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Mario Conde - Memorias de un preso

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Mario Conde Memorias de un preso
  • Libro:
    Memorias de un preso
  • Autor:
  • Editor:
    Mr
  • Genre:
  • Año:
    2009
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Memorias de un preso: resumen, descripción y anotación

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Mario Conde
Memorias de un preso (2009)
PRIMER ENCIERRO 23 DICIEMBRE 1994
1
ENTRANDO EN ALCALÁ-MECO
23 diciembre 1994 Prisión de Alta Seguridad MADRID II (Alcalá-Meco)
– Ahora, Mario, vas a ir a la celda. Comprendo que el primer encuentro puede ser desestabilizador. Te ruego que no te vengas abajo y que procures leer para evadirte. Al ver el sitio donde vas a vivir es muy posible que… en fin…, no te preocupes porque te sobrepondrás enseguida. Por eso, por favor, lee y no pienses demasiado. Mañana será otro día.
Jesús Calvo, el director de la prisión de Alcalá-Meco, y yo charlábamos en el pequeño despacho encalado en blanco que teóricamente se destina al llamado Juez de Vigilancia Penitenciaria, una especie judicial de cuya existencia, contenido y funciones jamás escuché una sola palabra antes de ingresar en prisión, ni siquiera cuando estuve dedicado a las oposiciones a abogado del Estado.
– No te preocupes, director -fue mi respuesta, sin que percibiera que esas palabras admonitorias de algún posible y hasta probable desperfecto emocional me causaran demasiado impacto. Al fin y al cabo, era mi primer encuentro con la autoridad del Centro y no era cosa de extenderse excesivamente en discursos improvisados.
Con ese «no te preocupes», una frase de esas que pronuncias cuando no sabes qué pronunciar, cuando la mente consume puros reflejos mecánicos condicionados, dimos por finalizado este primer contacto, asumiendo que volveríamos a vernos en alguna que otra ocasión dentro del recinto, a pesar de que no es demasiado usual el encuentro personal y directo entre el director y el recluso, porque para eso están, como tendría ocasiones múltiples de comprobar durante mis estancias, los psicólogos, educadores y demás componentes de eso que llaman Equipo Técnico. Abandoné sin ruido el despacho blanco. Presentía que Jesús Calvo contemplaba en silencio mis movimientos, tratando de descubrir en cualquiera de ellos, por inocuo que pudiera parecer a los profanos de este arte, alguna información relevante sobre mi estado de ánimo, que se suponía abatido, destrozado, descompuesto por ese tránsito forzoso entre la gloria y la cárcel, entendiendo, claro, la finanza como gloria y la cárcel como abismo de lo insondable… Que es mucho entender, desde luego.
Jesús Calvo, además de gran director de prisiones, excelente persona, es psicólogo, por lo que no debe extrañar ese escudriñamiento de mi lenguaje gestual. Sintiendo la punzada de su observación en mi nuca, me volví repentinamente hacia él siguiendo un extraño impulso con la finalidad de cruzar miradas y sonrisas, como alargando, estirando la despedida final, como los ministros con sus cargos cuando saben que van a ser cesados. Me fijé en sus ojos: apuntaban curiosidad… y algo más indefinible. ¿Tristeza tal vez? ¿Simpatía? No lo sé.
Recorrí el pasillo en dirección contraria y volví al lugar en el que me habían tomado minutos antes las huellas dactilares. Frente a la mesita de fórmica y aglomerado dedicada a esos menesteres, inmediatamente antes de la puerta que da acceso al lugar en el que se encuentran las llamadas celdas americanas, la prisión cuenta con una especie de control de equipajes, de esos que se utilizan en los aeropuertos para analizar el contenido de las maletas de los que quieren subirse al avión, aunque aquí, en esta prisión de alta seguridad, no se encuentren maletas propiamente dichas, y mucho menos viajeros en tránsito hacia otro lugar, sino personas que llevan sus bolsas, más bien cutres en muchos casos, y que se ven forzadas a quedarse un tiempo en semejante monasterio de la oscuridad.
