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Marina Tsvietáieva - Diarios de la Revolución de 1917

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Marina Tsvietáieva Diarios de la Revolución de 1917
  • Libro:
    Diarios de la Revolución de 1917
  • Autor:
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    ePubLibre
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  • Año:
    1919
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Diarios de la Revolución de 1917: resumen, descripción y anotación

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MARINA TSVIETÁIEVA Moscú 1892 - Yelábuga 1941 es con Ajmátova Esenin - photo 1

MARINA TSVIETÁIEVA (Moscú, 1892 - Yelábuga, 1941) es, con Ajmátova, Esenin, Maiakovski, Pasternak y Mandelshtam, una de las figuras cumbres de la Edad de Plata de la literatura rusa. A los 18 años publicó Album vespertino, al que siguieron Linterna Mágica, Extractos de dos libros, Verstas, El espíritu cautivo, Poesía para Blok y Noches florentinas. El exilio la condujo a Berlín, Praga y París. En Praga escribió en 1924 dos de sus obras fundamentales, Poema de la montaña y Poema del fin, e inició con Ariadna su trilogía trágica La ira de Afrodita; y en París, a donde se trasladó en 1925, Enviado del mar, Tentativa de habitación, Poema de la escalera, Verano, Después de Rusia y Poemas a Chequia, además de ensayos como El poeta y la crítica, El poeta y el tiempo, El arte a la luz de la conciencia y Ensayo sobre Goncharova. Sin embargo, la decisión de regresar a la Unión Soviética en junio de 1939 la sumió en una desesperación sin horizontes: su hermana menor, Anastasia, fue deportada a un campo de concentración e idéntica suerte corrió poco después su hija Ariadna. Entre tanto, su hijo Mur, con apenas 17 años, había sido destinado tras la invasión nazi a una brigada de detección de minas, y su marido, detenido y condenado a muerte. En 1941 puso fin a su vida.

DE ALEMANIA

(FRAGMENTOS DE MI DIARIO DE 1919)

¡Mi pasión, mi patria, la cuna de mi alma! ¡Fortaleza del espíritu que suele considerarse como prisión para los cuerpos!

El pequeño pueblo de Loschwitz cerca de Dresde, mis dieciséis años, en la familia de un pastor protestante — fumo, el cabello corto, los tacones de cinco vershóks (Luftkurort, el sistema del doctor Lahmann – ¡todo el pueblo calza sandalias!) — acudo a mis citas con la estatua de un centauro en el bosque, no distingo una remolacha de una zanahoria (¡en la familia de un pastor!) – ¡imposible enumerar todos los motivos de rechazo!

Pero – ¿me rechazaban? No, me amaban, no, me toleraban, no, me dejaban ser. ¿Acaso alguna vez alguien me hizo algún reproche? ¿Me miró con desprecio? ¿Pensó mal de mí?

Es el país de la libertad. Lo afirmo. El país de la máxima consideración de la calidad por la calidad, la cantidad por la calidad, la persona por la persona, lo impersonal por lo personal. Un país donde la ley (de la convivencia) no sólo toma en cuenta las excepciones: las venera. Porque en cada oficinista dormita un poeta. En cada sastre despierta un violinista. En cada león cervecero, ante la llamada de la patria, despertará un león verdadero.

Recuerdo en mi primera infancia, en la Riviera, a Röver, un muchacho alemán que a sus dieciocho años moría de tuberculosis. Hasta cumplir dieciocho vivió en Berlín, primero en la escuela, después en la oficina. Olía a encerrado, transpiraba, se aburría.

Recuerdo que por las tardes, hechizado por su música alemana y mi madre rusa – ¡mi madre dominaba el piano de forma no femenina! — bajo los sonidos de su sagrado Bach, en esa cada vez más oscura habitación italiana donde las ventanas parecían puertas — él nos enseñaba, a Asia y a mí, la inmortalidad del alma.

Un trocito de papel sobre la lámpara de petróleo: el papel se arruga, se consume, la mano que lo tiene — lo suelta y… – «Die Seele fliegt!».

¡El trocito de papel sale volando! ¡Vuela hasta el techo que, naturalmente, se abrirá para que el alma pase al cielo!

Yo tuve un álbum. Es bochornoso para una treinteañera, madre de dos niñas, ponerse a hacer un álbum, pero mi madre los hizo para nosotras — uno para Asia y otro para mí. Escribió durante toda la tísica costa genovesa. Y entre las citas de Uhland».

