Arundhati Roy
El Dios De Las Pequeñas Cosas
Título original: TheGod of Small Things
Traducción: Cecilia Ceriani y Txaro Santero
© Arundathi Roy, 1997
Deseo expresar mi reconocimiento:
A Pradip Krishen, mi crítico más exigente, mi amigo más cercano, mi amor. Sin ti, este libro no habría sido este libro.
A Pia y Mithva, por ser mías.
A Aradhana, Arjun, Bete, Chandu, Cario, Golak, Indu, Joanna, Naheed, Philip, Sanju, Veena y Viveka, por acompañarme durante los años que me llevó escribir este libro.
A Pankaj Mishra, por promocionarlo en sus viajes por el mundo.
A Alok Rai y Shomit Mitter, por ser de esa clase de lectores con que sueñan los escritores.
A David Godwin, agente volante, guía y amigo. Por haber hecho aquel viaje impulsivo a la India. Por abrir un camino entre las aguas.
A Neelu, Sushma y Krishnan, por levantar mi moral y no permitir que me dejara vencer por el desaliento.
Y finalmente, pero de todo corazón, a mis padres. Por su cariño y su apoyo.
Gracias.
A Mary Roy, que me crió,
me enseñó a decir «perdón» antes
de interrumpirla en público
y me quiso tanto como para dejarme marchar.
A L. K. C, que, como yo, sobrevivió.
Nunca más volverá a contarse una historia como si fuera la única.
John Berger
1. CONSERVAS Y ENCURTIDOS PARAÍSO
Mayo, en Ayemenem, es un mes caluroso y de ansiosa espera. Los días son largos y húmedos. El río mengua y negros cuervos se dan atracones de lustrosos mangos sobre árboles inmóviles, de un verde polvoriento. Las bananas rojas maduran. Los frutos de las nanjeas estallan. Los despistados moscones zumban sin rumbo fijo en el aire afrutado y acaban estrellándose contra los cristales para morir, gordos y desconcertados, al sol.
Las noches son claras, aunque cargadas de apatía y de indolente expectación.
Pero a comienzos de junio irrumpe el monzón, que sopla del sudoeste, y hay tres meses de agua y viento, con breves intervalos de un sol fuerte y reluciente que los niños, llenos de entusiasmo, aprovechan para jugar. El campo se torna de un verde lujuriante. Las lindes se van desdibujando a medida que los setos de tapioca echan raíces y flores. Las paredes de ladrillo adquieren un color verde musgo. Los pimenteros trepan por los postes de la electricidad. Por los taludes de laterita asoman enredaderas silvestres que se extienden y atraviesan los caminos inundados. Navegan barcas por los bazares. Y aparecen pececillos en el agua que llena los baches de las carreteras.
Llovía el día en que Rahel regresó a Ayemenem. Hilos de plata inclinados se incrustaban en la blanda tierra y la levantaban como si fueran balas de fusil. En la colina, la vieja casa lucía su pronunciado tejado a dos aguas como un sombrero calado hasta las orejas. Las paredes, veteadas de musgo, ofrecían un aspecto mullido e incluso algo pandeado por la humedad que se filtraba del suelo. El jardín, abandonado y cubierto de maleza, estaba plagado de correteos y susurros de seres diminutos. Entre los hierbajos, una culebra se restregaba contra una piedra reluciente. Ranas de color amarillo recorrían esperanzadas el estanque, lleno de verdín, en busca de pareja. Una empapada mangosta cruzó como un rayo el camino de entrada, cubierto de hojas.
La casa parecía deshabitada. Puertas y ventanas estaban cerradas a cal y canto. La galería delantera se hallaba vacía. Sin muebles. Pero fuera continuaba aparcado el Plymouth azul cielo, de alerones cromados, y, dentro, Bebé Kochamma seguía viva.
