Agradecimientos
Escribir no siempre es fácil. Tenemos que lidiar con un trabajo, una familia, imprevistos varios… una vida personal. Si, además, lo haces a cuatro manos, los problemas se duplican.
Pero también las alegrías.
Es muy raro congeniar y empatizar de la forma que nosotras lo hemos hecho, hallar ese equilibrio, esa complicidad, esa facilidad de comunicación, sin la cual esta novela no hubiera tenido lugar.
Podríamos hacer una larga, ¡larguísima!, lista de agradecimientos, pero, si ya es difícil hacerla de forma individual sin olvidarse de alguien, hacerlo entre las dos resulta, cuando menos, toda una odisea.
Ante todo, nuestro mayor agradecimiento va para Esther Escoriza, nuestra editora, por la paciencia, la comprensión y la apuesta que ha hecho desde el principio por este proyecto de novela, por su tolerancia y la oportunidad de cambio que nos dio. Gracias, Esther.
Agradecemos también a nuestras respectivas familias, las cuales, por culpa de (o gracias a) las horas invertidas en la novela, se han visto privadas de nuestra compañía.
A Laura Morales. Porque, en cierta forma, nos ha allanado el camino.
A las nenis de Facebook y de Twitter en general. Decir nombres sería un no acabar, pero vosotras sabéis de sobra a quién nos referimos.
Y en cuanto a los agradecimientos particulares:
Laura Nuño: Mis agradecimientos van para mi CO. Por tu impaciente paciencia, por el aguante a mis ataques, por las risas, por las lágrimas. Por todo. Gracias por ponerle música a esos días de lluvia.
Helen C. Rogue: La vida te pone a las personas en tu camino por alguna razón. Agradezco a la vida, o al destino, o a quien nos juntara ese día, el haberte cruzado en el mío, porque esto, CO, es el inicio de algo grande. Gracias mil. Gracias por llenarme el muro de flores.
1. El propósito
A menudo me preguntaba sobre el oscuro y maléfico propósito que estaría tramando esa aprendiz de bruja que hacía quince años me había robado el corazón, sobre todo cuando sonreía de esa forma tan condescendiente y que tan en guardia me ponía.
Sí, lo confieso, me pirraba esa sonrisa, no podía remediarlo…
Después de mucho pensarlo, la muerte, la mía en particular, era una de las opciones que creía que más se barajaban, pues, si no fallecía de inanición, lo haría de un infarto.
Debí sospechar que algo maquinaba cuando una noche, mientras cenábamos, comenzó con un monólogo bastante instruido, además de cansino, sobre los inconvenientes de lo que ella considera una dieta chunga que te cagas . Debo añadir al respecto que su opinión no podía ser más desacertada: en casa, sobre todo durante los últimos cuatro años, cuando ella hizo acto de presencia, seguimos un régimen alimenticio de lo más estricto, un plan dietético elaborado por uno de los mejores —y, por ende, más caros— nutricionistas de Madrid. No puedo, ni debo, quejarme, pues haría cualquier cosa por su bienestar; fijaos si la quiero, pero digo yo que algún respiro me podía permitir…
Ahora que lo pienso, creo que la muy condenada sabía de sobra que me saltaba a la torera dicho régimen sin ningún tipo de remordimiento cuando salía de escapada con los colegas. No hay que ser un lumbreras para tener claro esto: cuando los hombres nos juntamos, no pueden faltar las patatas fritas, ni las aceitunas, ni, por supuesto, las ¡ohhhh, benditas! cervezas. Además, mi tripa cervecera era una fiel delatora de mis fechorías alimenticias.
Si debo ser sincero, no le di la menor importancia a su sermón, pero fingí hacerlo asintiendo de vez en cuando y poniendo cara de circunstancias, aunque en el fondo estaba contando las horas que me separaban del viernes y, por lo tanto, de la rubia favorita de todos los hombres: Miss Mahou.
El demonio de ojos gris azulado no añadió nada más al respecto, para tranquilidad de mi conciencia, pero algo en mi rostro debió mostrar la opinión que tenía al respecto, pues a los dos días se presentó ante mí, con una mirada siniestra y triunfal que contrastaba escalofriantemente con la dulce sonrisa que esbozaba, y me tendió un pasaje al infierno: la inscripción a un gimnasio.
Sus argumentos, como siempre, eran irrefutables. No sólo porque ya había pagado la matrícula y la cuota de los tres próximos meses —recalcó unas diez veces que ese dinero había salido de su propio bolsillo, como si ella gastara de eso …— , sino porque, cuando me miraba con esa carita, me despojaba de toda voluntad, me convertía en una piltrafilla que terminaba haciendo lo que a ella le viniera en gana.
Mi subyugación era voluntaria, lo sé, no podía ser de otro modo, sobre todo con lo que teníamos encima, pero mira que me costaba complacerla cuando atentaba contra mi salud . Porque, por mucho que ella afirmara que en el fondo me estaba haciendo un favor, aquel empeño suyo de enrolarme en una vida saludable me estaba consumiendo. Dejar de fumar fue lo primero, aunque esa decisión la tomé por mí mismo a modo de promesa cuando ella nos enseñó los dientes y nos dejó acojonaditos, algo que, por otro lado, me alegro de haber hecho. Prescindir de ciertos caprichitos —pizza, hamburguesas o simplemente comer hasta reventar—, ya me estaba agriando el humor, pero lo del ejercicio físico… ¡Uffff!