Jorge Giraldo Ramírez
Las ideas en la guerra
Justificación y crítica en la Colombia contemporánea
Debate
I NTRODUCCIÓN
A mediados de la década de los noventa Darío Arizmendi Posada entrevistó al comandante de las FARC Alfonso Cano. En uno de esos arranques pedagógicos de padre, le pedí a mi hijo mayor, un adolescente de dieciséis años, que se sentara conmigo a ver la entrevista y conociera otra faceta del país. No pasó mucho tiempo antes de que el periodista preguntara por los propósitos de la guerrilla y el comandante respondiera que eran los mismos de 1964. Entonces, mi hijo se paró y me dijo: “Apá, un tipo que no ha cambiado en treinta años está en la olla”. Luego se fue. Esa frase fue para mí la muestra de lo lejos que estaban los discursos guerrilleros del interés de los jóvenes colombianos de cualquier nivel social.
Pero el provecho de la historia no se queda allí. La entrevista se trasmitió por Caracol Televisión, cuando era propiedad del grupo económico más poderoso del país, en horario triple A. Durante los cinco años anteriores las FARC y el ELN habían rechazado hacer parte de la Asamblea Nacional Constituyente en 1990, desoyeron las propuestas del gobierno en las negociaciones de Caracas y Tlaxcala en 1992, y se dedicaron a volar oleoductos y torres eléctricas entre 1992 y 1995. Pero allí estaba el periodista más visto del país, en una entrevista larga con el segundo jefe de la principal guerrilla, a través del canal de televisión de mayor audiencia. Desde 1984 los jefes guerrilleros eran habituales huéspedes de los medios de comunicación y, en sus campamentos, anfitriones de líderes nacionales de todo orden y cronistas de medio mundo. Los guerrilleros tenían más y mejor prensa que cualquier líder social. Visto en retrospectiva me parece que fue un enorme esfuerzo de gobiernos y medios de comunicación por facilitar la comprensión de los actores armados que desafiaban al Estado. De ahí que no crea que la persistencia de la guerra y, sobre todo, su atrocidad se deba a un problema de extrañeza moral. Los jefes guerrilleros —los de las FARC , en particular— han tenido el privilegio de conversar cara a cara durante tres décadas con presidentes, políticos, magistrados, artistas, obispos, periodistas; en mucha mayor medida, por ejemplo, que el presidente de la Central Unitaria de Trabajadores, CUT , o el de la Organización Nacional Indígena de Colombia, ONIC .
Arizmendi trató a Cano con mayor respeto del que, en esa época, guardaba por otros personajes de la vida nacional. Por esos días, todavía muchos intelectuales, muchos periodistas y demasiados curas sostenían una postura benevolente respecto a las guerrillas izquierdistas. Resultaba muy llamativa la buena salud de la imagen guerrillera entre algunos sectores medios urbanos —minoritarios pero activos— en contraste con su casi nulo apoyo popular y de la opinión pública. Cuando las guerrillas incrementaron el secuestro y las FARC empezaron a matar trabajadores bananeros en Urabá y campesinos en todo el país, se quedaron más solos todavía. Siguieron operando algunas justificaciones anacrónicas de su lucha y algunos apoyos vergonzantes, disfrazados con las máscaras que a veces proporciona la virtud.
Cuando el gobierno nacional me pidió que hiciera parte de la Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas —acordada en la Mesa de Diálogos de La Habana con las FARC — me referí en mi informe a las inquietudes que me quedaron de aquella lección filial. Dije que “las guerrillas revolucionarias crecieron al margen de las principales preocupaciones de la población y se concentraron en robustecerse como máquinas de guerra”; que “un factor nada desdeñable para la incubación armada fue el clima intelectual que justificaba el uso de la violencia”; y que “en Colombia la guerra se inició por la voluntad de grupos revolucionarios que desafiaron mediante las armas al gobierno y a la sociedad”. En algunos de los foros y discusiones públicas de los textos de los comisionados surgieron dudas o reparos a estas y otras afirmaciones.
Este libro tiene el propósito de ampliar mis argumentos y documentarlos con el detalle y profusión posibles para mis limitaciones. Se ocupa de mostrar cómo surgieron las guerrillas en Colombia sin consideración alguna de condiciones específicas del país. Prueba —espero— que las gentes que tomaron las armas contra el Estado lo hicieron teniendo otras alternativas a la mano, en medio de tremendas discusiones fraternales y en contravía de muchas otras personas de izquierda, tan radicales y convencidas como ellas. Sistematiza las propuestas, consignas y otros elementos movilizadores de las guerrillas. Describe las variantes que adoptaron la justificación de la guerra y otras posiciones que enviaron mensajes equívocos a las guerrillas acerca de lo que podían esperar de la población. Realza las ideas de algunos personajes que tuvieron la lucidez y el coraje de salirse del rebaño, pensando con cabeza propia y actuando con independencia. Y sugiere, al final, que estas ideas pueden proveer el material para elaborar una crítica de la guerra y de la violencia más sólida, que pueda servir de base a un consenso amplio y apuntalar una cultura política civilista que se erija como un dispositivo, entre otros, que impida la repetición de los actos que causaron tanto dolor en el país.
Cualquiera puede darse cuenta de que adelanto un trabajo de análisis y crítica interna de los discursos y narrativas de los grupos guerrilleros y los intelectuales. El hilo conductor del libro se basa en las voces propias de los protagonistas personales o institucionales, pues me interesaban sus puntos de vista y sus percepciones, y procuro hacerlo desde mi conocimiento de la filosofía política y de las teorías revolucionarias. En menor medida recurro a terceros, algunos de ellos aparentes y otros auténticos terceros. Se trata de un enfoque que, aunque creo que ha sido poco usado para analizar la guerra en el país, no pretende ninguna superioridad respecto a otros. Insisto, para este libro tuve poco interés en miradas externas, juicios desde otros paradigmas distintos a los de los protagonistas. Por supuesto, no soy un observador neutral; miro nuestra historia reciente a la luz de mis investigaciones sobre las teorías de las guerras civiles y desde una opción ética y política muy definida. Trato de aportar un complemento a magníficos trabajos que se han hecho sobre los actores, las estructuras, las políticas estatales, los aspectos económicos, legales y humanitarios de la contienda armada.
Mi lenguaje procura ser respetuoso con los combatientes y sus organizaciones. En el capítulo sobre los intelectuales me abstuve de exponer más frontalmente a los difusores de los lugares comunes y esquemas mentales que critico pues son signos de su época y hay que evitar el anacronismo. Pero, como dijo Fernando González, no se trata de andar repartiendo la razón y por ello el texto es, de principio a fin, una toma de posición. Las poses de corrección política carecen de interés para mí y deberían ofender al público inteligente. Una parte del léxico que uso es técnico, pero no quería fatigar con excesos teóricos; para eso está mi libro Guerra civil posmoderna (Siglo del Hombre — Universidad EAFIT — Universidad de Antioquia, 2009).
Aunque se titula Las ideas en la guerra, este libro no refleja con precisión esa promesa. La tarea está a medio hacer. Se requiere una investigación más profunda sobre el papel de los medios de comunicación y el de la Iglesia católica, que cuenta con inicios prometedores en los trabajos de Jorge Iván Bonilla y Fernán González, entre otros. Se han estudiado poco los actores internacionales no estatales, cómo y por qué se involucraron algunos en nuestra guerra, repartiendo simpatías y condenas, y otros ayudando en soluciones. No me detengo en el paramilitarismo; es probable que alguien encuentre ideas donde yo solo he visto actos existenciales y reactivos.