El funcionario del departamento de Ingresos, con movimientos lentos que traslucían meticulosidad, fue vaciando poco a poco, pieza a pieza, la bolsa que Lourdes, con la ayuda de Alejandra, me había preparado. Sentí un poco de rubor cuando vi cómo un extraño manejaba con sus manos mis calzoncillos, calcetines, pijamas y otras piezas de ropa que, por cierto, evidenciaban que por mucho que le dijeran a mi mujer que me iba a la cárcel, cualquiera que viera el contenido de mi bolsa pensaría que mi destino era algún lugar de alta montaña para esquiar o dedicarme a leer y escribir. Cosas del subconsciente, supongo. Bueno, lo que cuenta es que en principio todo mi equipaje se encontraba en orden penitenciario, esto es, cumplía el reglamento, lo que no es tan sencillo como parece, y precisamente por ello el primer escollo se mostró con la evidencia del primer susto carcelario: mi ropa de abrigo no era reglamentaria.
Mi primera sorpresa penitenciaria nació al conocer que en la cárcel está prohibido el color azul marino porque es el que utilizan los funcionarios y se trata de evitar que algún preso pueda vestirse con esos tonos con la finalidad de que la cromía de su vestimenta facilite su fuga carcelaria… Un poco sofisticado y hasta infantil, pero… Desgraciadamente, me habían comprado un anorak de ese color y lo habían metido en la bolsa, y el funcionario, cumpliendo las instrucciones recibidas de la superioridad, quería retirármelo. Le dije que era el único que tema, que yo no conocía esas reglas y que no me lo arrebatara porque hacía mucho frío. Y es que el frío de aquel 23 de diciembre de 1994 penetraba en los huesos y se instalaba como inquilino de pago entre ellos. Sobre todo en los míos porque, además de que no acostumbro a acumular demasiada grasa en mi estructura corporal, por alguna razón tengo una piel muy sensible a esa inclemencia.
El calor lo soporto mejor. Pero el frío no. Así se lo expliqué al funcionario, que comenzaba a sentirse incómodo con la situación. Por un lado, yo percibía simpatía en su mirada y era adivinable sin esfuerzo su deseo de entregarme el anorak. Por otro, la necesidad de cumplir las normas. Máxime en el caso de Mario Conde, porque podría ser letal para su carrera que le acusaran de trato de favor, aunque fuera una nimiedad. El hombre se debatía en cierto tormento interior. No todos los días un personaje como Mario Conde llega a Alcalá-Meco. No sabía si, como decía aquella vieja película, con él llegó el escándalo, pero de momento había llegado un problema…
En ese punto nos encontrábamos el funcionario y yo, en un diálogo más plagado de gestos que de palabras, cuando apareció de nuevo Jesús Calvo. El funcionario, evidenciando ante mí con sus gestos el poder de la autoridad que reúne el director de la prisión, le explicó a su jefe, con respeto y casi en voz baja, lo que ocurría. El director echó una mirada a mi ropa de abrigo, la tomó en la mano, la giró y de inmediato encontró una solución salomónica: podía retener mi anorak, pero debía utilizarlo al revés, es decir, que la tela que se mostrara al exterior fuera el forro interior, de color granate oscuro, con la obligación de pedir inmediatamente a mi casa que me trajeran otro de color distinto para dar cumplimiento estricto a las normas de prisionero.
– Gracias, señor director -fue mi respuesta. El funcionario sonrió aliviado. Me puse el anorak a toda velocidad porque comenzaba a helarme. También me requisaron la camisa, de color azul pálido, porque, nuevamente, coincidía con la que utilizaban los funcionarios que dedican su vida a vigilar a los presos. Eso me dio exactamente igual, porque una cosa es el frío y otra, ponerse a presumir nada más ingresar en prisión. Por cierto, algún tiempo después de ese incidente, un Juez de Vigilancia Penitenciaria declaró que esa prohibición de usar ropa azul era ilegal, tanto el oscuro como el pálido, porque los presos no son responsables de que los funcionarios de prisiones lleven uniforme azul, verde, caqui militar o de cualquier otra tonalidad.
Bastante lógico, por otra parte.
Recorrí el pasillo de Ingresos con dirección al módulo PIN, una extraña palabra nacida de la «P» de Preventivos y de la «IN» de Ingresos, del que nos separaba una pequeña puerta metálica.
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