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Juan Miguel Espinar - Nana Parte I

Aquí puedes leer online Juan Miguel Espinar - Nana Parte I texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2019, Editor: Universo de Letras, Género: Niños. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Juan Miguel Espinar Nana Parte I
  • Libro:
    Nana Parte I
  • Autor:
  • Editor:
    Universo de Letras
  • Genre:
  • Año:
    2019
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Nana Parte I: resumen, descripción y anotación

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Tras enviudar, Peter Lowell se traslada con su hija a la punta más septentrional de la Costa Este de Estados Unidos, donde su familia posee una vieja casa junto a un pequeño pueblo costero. Ambientada en una fría localidad norteña, Peter conoce bien a sus habitantes, ya que desde siempre se ha sentido atraído por el mar y por la particular idiosincrasia de este aislado enclave. Un mundo cerrado y apartado en el cual desea iniciar una nueva vida, aunque ahora, encarnando el doble rol de padre y madre. Atrapado en una maraña de sentimientos, pero espoleado por su alcalde, termina por aceptar el cargo de director de la gaceta que se edita en Cape Corney. Este periodista que, poco a poco, parece ir recobrando la esperanza y especula con la posibilidad de que quizá puedan restañarse sus heridas, no cuenta con el caprichoso destino y las traiciones del pasado. Falsa moral, perversión, culpa, maldad y remordimiento, confluyen con objeto de revelar su propia verdad. Sin embargo, nada puede ser tal como lo ves, pues, en ocasiones, la vista nos engaña y la realidad es esquiva.

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Nana Parte I

Nana Parte I

Juan Miguel Espinar

Nana Parte I Juan Miguel Espinar Esta obra ha sido publicada por su autor a - photo 1

Nana Parte I

Juan Miguel Espinar

Esta obra ha sido publicada por su autor a través del servicio de autopublicación de EDITORIAL PLANETA, S.A.U. para su distribución y puesta a disposición del público bajo la marca editorial Universo de Letras por lo que el autor asume toda la responsabilidad por los contenidos incluidos en la misma.

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del autor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).

© Juan Miguel Espinar, 2019

Diseño de la cubierta: Equipo de diseño de Universo de Letras
Imagen de cubierta: ©Shutterstock.com

www.

Primera edición: 2019

ISBN: 9788417740948
ISBN eBook: 9788417741969

A mi padre.

—Tu padre tiene razón —dijo ella—. Lo único que hacen los ruiseñores es música para que la disfrutemos. No se comen nada de los jardines, no hacen nidos en los graneros de maíz, lo único que hacen es cantar con todo su corazón para nosotros. Por eso es un pecado matar a un ruiseñor.

Matar a un ruiseñor .

Pete. Solo mi mujer usaba el diminutivo; ni siquiera mi madre. Para ella yo era Peter a secas, su hijo. Tal vez por abreviar nunca me llamó por el verdadero; el nombre compuesto que figuraba en mi partida de nacimiento y había elegido mi padre: Peter John. El segundo —John—, en honor a mi abuelo.

La primera vez que la vi, bella e indolente, sentada en un banco de piedra, las altas torres que coronaban el campus universitario donde cursaba mi tercer año de periodismo, se reflejaban en sus gafas de sol. Era una tarde luminosa, espléndida, a comienzos de primavera.

Finales de septiembre, 2009.

Tomé la decisión de marcharme de la ciudad. Quería alejarme de los recuerdos que emergían desde mi interior y me consumían. Recuerdos cotidianos que se agolpaban aviesamente en mi mente: sus cabellos rubios descansando sobre nuestra almohada; el tenue aroma a lavanda de su pelo; el tibio calor que desprendía su cuerpo al amanecer y su media sonrisa al sentirse abrazada. Echar en falta las toallas desordenadas por el baño tras su ducha diaria; el olor a café recién hecho que ella preparaba antes de vestirse y que, desnuda bajo su albornoz de rizo, tomaba con calma en nuestra cocina; su bello rostro sin maquillar con la cara recién lavada; el beso de buenos días; la fragancia a gel de su piel; el crujiente sonido de su tostada al untarla con mantequilla; el oírla encender la radio y escucharla por el pasillo entonando el estribillo de alguna canción mientras terminaba de arreglarse; la última ojeada en el espejo y el suave deslizar de sus manos por su cintura para ajustarse el vestido; o cómo después, de reojo, miraba su reloj para no llegar tarde al trabajo. Recuerdos triviales que ahora parecían que nunca sucedieron pero eran parte de nuestra común convivencia. Un pequeño microcosmos dentro de nuestro inextinguible universo. Una galaxia con un idioma propio; nuestro idioma. Un lenguaje constituido por señas, gestos de complicidad, sobreentendidos y guiños solo comprensibles por nosotros dos. Un idioma donde prevalecía lo nuestro sobre lo tuyo o lo mío. Recuerdos y señales ya extintas que ahogaban y atormentaban mis pensamientos. Postrado en la cama, después de tratar de dormir o, tal vez, de olvidar durante escasas horas todas las imágenes que ella había grabado en mi memoria, me armaba de valor para levantarme y comprobar lo desierto que había dejado aquel apartamento, y mi alma.

