Regina Roman - Besarte en Roma (Titania amour) (Spanish Edition)
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- Libro:Besarte en Roma (Titania amour) (Spanish Edition)
- Autor:
- Editor:Titania
- Genre:
- Año:2018
- Índice:4 / 5
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Besarte en Roma (Titania amour) (Spanish Edition): resumen, descripción y anotación
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Besarte en Roma (Titania amour) (Spanish Edition) — leer online gratis el libro completo
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1. a edición Marzo 2018
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Copyright © 2018 by Regina Román
All Rights Reserved
© 2018 by Ediciones Urano, S.A.U.
Plaza de los Reyes Magos 8, piso 1.º C y D – 28007 Madrid
www.titania.org
ISBN: 978-84-16327-45-4
E- ISBN: 978-84-17180-49-2
Depósito legal: B- 3.846 -2018
Fotocomposición: Ediciones Urano, S.A.U.
Impreso por Romanyà Valls, S.A. – Verdaguer, 1 – 08786 Capellades (Barcelona)
Impreso en España – Printed in Spain
A Rafa, el hombre de mi vida.
Sin más.
«La razón busca, pero quien encuentra es el corazón.»
(George Sand)
Si no te chiflan los vestidos pijos…
Hay promesas que no deben hacerse si una no quiere amargarse la noche. Si, como Eva Kerr, eres de las que detestan los acontecimientos sociales, opinas que solo sirven para presumir y exhibirse, que las conversaciones son superficiales y los asistentes frívolos, no le prometas a tu madre que la acompañarás a una entrega de premios en Marbella. Eva accedió porque, tratándose de su madre, no sabía decir no ni inventar buenas excusas a suficiente velocidad. Mierda, el sábado, el fastidioso sarao era el sábado y apenas si tenía tiempo para buscar un vestido pijo de esos en los que caber: cabría, pero sin respirar. Dos horas de peluquería y plancha contra sus rebeldes rizos y algo de maquillaje, lo justo para disimular las pecas. ¡Señor! Solo de pensarlo le daban taquicardias.
Su solución para salir de la crisis, una hora de carrera y quemar adrenalina. El gimnasio donde boxeaba había decidido cerrar, aprovechando la temporada baja, para cambiar todo el parquet del suelo y la pintura de las paredes. Nunca imaginó que el no saber qué hacer con su exceso de energía la afectaría tanto.
Salió de la caravana con Toni y Braxton trotando alrededor, cerró con llave, rodeó el primer tercio de la calle y, nada más girar la curva, se topó con los muros del colegio alemán. Mucha gente le preguntaba si tanto niño cerca vociferando no era una incomodidad. Para nada. Eva adoraba a los críos de todas las edades, eran el vivo retrato de la alegría sin límite, de la curiosidad. Si alguien le hubiese concedido un deseo, habría pedido ser niña para siempre. A aquellas horas, sin embargo, las clases habían terminado y el silencio era eclesiástico. Por eso le llamó la atención la figura de un niñito de unos seis o siete años sentado en los escalones de entrada, junto a las cancelas a punto de cerrar. Pero siguió corriendo y pasó de largo.
Braxton no. Braxton se quedó rezagado olisqueando al extraño, le hizo su surtido de gracias con el rabo y finalmente, al ser correspondido, se quedó a bañarlo a lametones. Eva oteó por encima de su hombro al percibir que faltaba uno de sus perros y frenó en seco.
—¿Braxton?
El animal no le prestó la menor atención, seguía encariñado con el niño, zalamero bajo sus mimos. Eva retrocedió dando saltitos, tratando de no perder el ritmo.
—Hola.
—Hola —respondió el crío. Menudos ojazos claros se gastaba el muchachito—. ¿Es tuyo, el perro?
—Sí, son míos los dos. Vaya, parece que le has gustado. ¿Qué haces aquí solito?
—El cole va a cerrar, estoy esperando a mi papá.
—Pero ¿te ha dicho que viene?
—Sí. —El niño le enseñó el teléfono que guardaba en el bolsillo—. Llamó y me dijo que esperase fuera, que venía de camino.