Era la tía abuela más joven de Rahel, la hermana menor de su abuelo. Su verdadero nombre era Navomi, Navomi Ipe, pero todos la llamaban Bebé. Se convirtió en Bebé Kochamma en cuanto fue lo bastante mayor para ser tía. Pero Rahel no había ido a verla. Ni la sobrina ni la tía abuela se engañaban al respecto. Rahel había ido a ver a su hermano, Estha. Eran gemelos bivitelinos. «Heterocigóticos», los llamaban los médicos. Nacidos de óvulos distintos, aunque fertilizados al mismo tiempo. Estha, Esthappen, era dieciocho minutos mayor.
Su parecido nunca fue muy grande. Así que ni siquiera cuando eran unos niños de bracitos delgados y pecho plano, tenían lombrices y llevaban tupés a lo Elvis Presley tuvieron que sufrir los típicos «¿Quién es quién?» y «¿Cuál es cuál?» por parte de parientes con exageradas sonrisas o de los obispos de la Iglesia ortodoxa siria que visitaban con frecuencia la casa de Ayemenem en busca de donativos.
La confusión yacía en un lugar más profundo, más secreto.
En aquellos primeros años amorfos en los que la memoria apenas se había iniciado, en los que la vida estaba llena de Comienzos y no tenía Finales, y Todo era Para Siempre, Esthappen y Rahel pensaban en sí mismos, juntos, como Yo, y por separado, individualmente, como Nosotros. Como si fuesen una extraña raza de gemelos siameses, separados físicamente pero con identidades conjuntas.
Ahora, al cabo de muchos años, a Rahel le viene a la memoria una noche en la que se despertó riéndose de un sueño divertidísimo que tenía Estha.
También guarda en la memoria otros recuerdos a los que no tiene derecho.
Recuerda, por ejemplo (aunque no estaba allí), lo que el Hombre de la Naranjada y la Limonada le hizo a Estha en el Cine Abhilash. Recuerda el sabor de los bocadillos de tomate (los bocadillos de Estha, los que Estha comía) en el tren correo, rumbo a Madrás.
Y eso no son más que las pequeñas cosas.
En cualquier caso, ahora piensa en Estha y en ella como ésos, porque, al haberse separado, ninguno de los dos es ya lo que fueron o un día pensaron que serían.
Y nunca lo serán.
Ahora sus vidas tienen tamaño y forma. Estha tiene la suya y ella también.
Contornos, Bordes, Fronteras, Orillas y Límites han surgido como un equipo de gnomos en sus horizontes separados. Criaturas de corta estatura y largas sombras que patrullan el Borroso Confín. Se les han formado suaves medias lunas bajo los ojos y ya tienen la misma edad que Ammu cuando murió. Treinta y un años.
No son viejos.
Ni jóvenes.
Pero tienen ya una edad en que la muerte es un hecho posible.
Estuvieron a punto de nacer en un autobús. El coche en el que Baba, su padre, llevaba a Ammu, su madre, al hospital de Shillong, a dar a luz, se averió en la carretera, llena de curvas, de la plantación de té de Assam. Dejaron el coche abandonado y pararon un abarrotado autobús del servicio interurbano. Por esa misteriosa compasión de los muy pobres hacia los comparativamente adinerados, o tal vez sólo porque vieron el avanzado estado de Ammu, dos pasajeros sentados cedieron su sitio a la pareja y, durante el resto del trayecto, el padre de Estha y Rahel tuvo que ir sujetándole a su madre la barriga (con ellos dentro) para evitar que se bambolease. Eso fue antes de que se divorciaran y Ammu volviera a Kerala.
Estha decía que, si hubiesen nacido en aquel vehículo, habrían podido viajar gratis en autobús el resto de su vida. No estaba muy claro de dónde había sacado aquella información o cómo se había enterado de esas cosas, pero, durante años, los gemelos sintieron un leve rencor hacia sus padres por haberlos privado de viajar gratis en autobús el resto de sus días.
También creían que, si los atropellaban cruzando un paso de cebra, el gobierno les pagaría el entierro. Tenían la clara impresión de que ésa era la finalidad de los pasos de cebra. Entierros gratuitos. Claro que en Ayemenem no había pasos de cebra en los que pudieran ser atropellados, ni en Kottayam, que era la ciudad más cercana, pero habían visto algunos desde la ventanilla del coche cuando fueron a Cochín, que quedaba a dos horas por carretera.
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