Í NDICE
A mis hijos, por permitirme dedicar casi toda
mi vida al trabajo sin quejarse.
A mi mujer, que siempre estuvo enterada de
todo lo que hacía y nunca dejó de apoyarme.
A mis compañeros de la Guardia Civil.
Yo fui uno más de los muchos que
lo dieron casi todo en la guerra
contra el terrorismo.
M ANUEL P ASTRANA
A mi padre, que siempre ha estado.
A mi hijo Lucas, que siempre estará.
A quien me ha recordado cada día que podía y
debía hacerlo. Suya es la inspiración.
J OAQUÍN V IDAL
A GRADECIMIENTOS
A gradezco a Pilar Cernuda que viera esta historia desde el minuto uno, me pusiera en la senda y me avalara.
A la editora, que me ha alentado —y aguantado— a pesar de mis dudas y calamidades.
A José Luis Mora, que tuvo la paciencia de leer el original y saber picarme. A los amigos que han aportado granitos de arena y un rosario de frases que me han situado en la España de aquellos años.
Y a C.G., que nos presentó y nos guareció, envueltos en el humo de sus deliciosos habanos.
J. V.
N OTA DE LOS AUTORES
E stas memorias de Manuel Pastrana ni son exhaustivas ni son exactas en algunos pasajes. No por mala fe ni por ineficacia malintencionada del autor, sino porque muchos de los hechos siguen perteneciendo a la nebulosa de los secretos de Estado.
Manuel Pastrana es guardia civil y su vida profesional ha estado sujeta a la obediencia a los mandos. Y su carrera discurrió en unos años convulsos y violentos en la historia reciente de España.
En consecuencia, algún nombre es ficticio y otros se omiten voluntariamente, por razón del riesgo que correrían sus vidas o su reputación.
Los años más controvertidos del tiempo de servicio de Manuel Pastrana en el Cuerpo son aquellos en los que estuvo destinado en el Ministerio del Interior. En ese periodo el relato ha de ser especialmente cuidadoso y sutil, ya que hay hechos no solo aún no juzgados, sino desconocidos, que pudieran ser potencialmente delictivos por parte de terceras personas.
La opción que ha tomado el escritor de este relato ha sido completar la narración de Manuel Pastrana con la relación histórica de los hechos ya conocidos, con el fin de dar cuerpo al relato de aquellos difíciles años. Del mismo modo hay hechos protagonizados por Pastrana que están alterados en fechas en la narración, para hacer comprensible algunas circunstancias y sobre todo entender la forma de pensar y de vivir de aquellos servidores del Estado que se vieron obligados a enfangarse en la más pegajosa y sangrienta lucha contra el terrorismo.
P RESENTACIÓN
M e llamo Manuel Pastrana Griñán. Nací en Robledo en 1948 y soy subteniente de la guardia civil. Si soy el tipo ese que refleja el espejo veo a un hombre de casi setenta años, con el pelo blanco cortado a cepillo, bigote abundante y ojos azules. Tengo una cicatriz en la nariz, que hoy es ancha, pero antes era aquilina. He estado infiltrado en ETA dos años y he mandado en el GAL, participé en el 23-F y en muchas otras misiones del servicio. Me han disparado y nunca me dieron, he disparado y alguna vez acerté.
Soy un guardia civil que casi nunca ha llevado el uniforme, que me dejaba melena hasta los hombros, usaba pantalones vaqueros de campana y al que le han leído los derechos unas cuantas veces. Cuando yo estuve en el País Vasco, solo había dos tipos de guardias: a los que les habían leído los derechos y a los que no. Seguramente será, como me dijo mi primer teniente en mi primer destino: «Pastrana, usted es un ratón y ha nacido encima de un queso». Para quien a los diez años tenía que cuidar de los cerdos de la casa y a los doce era peón de albañil, estar destinado en un puesto de castigo de la Guardia Civil en Irún en 1973 resultaba ser un premio. Seguramente así empezó todo.
No, no acabo de reconocerme en ese hombre que ha echado tripa que veo en el espejo. Soy Manuel Pastrana Griñán y muchos dicen que soy el ejecutor de la guerra sucia contra ETA. No lo creo, lo que sí sé es que he sido uno de los tipos que más información ha manejado sobre ETA y que la mayor parte la he conseguido por mis propios medios.