El alemán Reinhardt Röver, un oficinista modelo y un no menos modelo moribundo (el termómetro, el tiocol, la vuelta al casa al ponerse el sol) — el alemán Reinhard Röver murió en su año diecinueve, en Nervi, durante el Carnaval.

Ya lo habían trasladado a un piso privado (en la Pensión no se puede morir), a una habitación en la parte superior de un alto y lóbrego inmueble. Asia y yo le llevábamos las primeras violetas, mi madre — toda la música de su ser extraordinario.

«Wenn Sie einen ansehen, gnädige Frau, klingt’s so recht wie Musik!».

Y así, un día irrumpimos coriendo Asia y yo, — violetas, confetti, la boca llena de noticias… La puerta abierta de par en par. — «Herr Röver».

Y el refunfuño asustado de la enfermera:

«Zitto, zitto, e morto il Signore!».

La boca abierta, pro donde salió volando el alma, las alas solícitas del pañuelo que cubría su yerta cabeza.

Nos acercamos, dejamos las flores, lo besamos. («¡Sin besos! ¡En cada milímetro cúbico de aire — hay millones de miasmas!» — así nos aleccionaban todos, sin tomar en cuenta que a los ocho años aún no se sabe de cubos, ni de milímetros, ni de millones, ni de miasmas — de nada, ¡salvo de besos y de aire!).

Lo besamos, lo miramos, nos fuimos. En la escalera — sonora y de caracol — un escalofrío: ¡Röver nos persigue!

A lo largo de tres días, en la ventana de su habitación mortuoria, se airearon: el colchón, la almohada, las sábanas — a la espera de nuevos inquilinos. Sus cosas (su Malkasten, termómetro, algunos cambios de ropa, su Lenau de cabecera) fueron enviados a su casa, a la oficina. Y no quedó nada del alemán Reinhardt Röver – «Excepté la satisfaction d’avoir fait son devoir».

De mi Röver al universal Novalis — un suspiro. «Die Seele fliegt» — más no ha dicho ni Novalis. Más no ha dicho nunca nadie. Aquí está Platón, y el conde August von Platen, aquí está todo y todos, y no hay nada además.

Así, de un pasatiempo infantil y una inscripción en mi álbum, de dos palabras: el alma y el deber —

El alma es el deber. El deber del alma — es volar. El deber es el alma del vuelo (vuelo porque debo)… En una palabra, de una u otra forma: Die Seele fliegt!

«Ausflug

Quizá voy a decir una barbaridad, pero para mí Alemania — es la continuación de la Grecia antigua, joven. Los alemanes la heredaron. Y, al no conocer el griego, de ningunas manos, de ningunos labios que no sean los alemanes, aceptaré ese néctar, esa ambrosía.

De los niños varones. Recuerdo en Alemania — yo era aún una adolescente — en un lugarcito llamado Weisser Hirsch de Heinrich Mann, con un epígrafe escrito de mi puño y letra:

Blonde enfant qui deviendra femme,

Pauvre ange que perdra son ciel.

LAMARTINE

Ist’s wirklich Ihre Meinung?

Y mi réplica:

Ja, wenn’s durch einen, wie Sie geschieht!

Y a Asia, otro niño, también sonrosado y rubio, pero a cada paso-tímido y agradablemente-tímido — un pequeño commis, un conmovedor Christian treceañero — la llevaba con toda solemnidad del brazo, como si fuera su novia. Él tal vez — es más, sin duda — no se daba cuenta, pero ese gesto, labrado durante decenas de generaciones (¡de intendentes!) lo tenía a mano.

Y otro – Hellmuth, era de cabellos oscuros y ojos claros, a quien nosotras, junto con otros niños varones (Asia y yo éramos «mayores», «ricas» y «libres», y ellos Schulbuben».

Y el colegial Volodia — tan distinto — pero que también medía con admiración la altura de nuestros tacones — aquí, en el santuario del doctor Lahmann, ¡donde ya se nace con sandalias!

– ¡Hellmuht, Christian, colegial Volodia! – ¡quién de vosotros habrá sobrevivido a los años 1914-1917!

¡Ah, la fuerza de la sangre! Recuerdo que mi madre hasta el fin de su vida escribió: Thor, Rath, Theodor — por ese patriotismo alemán ancestral, aunque era rusa, y en absoluto por vejez, ya que murió a los treinta y seis años.

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