Música de playa
Pat Conroy
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RECOMENDACIÓN
Si te ha gustado esta lectura, recuerda que un libro es siempre el mejor de los regalos. Recomiéndalo para su compra y recuérdalo cuando tengas que adquirir un obsequio.
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AGRADECIMIENTO A ESCRITORES
Sin escritores no hay literatura. Recuerden que el mayor agradecimiento sobre esta lectura la debemos a los autores de los libros.
PETICIÓN
Libros digitales a precios razonables.
Este libro está dedicado a mis tres
maravillosos e insustituibles hermanos:
MICHAEL JOSEPH, JAMESPATRICKyTIMOTHY JOHN;
lealesycomunicadores de vida.
Y a THOMAS PATRICK,
nuestro hermano heridoymuchacho perdido,
que se quitóla vidael31 deagostode 1994.
Agradecimientos
Con especial gratitud a:
SUSANNAH ANSLEY CONROY, mi hija menor y el gran don de mi edad madura, a la que amo de todo corazón.
TIM BELK, amigo de mi vida, pianista, sureño en San Francisco.
DOUG MARLETTE, mi amigo «kudzú», que me ha mostrado que el artista sólo trabaja con fuego.
El novelista MICHAEL MEWSHAW y LINDA KIRBY MEWSHAW, que me enseñaron el significado de la hospitalidad e hicieron de los Años Romanos unos años mágicos.
La doctora MARION O’NEILL, salvavidas e isleña de Hilton Head.
NAN TALESE, mi brillante y maravillosa editora. Me gustaría que todos los escritores pudieran tener tan magnífica experiencia con su editor.
JULIAN BACH, mi agente, el último de los grandes caballeros, y MARLY RUSOFF, mi vieja amiga de Minnesota y uno de los grandes amores de mi vida.
El coronel JOSEPH WESTER JONES, JR., y JEAN GAULDIN JONES, de Newbern, Tennessee, por su generosidad, coraje y elegancia.
Y su hijo, el capitán JOSEPH W. JONES III, héroe norteamericano muerto en acción en Vietnam, padre de mis dos hijas mayores, que no vivió para ver en qué encantadoras mujeres se convertían sus niñas.
Y alos esenciales:
Lenore y los chicos, Jessica, Melissa, Megan, Gregory y Emily, Melinda y Jackson Marlette, Betty Roberts, Margaret Holly, Dennis Adams, Nuri Lindberg, Jane y Stan Lefco, Eugene Norris, Bill Dufford, Sallie y Dana Sinkler, Sylvia Peto, Sigmund y Frances Graubart, Cliff y Cynthia Graubart, Anne Rivers y Heyward Siddons, Terry y Tommie Kay, Mary Wilson y Gregg Smith, Bill y Trish McCann, Joseph y Kathleen Alioto, Yanek y Mary Chiu, Henry y Liselle Matheson, Elayne Scott, Brooke Brunson, Carol Tuynman, Joy Hager, Ann Torrago, Bea Belk, Sonny y Katie Rawls, Diane Marcus, Sandee Yuen, Jesse Cohen, Stephen Rubin, Bill y Lynne Kovach, Herb y Gert Gurewitz, Steve, Riva, Peter, Ann, así como Jonathan Rosenfield, Rachel Resnick, Dick y Patsy Lowry, la gente de la isla de Fripp, las familias y maestros del convento del Sagrado Corazón, en San Francisco, los Sobol, los Pollak, los O’Hearn, los Nisbet, los Harper de Florida y los Gillespie de Jacksonville, mi familia política, Jean, Janice, Teri y Bobby, y también mi sobrina Rachel y mis sobrinos Willie y Michael. Y una cariñosa reverencia a mi primera nieta, Elise Michelle.
Nota al lector
Estoy en deuda con quienes compartieron conmigo sus recuerdos y experiencias del Holocausto e hicieron así posible este libro:
MARTHA POPOWSKI BERLIN, cuyos padres, Henry y Paula, sobrevivieron al Holocausto; fue Martha quien me ayudó a emprender el viaje que condujo a este libro. El Centro de la Comunidad Judía de Atlanta, y la Asociación de Hijos de Supervivientes del Holocausto, en Atlanta. El Centro sobre el Holocausto del Norte de California, y las familias Lourie y Friedman, que me permitieron asistir a su reunión familiar en Charleston. Gracias también a las numerosas familias judías de Atlanta que nos relataron su historia a mí o a mi investigadora, la artista Miriam Karp. Mi agradecimiento a la librería Old New York por publicar el folleto During the Russian Administration: With the Jews of Stanislawow During the Holocaust («Durante la Administración rusa: con los judíos de Stanislawow durante el Holocausto»), de Abraham Liebesman. El traductor del hebreo fue Sigmund Graubart.
PARTE I
1
S
uelo estar levantado cuando la Piazza Farnese despierta. Me preparo un café a oscuras y salgo con él a la terraza donde veo brillar la primera luz sobre la ciudad color de ciervo.
A las seis de la mañana llega el quiosquero y empieza a ordenar revistas bajo el toldo. Luego entra en la piazza, por el oeste, un camión cargado con paquetes de IlMessagero y otros periódicos matutinos. Los dos carabinieri que montan guardia ante la entrada de la embajada de Francia encienden las luces de su jeep para iniciar una lenta vuelta de rutina al Palazzo Farnese. Los carabinieri parecen aburridos siempre con idéntica expresión, como figuras de una baraja desgastada. A menudo puede distinguirse el tenue fulgor de los cigarrillos sobre el salpicadero mientras permanecen sentados en el vehículo durante la larga noche romana. A continuación, llega una camioneta cargada con fragantes sacos de café y se detiene ante el Bon Caffè al mismo tiempo que el propietario levanta la persiana metálica. Su primera taza de café siempre es para el conductor de la camioneta, y la segunda para el dueño del quiosco de prensa. Un niño, el hijo del propietario, les lleva luego dos tazas de café solo a los carabinieri del otro lado de la piazza, justo cuando las monjas de Santa Brígida empiezan a rebullir en el convento que hay enfrente de mi edificio.
Cuando todavía reina la oscuridad bajo las estrellas impávidas y la luna baja, una monja abre el portillo de hierro de la iglesia de Santa Brígida, lo cual significa que va a empezar la misa. Hay soledad en el desaliento de esa contemplación, y entonces cuento ritualmente las trece iglesias que se ven desde mi terraza. Aquel día, no había acabado aún cuando vi entrar en la
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