Pedro Simón
Memorias
del alzheimer
Antonio Mercero, Pasqual Maragall,
Carmen Conde, Eduardo Chillida, Tomás Zori,
Enrique Fuentes Quintana, Jordi Solé Tura,
Antonio Puchades, Mary Carrillo, Adolfo Suárez,
Elena Borbón Barucci, Leonor Hernández.
Doce vidas marcadas por la enfermedad,
explicadas por primera vez
Primera edición: septiembre de 2012
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© Pedro Simón Esteban, 2012
© Del prólogo: Ángel Antonio Herrera, 2012
© Del texto Querido papá : Rafael José Álvarez, 2012
© La Esfera de los Libros, S. L., 2012
Avenida de Alfonso XIII, 1, bajos
28002 Madrid
Tel.: 91 296 02 00 • Fax: 91 296 02 06
www.esferalibros.com
ISBN: 978-84-9970-387-9 (e-book)
ISBN: 978-84-9970-796-9 (rústica)
Fotocomposición: IRC
Fotomecánica: Unidad Editorial
Imposición y filmación: Preimpresión 2000
Impresión: Anzos
Encuadernación: De Diego
Impreso en España- Printed in Spain
Índice
, por Ángel Antonio Herrera .
)
, por Rafael J. Álvarez
Para Ana.
Que ya conoce el porqué.
Para Agustín y sus poemas. Para Angelín y su prado.
Para Leo y sus manos. Para Abilio y su carretilla. Para tantos otros.
Aunque ya desconozcan los motivos.
«Mi memoria conserva apenas solo
el eco vacilante de su alta melodía:
lamento de metal, rumor de alambre,
voz de junco, también
latido, vena».
Ángel González , poeta
«¿Por qué nunca se olvida de la pregunta
si siempre se olvida de la respuesta?».
Ana María Díaz , cuidadora
«En el mundo actual se está invirtiendo cinco veces más en medicamentos para la virilidad masculina y en silicona para las mujeres que en la cura del alzheimer. De aquí a algunos años, tendremos viejas de tetas grandes y viejos con pene duro, pero ninguno de ellos se acordará de para qué sirven».
Drauzio Varella , médico
Agradecimientos
E ste libro ha sido fruto de un olvido coral, de una desmemoria inventariada y de veinte puentes tendidos.
Gracias al puente que me tendieron Ángel Antonio Herrera y Rafael J. Álvarez. Sobran los motivos. Sobran las palabras. En este mundo sin bufandas, no sobran ni amigos ni almenas de abrazos como las vuestras.
Gracias a todas y cada una de las personas que me dieron su testimonio y su fe. Pero muy especialmente a Diana Garrigosa y al propio Pasqual Maragall, que me llevaron a conocer el hielo; a Albert Solé, por sus viajes en moto; a Antonio Mercero, por esas cervezas sin reloj; a Paz Puchades, por su voz trémula; a Manuel Lagares, por su academia; a Teresa y a Fernanda Hurtado, por soportar a este intruso que vino a removerlo todo; a Rosa Villacastín, compañera, tú ya sabes; a Paloma Zori, por darme un excelente consejo; a Adolfo Suárez jr., por salir de la concha; a Carla, Flavia y Olivia Garrigues-Walker, por dejarnos entrar y decorar con guirnaldas las sombras; a Luis Chillida, por aquella noche; y por supuesto a Tere y a Gonzalo, que son mi gente y no necesitan apellidos. A los que están aquí escritos y ya no están. A los que aún siguen a este lado pero ni siquiera lo saben.
Gracias al puente de película que me tendió Carlos Boyero, que hizo dos cosas cojonudas: contarme su historia y llevarme a probar la mejor tortilla del mundo.
Gracias a Paco, a Luis Francisco, a Garci, a Javier y a Carmen Rigalt, por presentarme al «novio» de mare Lola.
Gracias a la gente de CEAFA, de la Fundación Alzheimer España y de AFALcontigo. Gracias a Rosa María Troyano, por su amabilidad, por su ejemplo, por las palabras que me dio y perdí.
