1941
1942
1943
1944
1945
VASILI GROSSMAN. Nacido en Berdíchev (1905) en una familia judía emancipada, no fue educado en la tradición de sus antepasados. Ingeniero de profesión, empezó a escribir relatos durante su etapa universitaria y se centró definitivamente en la escritura a mediados de los años treinta. Apoyó la Revolución rusa de 1917, pero la Gran Purga estalinista de 1937 le afecta de cerca, en la persona de familiares y amigos y, muy especialmente, de su pareja. Ello no disminuye su compromiso con el destino del pueblo ruso y, a pesar de estar exento del servicio militar, se presenta como voluntario para ir al frente cuando estalla la Segunda Guerra Mundial. Sus vivencias durante el conflicto alimentan las que serán sus obras maestras, como las novelas Vida y destino, Por una causa justa y Todo fluye, así como el volumen de sus crónicas del frente, Años de guerra, o El libro negro, una compilación de testimonios de las víctimas del nazismo, realizada junto a Ilyá Ehrenburg. El totalitarismo soviético acabará, sin embargo, destruyendo a Grossman al requisarle el original de sus textos y prohibir su publicación. Grossman murió en Moscú (1964) creyéndolos perdidos para siempre.
EL PUEBLO ES INMORTAL
1. Agosto
Aquella tarde del verano de 1941, la artillería pesada avanzaba en dirección a Gómel. Las piezas eran tan enormes que hasta los expertos soldados del convoy, habituados a todo, contemplaban con interés las colosales trompas de acero. El aire vespertino estaba saturado de polvo, que cubría de una capa gris los rostros y la ropa de los artilleros, y les inflamaba los ojos. Sólo algunos marchaban a pie; los más iban sentados en las piezas. Uno de los combatientes bebió agua de su casco de acero y las gotas rodaron por su barbilla; sus dientes, humedecidos, brillaban, y parecía que reía, pero no era así. Su rostro reflejaba concentración y cansancio.
—¡Aviones! —gritó con voz estentórea el teniente que marchaba en cabeza.
Dos aviones volaban raudos hacia la carretera por encima de un pequeño robledal. Los hombres, preocupados, los siguieron con la vista e intercambiaron opiniones:
—¡Son nuestros!
—No, son alemanes.
Y como siempre en estos casos, alguien dio muestras de la agudeza nacida en el frente:
—Son nuestros, son nuestros. ¿Dónde está mi casco?
Los aviones volaban en perpendicular al camino, claro indicio de que eran soviéticos. Los aviones alemanes, por lo general, al divisar una columna tomaban un rumbo paralelo a la carretera.
Poderosos tractores arrastraban los cañones por la calle de la aldea. Entre las casitas de adobe encaladas y los pequeños jardincillos poblados de ondulantes centauras doradas y de peonías rojas, llameantes a la luz crepuscular; entre las mujeres y los viejos barbicanos sentados en los bancos de tierra, entre el mugido de las vacas y los ladridos de los perros, los enormes cañones, que avanzaban por la aldea sumida en el sopor de la tarde, ofrecían un aspecto extraño y fantástico.
Junto al pequeño puentecillo, que gemía bajo el terrible y desacostumbrado peso, se hallaba estacionado un coche ligero, esperando a que acabasen de pasar los cañones. El chófer, por lo visto habituado a tales detenciones, contemplaba sonriente al artillero que bebía agua del casco. El comisario de batallón sentado a su lado se limitaba a mirar hacia delante, esperando ver aparecer la cola de la columna.
—Camarada Bogariov —dijo el chófer con acento ucraniano—, ¿no sería mejor pernoctar aquí? La noche se nos echa encima.
El comisario negó con un movimiento de cabeza.
—No, tenemos que darnos prisa —respondió—; debo llegar hoy sin falta al Estado Mayor.
—De todos modos, de noche no podremos avanzar por estos caminos y nos tocará dormir en el bosque —indicó el chófer.
El comisario soltó una carcajada.