Engañé a ETA, mentí un poco a mis jefes, declaré tres veces —dos ante el juez Garzón—, me he jugado la vida, he disparado y he guardado kilos de goma-2 a diez metros del dormitorio de mis hijos. Aunque apenas me reconozca hoy me puedo mirar al espejo porque hice caso al mejor consejo que me dieron nunca —lo hizo un general al que siempre respetaré—: «Manolo, no mate, que luego todo se sabe».
No he matado pero sí han matado a compañeros. No he matado pero sí he prendido fuego, preparado bombas, huido, engañado y manejado mucho dinero. Soy un tipo al que dieron como primer destino un puesto de guardias castigados en el sitio más peligroso del País Vasco de los años de plomo, la década de 1970 y que, llámenme loco si quieren, allí vivió sus mejores años. Por eso seguramente he llegado vivo y libre al día de hoy y puedo dedicarme a mi huerto y a beber vino con mis amigos. Y seguramente por eso puedo contarlo. Y es lo que voy a hacer.
La guerra contra ETA fue dura, fue sangrienta y muchas veces fue sucia. Alguien tenía que hacerlo y la Guardia Civil ordenó que lo hiciera Pastrana. De entre los setenta y cinco mil guardias civiles que había, me tocó hacerlo a mí. Y así fue como lo hice.
EL RECOMENDADO
—A ver tú, el siguiente, pasa. ¿Traes alguna recomendación?
—Sí mi cabo, claro que la tengo.
—Dime. ¿Quién te recomienda?
—El alguacil de mi pueblo.
—Conque el alguacil, ¿eh? Pues te vas a Puntxas.
—¿Y eso dónde es, mi cabo?
—Ya lo irás viendo. ¡Largo!
El día de la virgen, 15 de agosto de 1971, este guardia vestido de uniforme de paseo se presenta en el Tercio de San Sebastián, el 51 Tercio. Que me haya tocado el norte no me parece ni bien ni mal cuando estoy viniendo en el tren cruzando Castilla, nada más salir de la escuela de guardias de El Escorial. Ahora me tengo que ir a Puntxas, un puesto que depende del cuartel de Irún. En esa época no te llevaban ni se andaban con contemplaciones. De manera que este guardia de veintitrés años vestido con uniforme de paseo, con los correajes y todo, tricornio, mi máquina de escribir y la maleta de cartón se tiene que coger un tren que lo lleve de San Sebastián a Irún. Nadie me mira bien en el vagón. Más bien me miran mal.
Puntxas es en realidad un puesto de castigo. Yo no sabía lo que era un puesto de castigo hasta que me lo explicó un guardia aquí, en Puntxas. De veintiséis guardias que éramos, quince eran castigados, arrestados. Los mandaban al peor sitio, a la orilla del río Bidasoa, un poco al sur de Irún donde al mando de un sargento tienen que patrullar la frontera que marca el río Bidasoa con Francia.
Puntxas está en un pequeño acantilado, en el meandro del río, a pocos metros del agua, entre árboles. Una estrecha carretera que es carretera nacional nos separa del monte que tenemos a la espalda. La carretera es la que lleva a Pamplona y por ella pasan continuamente camiones pesados cargados de metal para una fundición y áridos que se sacan río abajo. El sargento que me recibe en la oficina del puesto es bastante acogedor:
—No se preocupe, Pastrana, este es un sitio tranquilo. Quitando que la semana pasada nos pusieron una bomba de quince kilos, que por suerte no llegó a explotar…
Todavía no hay muchas muertes por ETA, pero pronto sabré que si ETA está en algún sitio, es aquí.
Como ya he dicho, soy Manuel Pastrana Griñán, de veintitrés años, nacido en Robledo, provincia de Albacete, y recién salido de la Academia de guardias. En su inmensa sabiduría la Guardia Civil me ha mandado a Guipúzcoa, al Tercio de San Sebastián, a la 511 comandancia, a uno de los puestos que tiene desperdigados marcando la línea del río Bidasoa que separa a España de Francia. Al sur tenemos el puesto de Mena y al norte ya está Irún, a seis kilómetros. Es la primera vez que llego más al norte de Madrid.