Gracias a Roberto Rodríguez, mi amigo del Grupo Amma, por todos esos teléfonos que salvaron el foso y por aquellos maravillosos años.
Gracias a María Borràs, por la paciencia.
Gracias a Su, la mujer que hay delante de todo buen hombre. Por acorralármelo.
Gracias por encima de todo a Ana. Otra vez. Siempre. Por atar en corto a nuestros dos leones mientras papá se metía en esta jaula de letras.
Prólogo
Los que se van
L o que trae el alzheimer es un ralentí de angustia, una cuesta de vértigos, un menú de miedos. Para el enfermo y para sus íntimos, que aprenden rápido, bajo daño único, aquello de Jorge Luis Borges: «Somos los que se van». Estoy en esta página porque Pedro Simón me ha convidado a un libro difícil y valiente, y porque me tocó, en su día, estar a pie de obra del duro estremecimiento, con mi propia madre desencuadernada de alzheimer. Pedro lo supo, y yo le dije que sí. Aquel que ha tenido cerca, o sea, tan dentro, a un padre o a una madre con alzheimer acaba logrando una veteranía del oficio de la rara suerte de morir, pero sin morirse. «Sé que me pasa algo. No sé lo que es», arriesga Pasqual Maragall en algún momento de este libro. He aquí un esclarecedor diagnóstico del abismo. De la estupefacción de un abismo que se lleva por dentro. Hasta que lo ocupa todo. Hasta que ya no hay otro escalofrío. De modo que las familias de los aquejados de alzheimer también saben que les pasa algo. Lo sabemos. Y no acertaríamos a precisar muy bien lo que es.
He visto a mi madre dar cuna a los juguetes de su nieta en el fondo del frigorífico. He visto a mi madre sentarse a la mesa de espaldas. He visto a mi madre saludar a un abeto con el nombre de mi padre. He visto en los ojos de mi madre el domingo de la nada. Ya me contarán ustedes cómo va uno a saber qué le pasa cuando va la vida y se empeña en darnos esta jodida y lejana vida.
«Y si pierdo la memoria, qué pureza», escribió otro vidente. El verso nació a otros efectos, naturalmente, pero yo me he abrigado con él a menudo, por imaginar que al fin mi madre cayó a vivir en alivios de pureza, en edén de inocencia, en ciegas astronomías de poca o ninguna lucha. Cayó ahí a vivir, y a morir. Se piensa pronto que lo mejor es que el alzheimer vaya rápido, porque quizá hay algo peor que el dolor, que es saber que el dolor no se acaba. De las madres con alzheimer nos despedimos todos los días, pero al día siguiente están ahí, sin estar, tuteando al pánico en los espejos o pidiendo de postre una caracola. El alzheimer es un luto pendiente, un adiós de bienvenida, un futuro de ayeres. Hasta que ni asoma futuro, ni quedan ayeres. El alzheimer es un largo calendario inútil.
Aquí, Pedro Simón, reunido con un hijo del gran Chillida, resuelve que el alzheimer es el color negro, y la emoción de inocencia, y un réquiem de Mozart. Qué cerca nos quedan estas síntesis a los que estuvimos, despeinados de alma, en el naufragio del olvido. Es eso el alzheimer, sí, ahondadamente, y que tu padre o tu madre te respondan que no saben tu nombre ya desde una sonrisa insólita que es de otra vida. Ignoran que les cuida un hijo. Estamos ante la madre que ya se ha ido. Aquí Simón aborda todo esto, y más, con luz de todas las sombras. Ha ido a sentarse como uno más entre las familias de casos célebres, como Pasqual Maragall, o Chillida, o Carmen Conde, y luego se ha ido a tomar un café, o varios, de confesión pura con cuidadores de mayor o menor renombre. Entre una cosa y la otra, ha visitado el sótano último de la molicie de gentes sin apellido de oro, donde la muerte, o su inminencia, se charla con naturalidad salvaje. Le ha hecho, en fin, todas las entrevistas al alzheimer.
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