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MIguel Ángel Pérez García - Adagio: La música que surgió de las cenizas

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MIguel Ángel Pérez García Adagio: La música que surgió de las cenizas

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Adagio

Miguel Ángel Pérez García

Primera parte

Capítulo I

Venecia, 1750

El viejo Tommaso era viejo incluso para una edad que rozaba los ochenta años; su vista hacía tiempo que había pasado a mostrarse esquiva con los detalles, reacia a percibir poco más que luces y sombras, lo que no le impedía desplazarse a diario hasta la cercana iglesia de San Bernabé, en su Venecia natal. Y no es que comulgase íntegramente con las doctrinas eclesiales, sino que conocía al párroco desde hacía tiempo y con él compartía la afición por la música, hasta tal punto de discutir sobre la interpretación de algunas obras. Eso les había llevado a compartir una buena amistad.

―Eres un viejo gruñón ―le repetía el párroco cuando Tommaso se negaba a modificar un ápice la interpretación de sus obras.

―Ya no lo soy, Antonino ―protestaba, y añadía―: Recuerda que desde hace diez años estoy muerto.

Entonces ambos soltaban una sonora carcajada y continuaban la discusión. Y es que allá por el año de 1740 , se terminaron publicando en Francia varias obras de Tommaso Albinoni como póstumas y, hoy, cuando el siglo iba por la mitad de su existencia, el viejo Tommaso aún pisaba los fundamenti venecianos. Cierto es que antes de aquella publicación su vida había pasado a una etapa de más tranquilidad, alejada de la creación musical para el público, un tiempo en el que vivía plácidamente en el Gran Canal, en uno de esos palacios solo permitidos para los más pudientes de la ciudad. Tommaso había nacido en el seno de una rica familia de comerciantes venecianos, por lo que no necesitaba ni siquiera vivir de su trabajo como compositor, pues era suficiente ir utilizando con inteligencia la amplia fortuna que su padre le había dejado.

Pero Tommaso amaba la música y, aunque nada había publicado desde su supuesta muerte, sus nuevos compases se seguían escuchando en la exclusividad de la iglesia de San Bernabé.

―Cada vez me cuesta más escribir ―se quejaba a veces.

―Si quieres, tú me lo recitas y yo lo escribo ―le solía ofrecer Antonino.

―¿Estás loco? No dejaría que escribieses ni una sola de mis notas ―refunfuñaba Tommaso. ―Seguro que no serías capaz de ponerlas en su sitio.

Antonino no contestaba, se limitaba a mal disimular un gesto de enfado o a mascullar entre dientes, pero lo bastante claro para que le oyera; algo como “¡Así tendrían algo más de armonía!” Y eso porque sabía que el viejo compositor hablaba en broma y sus palabras no eran más que una forma de discutir, algo que adoraba tanto o más que la propia música. Pero Antonino, sabedor de la delicada salud de Tommaso, minada por la diabetes y mermada por la falta de visión, procuraba no dar rienda suelta a las discusiones de su amigo por temor a empeorarla.

Aquel día era el miércoles anterior a las calendas de abril de una hermosa primavera veneciana. Entre los edificios relucientes, sin las frías aguas del invierno ni las estridencias del verano, el sol brillaba tranquilo en la mañana del día más bello del año, cuando Tommaso dejó su morada y enfiló la calle del Traghetto, hasta llegar a la plazuela que hay delante de la iglesia. No se detuvo ni a mirar el pequeño canal de al lado, sino que entró directamente a buscar a su amigo.

―¡Lo he terminado, Antonino! ―le dijo apenas lo vio en el altar, atareado en disponerlo todo para el oficio de la tarde.

―¿Qué es lo que has terminado?

Aun con su escasa vista, Tommaso se dirigió hacia el altar esquivando sin problemas los bancos, sillas y reclinatorios que ocupaban los lugares de siempre.

―¡Esto! ―Y abriendo un portafolios de piel ajada, con dedos nerviosos, extrajo sin demasiado cuidado unas hojas repletas de pentagramas sobre los que se distribuían compases y notas.

Antonino los miró detenidamente, más movido por el nerviosismo de su amigo que por su capacidad para entender la música sobre un papel pautado. Y no es que no supiese leerla, sino que le resultaba inaccesible valorarla solo con la mera visión de lo escrito; su talento musical era limitado y siempre necesitaba oír para poder decidir.