—¿Qué te ocurre, te han entrado ganas de beber un poco de lechecita?
—¡Pues claro! ¡No nos vendría mal beber leche y comernos unas patatas fritas!
—Y un ganso asado —añadió no sin ironía el comisario.
—¡Pues claro! —respondió el chófer con jovial entusiasmo.
Poco después, el coche se lanzaba por el puente. Unos chiquillos rubios corrieron tras él.
—¡Tiítos, tiítos —gritaban—, cojan unos pepinos, cojan unos tomates, cojan unas peras! —Y tiraban por la ventanilla abierta del auto pepinos y peras todavía sin sazonar.
Bogariov saludó a los pequeños agitando una mano y, en aquel mismo instante, un escalofrío de emoción recorrió su cuerpo. No podía ver sin un sentimiento de aflicción y ternura cómo los pequeños campesinos despedían al Ejército Rojo en retirada.
Antes de la guerra, Serguéi Aleksándrovich Bogariov era profesor de marxismo-leninismo en uno de los institutos de enseñanza superior de Moscú. Como sentía una ferviente vocación por la investigación básica, trataba de dedicar el menor número posible de horas a las clases. Concentraba todo su interés en un trabajo científico que había emprendido hacía dos años. Después de volver del trabajo, se sentaba a cenar, sacaba de su cartera algún manuscrito y se enfrascaba en su lectura. Ante las preguntas de su mujer sobre si le gustaba la cena, si no le faltaba sal a la tortilla, él le contestaba lo primero que se le venía a la cabeza. La mujer unas veces se enfadaba y otras se reía, pero Bogariov le decía invariablemente: «Sabes, Lisa, hoy he sentido un verdadero placer leyendo una carta de Marx que hemos encontrado en un viejo archivo».
Al estallar la guerra, Serguéi Aleksándrovich Bogariov se convirtió en el jefe de la Sección de Propaganda entre las fuerzas enemigas, aneja a la Dirección Política del Frente. Había momentos en que añoraba las frías salas del archivo del instituto, su escritorio atestado de papeles, la lámpara de despacho, el chirrido de las ruedecillas de la escalera que la bibliotecaria movía de una estantería a otra. A veces, en su cerebro surgían determinadas frases de su trabajo inacabado, y entonces se ponía a meditar sobre las cuestiones que tan viva y ardientemente le habían apasionado.
El coche avanzaba por uno de los caminos de la zona de guerra. Nubes de polvo flotaban sobre esos caminos: polvo oscuro color ladrillo, polvo amarillento, gris, fino, polvo levantado por cientos de miles de botas militares, las ruedas de los camiones y las orugas de los tanques, los tractores y los cañones, las pezuñas de las ovejas y de los cerdos, las manadas de caballos de labor y los numerosos rebaños de vacas, los tractores koljosianos y los desvencijados carros de los refugiados, los laptis de los campesinos y los zapatitos de las muchachas evacuadas de Bobrúisk, Mosir, Zhlobin, Shepetovka y Berdíchev. Ese polvo envolvía Ucrania y Bielorrusia, flotaba sobre el territorio soviético, confería a todos los rostros un tinte cadavérico. De noche, el resplandor de las aldeas en llamas teñía el oscuro cielo agosteño de un rojo siniestro. El ruido ensordecedor de las explosiones de las bombas de aviación retumbaba en los sombríos robledales y pinares, en las trémulas pobedas; las balas trazadoras, verdes y rojas, pespunteaban el tupido terciopelo celeste; relampagueaban los fogonazos de los obuses antiaéreos; en la tenebrosa altura se oía el monótono zumbido de los Heinkel, cargados de bombas, y parecía que el ronquido de sus motores decía « trai-i-go, trai-i-go»… Los ancianos, las viejas y los niños de las aldeas y caseríos acompañaban a los combatientes en retirada y les decían: «Bebe un poco de leche, querido. Come un poco de requesón. Toma un pastelillo, unos pepinillos para el trayecto, hijito…».