—Ah, vale. Bueno, pues no te alejes de la verja, seguro que ya no tarda. ¡Braxton! ¡Vamos!
El pastor soltó un ladrido como una queja y remoloneó a la hora de cumplir su orden. Eva retomó la marcha antes de comprobar que Braxton la seguía, pero también lo hacía el chiquitajo de ojos de ángel. Se hizo la longuis esperando que parase.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó a voces. Ella, entonces, aflojó el paso.
—Eva. ¿Y tú?
—Gonzalo.
—Vaya, Gonzalo. ¿Has visto el cielo? —Las nubes habían empezado a ennegrecerse —. Va a caer una de las gordas y aquí no hay dónde refugiarse.
El niño se encogió de hombros. La resignación en su rostro y en su gesto la consternó, daba la impresión de estar acostumbrado a esperar y que no le importaba demasiado, parecía feliz solo con que le permitiese acariciar a los pastores alemanes. Eva interrumpió su trote, flexionó la cintura y apoyó las manos en las rodillas. Acababa de maquinar un plan de los suyos: irreflexivo e instantáneo.
—Tienes móvil —afirmó mordiéndose la comisura del labio inferior.
—Sí, ¿por?
—Vamos a mandarle un mensaje a tu padre, anda. Y esperaremos, pero a cubierto.
Eva no había equivocado ni chispa sus augurios, llovía a cántaros; incluso agradeció el encontronazo con el pequeño Gonzalo, que le hizo volver y le evitó empaparse bajo el chaparrón. No le disgustaba correr bajo la lluvia, pero aquello era el segundo diluvio universal. Estaban mucho mejor y más a gusto dentro de la caravana que era su casa, calentitos, con la música a toda pastilla y pegándose un homenaje meriendil con colacao, galletas caseras y sándwiches de pasta de salami.
—Me encantan los animales, pero a mi papá, no. Dice que le dan alergia —explicaba Gonzalo, mordisco va, mordisco viene, tanto al bocadillo como a las galletas.
«¡Cielos! He recogido a un crío verdaderamente hambriento», se dijo Eva.
—¿Le salen ronchas por todo el cuerpo y se pone coloradote? —preguntó simulando un desmedido interés. Gonzalo negó con la cabeza.
—No, pero se pone muy nervioso.
—Vaya.
—Por eso, aunque yo quiero una mascota, no puede ser. —Cortó con los dedos un pedacito de sándwich y se lo dio de comer a Braxton, que no se separaba de su lado.
—Entiendo. Menuda faena. ¿Más colacao?
En el exterior, por encima del grueso sonido de las cortinas de lluvia, se oyó el chirriar de unos frenos y un potente motor que se extinguía. Eva había dejado la verja abierta a propósito. Gonzalo saltó de su silla.
—¡Es papá!
—Ya era hora de que se acordara de que tiene hijo —musitó la joven entre dientes.
La puerta de la caravana se abrió de un brusco empujón antes de que ellos pudieran asomarse. Todo lo que Eva pudo ver fue un hombre enorme y supersexi que casi no cabía dentro del vehículo, con un traje oscuro chorreando y la cara desencajada de puro pánico, que se abalanzó contra el peque y lo estrechó con ansiedad entre sus brazos.
—¡Gonzalo, hijo! ¡Qué susto! ¡Qué susto me has dado! —repetía como un autómata mientras lo separaba, lo palpaba por todas partes y comprobaba su perfecto estado.
—¿Susto por qué? —intervino Eva molesta—. Si le hemos mandado un mensaje…
¿Para qué se le ocurriría abrir la bocaza? Cuando el tipo, que estaba agachado delante del niño, se puso en pie, Eva le llegaba apenas al nudo de la corbata y su mirada iracunda, verde y fuera de sí parecía tan peligrosa que la chica retrocedió asustada, calculando la escasa distancia entre el techo de su casa y la cabeza del desconocido. Así que ese guerrero de apariencia peligrosa, terriblemente provocador era Javier, el padre de Gonzalo. Pues cabreado y todo, estaba para ponerle un piso.
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