Quizá las dos cosas tendrían algo de verdad, quizá no serían ciertas ninguna de las dos.

Cuando el hombre se mira mucho a sí mismo, llega a no saber cuál es su cara y cuál es su careta.

Dogmatofagia

A mí, cuando me preguntan qué ideas religiosas tengo, digo que soy agnóstico —me gusta ser un poco pedante con los filisteos—; ahora voy a añadir que, además, soy dogmatófago.

Mi primer movimiento en presencia de un dogma, sea religioso, político o moral, es ver la manera de masticarlo y de digerirlo.

El peligro de este apetito desordenado de dogma es gastar demasiado jugo gástrico y quedarse dispépsico para toda la vida.

En esto mi inclinación es más grande que mi prudencia. Tengo una dogmatofagia incurable.

Así dijo el psicólogo Duboys-Reimond en un célebre discurso. Esta posición agnóstica es la más decente que puede tomar una persona. Ya no solo las ideas religiosas están descompuestas, sino que lo está lo más sólido y lo más indivisible. Ya ¿quién cree en el átomo? ¿Quién cree en el alma como mónada? ¿Quién cree en la certidumbre de los sentidos?

El átomo, la unidad del alma y de la conciencia, la certidumbre de conocer, todo es sospechoso hoy. Ignoramus, ignorabimus.

Sin embargo, nos decimos materialistas

Sin embargo, nos decimos materialistas. Sí. No porque creamos que la materia exista tal como la vemos, sino porque es la manera de negar las estúpidas fantasías, los misterios que empiezan con mucho recato y acaban por sacarnos el dinero del bolsillo.

El materialismo, como ha dicho Lange, ha sido la doctrina más fecunda para la ciencia. Este mismo criterio ha defendido, con relación a la física y a la química moderna, Guillermo Ostwald en su Victoria del materialismo científico.

Actualmente, hay algunos frailecitos que, dejando sus libracos viejos, leen algún manual de vulgarización científica y van a asombrar a los papanatas, dando conferencias.

El caballo de batalla de todos ellos es la idea actual de los físicos acerca de la materia, concepto que tiene tanto de sustancia como de fuerza.

—Si la materia apenas tiene realidad, ¿qué valor puede tener el materialismo? —gritan los frailucos con entusiasmo.

Este argumento es un argumento de seminario que no tiene valor alguno.

El materialismo es más que un sistema filosófico, es un procedimiento científico que no acepta fantasías ni caprichos.

La alegría de estos frailecitos, al pensar que puede no existir la materia, va también contra sus teorías. Porque si no existiera la materia, ¿qué habría creado Dios?

La defensa de la religión

La gran defensa de la religión está en la mentira. La mentira es lo más vital que tiene el hombre. Con la mentira vive la religión, como viven las sociedades con sus sacerdotes y sus militares, tan inútiles, sin embargo, los unos como los otros. Esta gran Maia de la ficción sostiene todas las bambalinas de la vida, y cuando caen unas, levanta otras.

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