―¡Trae! ―Tommaso le quitó las hojas de las manos y se dirigió hacia el pequeño órgano de la iglesia del convento de San Bernabé, un órgano conseguido por las donaciones anónimas y no anónimas de los parroquianos, entre las que no había pasado desapercibida la del propio Tommaso.

Antonino le siguió, adivinando su intención y dispuesto a hacer las veces de uno de los monaguillos que se encargaban de mover el fuelle cuando el organista ―a veces el propio Tommaso― amenizaba los oficios religiosos con la sobrecogedora música de los tubos.

Colocó descuidadamente los papeles sobre el atril, sin importarle que alguno acabase deslizándose hasta el suelo. No los necesitaba, puesto que conocía de sobra los compases que quería hacer sonar. Antonino empezó a mover el fuelle para llenar de aire a presión el secreto del órgano, igual que lo hiciera en su infancia. El anciano Tommaso se sintió mucho más joven. Ya no le temblaban las manos, sintió que sus pies podían acariciar las teclas del pedalero como si estuviera descalzo. Accionó adecuadamente los registros y sus dedos se deslizaron sobre el teclado de nácar.

Las notas se abrieron paso, cabalgando sobre el aire y ascendiendo por los tubos más largos, en un increíble sonido grave que evolucionaba lentamente; suave como el latido de un corazón herido por mil desamores, para ir a llenar, uno a uno, los recovecos de arcos y pilares, y envolver el alma de los dos amigos en un continuum interminable. El órgano se desangraba en acordes graves y tristes, como si llorase lágrimas eternas, largas como las noches de invierno, dulces como el más bello de los amores soñados, terribles como los estertores de la muerte, una mezcla de lamentos y fuerza, como los gritos de un dios herido en el corazón que lamenta su maldita eternidad. Luego, las notas más agudas nacieron despacio sobre el continuum , como un lamento mal contenido.

Tommaso movía lentamente los dedos al suave ritmo de su música, sin sentir el dolor de su ajado cuerpo, sin percibir la casi ceguera que limitaba sus movimientos, porque las notas de su adagio las llevaba en su corazón.

Antonino continuaba moviendo el fuelle con el vello de sus brazos erizado, con un hormigueo de frío y calor que le recorría de pies a cabeza y con los ojos arrasados de lágrimas. Aparecieron más personas, solo sombras intercaladas entre las notas, que habían llegado atraídas por la música del órgano, un sonido que subía, crecía poco a poco para aplastar pechos y corazones, para ascender desde el infierno más profundo hasta las puertas del cielo en una escalera de infinitos matices y octavas multiplicadas.

Las lágrimas del órgano, mudadas en una gigantesca ola devastadora, inundaron los abismos del infierno, apagando los fuegos eternos, para sacar de sus quehaceres al mismo Belcebú, que se quedó escuchando. Luego treparon hasta las puertas del cielo que cedieron sin esfuerzo alguno como si el corazón del mismo Dios volviera a su Olimpo.

Los dedos de Tommaso se detuvieron y se hizo el silencio mientras las últimas notas se perdían en ecos amortiguados. Después, cielo e infierno volvieron a sus quehaceres.

Antonino dejó el fuelle y se secó los ojos humedecidos.

―¡Impresionante! ―fue lo único que acertó a decir, sin que Tommaso aún le hubiera mirado ni preguntado nada.

―Pues verás cuando la cuerda responda al órgano y los dos luchen por la supremacía en las notas. ―Cogió una de las hojas que estaba sobre el atril, se la mostró a su amigo mientras señalaba algo con el dedo, y prosiguió explicando―: Por un lado, el órgano solemne, grave, serio, tratando de ocupar el mundo con sus notas. Por otro, miles de violines de alma pequeña, vibrantes, estridentes, de sones agudos y lacerantes, unidos, sonando juntos para tratar de acallar al señor de la música, arrastrando tras de sí las cuerdas frotadas, ardiendo en un acorde de tintes trágicos. Una guerra en toda regla, una lucha sin cuartel, llena de cuerpos rotos y notas destruidas como en un castillo de fuegos de artificio para deleite de los oídos.

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