Solo quedaba un gran vacío.

Un aterrador vacío.

Ya no estaba su voz.

Agonizado el eco de las lamentaciones, solo quedaba el silencio; el transcurrir de un silencio infinito.

Y mi desolación.

Aquí estoy.

En tierra de nadie.

Solo.

Sin ti.

Tan solo yo.

Deseé, como cualquier otra mañana antes de que nuestro antiguo mundo se sumergiese en un silente vacío, que al abrir la puerta del baño me asaltara y rodeara una espesa nube de vaho; y que mi mano volviera a pasearse por el espejo empañado; y que tú, desde la ducha, retomases la inacabada conversación del día anterior, contándome, entre muchas otras cosas, alguna anécdota ocurrida en la empresa para la que trabajas. Entretanto yo, con la mitad del rostro cubierto de espuma de afeitar y contemplándote tras la mampara de cristal, de nuevo, le habría dado gracias a Dios por la suerte de tenerte a mi lado. Luego te habría acompañado hasta la puerta de nuestro apartamento, donde el panadero, a diario y con el permiso de nuestro conserje, habría dejado colgada del pomo de entrada una bolsa con piezas de pan recién horneado para el desayuno. Sin dudarlo te habría seguido y, sentándome junto a ti, me habría fijado en tu pelo húmedo, en tus rizos revueltos y en las gotas de agua que aún resbalaban por tus mejillas, y así, de este modo tan familiarmente natural, tropezaría con tu sonrisa al preguntarme por qué te miraba tanto, a la vez que me urgías a comer antes de que se me enfriara el café. Poco después, en nuestra habitación, habría envidiado el tacto de tus medias al ascender por tus finas y largas piernas mientras ponías cuidado en no hacerte una carrera con las uñas. Con el traje puesto y anudándome la corbata te habría observado, a través de tu reflejo en el espejo del tocador, dándote los últimos retoques de maquillaje; te habría visto recorrer con uno de tus lápices el contorno de tus labios; y habría percibido el frugal aroma de tu perfume. Un rastro que habría permanecido allí, conmigo, aun mucho tiempo después de que hubieses abandonado la habitación.

Todavía hoy era capaz percibirlo, o, quizá, atrapado en mi propio engaño, solo deseaba creerlo.

Te habrías despedido de mí con uno de tus dulces besos, dirías que a media tarde me llamarías para contarnos cómo nos había ido el día y, al cabo de decidir si cenaríamos fuera o bien en casa, haríamos planes para la noche.

Flashes fragmentarios de una vida compartida.

Una eternidad me parecía aquello.

Sobre todo cuando nunca más habría un tú o un nosotros .

Mirándome frente al espejo, cara a cara, no pude reprimir las lágrimas. Un llanto amargo, de duelo, de tristeza, de pena y, ante todo, de resignación. Como un ave con un ala astillada que impotente te vio migrar, acaricié con el pulgar la alianza que me anilló a ti; un vínculo inequívoco que nos unía para lo bueno y para lo malo. Me dejaste tullido, de amor mutilado. Nunca más podría enfrentarme al mundo contigo. Tú no estás. Tú no estarías. Tú ya no estarás. Te fuiste para siempre. No volverás. Ese sería mi calvario. Tendría que aceptarlo… Pero era tan difícil.

La decisión de marcharme me había costado meses sumido en un abismo de desesperación. Tenía que Irme. Largarme. Alejarme. Aunque… ¡Maldita sea, eso sería como abandonarte! ¡Escapar de tus recuerdos! ¡De nuestros recuerdos!

Mas sabía que no podía continuar así. Ni tan siquiera era capaz de salir a la calle con normalidad, y las veces que lo hacía porque aquellas cuatro paredes iban a volverme loco, me enfermaba comprobar cómo los vecinos, a quienes habíamos tratado durante años, simulaban no verme a la entrada o a la salida del edificio, o, cuando, de esa forma tan peculiar que podía juzgarse casi de distraída, los observaba acelerar el paso con el fin de no coincidir conmigo en el mismo ascensor —dudaban si darme el pésame, bien preguntar por cómo marchaba todo en casa, o darme ánimos—; y, en la mayoría de las ocasiones, cuando era inevitable el encuentro, se producía un incómodo silencio que se sumaba a la embarazosa espera en el vestíbulo y a la ansiedad, ya dentro del ascensor, por ser el primero en apearse. Tampoco me reconfortaban los comentarios de los viejos amigos al estilo de: «No te preocupes, Peter, saldrás adelante. Deja que pase el tiempo, ¡ya verás!, el tiempo lo cura todo».

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