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Viajar A Chipre - Rivera De La Cruz Marta

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Viajar A Chipre Rivera De La Cruz Marta

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Viajar a Chipre

Marta Rivera de la Cruz


A Susana, que toleró con paciencia los últimos momentos de este libro

A Marcial, por compartir la aventura


Agradecimientos

A Jacobo, de la embajada de Chipre en Madrid, por hacer posible este viaje.

A Demos Demosthenous, por ayudarme a entender su maravilloso país.

A Gabi, mi editor, por enviarme a Chipre; a Robert Young, por recordar la isla que conoció en su juventud, aunque él siempre será joven; a Florian, por el coche malayo; a Konstantin Mouzzuris, por el paseo por Lefkossía; a Petros, por hablarme en español; a Costas Papacharaloumbus, por su visita; a Xenios Xenophontos, por su sonrisa de bienvenida; a Loukas, por el primer vaso de ouzo; a Mixalakes Panariotoi, por una carrera en taxi; a los propietarios y al personal del hotel Nissi Beach, en Agia Napa, por hacerme sentir como en casa; a John Woods, director del hotel Le Méridien de Limassol, por su gentileza, por la botella de Salera y por disponer de la mejor piscina del mundo; al gobierno chipriota y a la Oficina de Turismo de Chipre; a toda la gente inolvidable que conocí allí y que hicieron de este viaje una experiencia única.


Es menester lanzarnos al descubrimiento de nuevas ciudades; generosas razas nos esperan.

ÁLVARO MUTIS,

Canción de Macqroll el Gaviero


En el verano del noventa y nueve yo no quería ir a Chipre. Bueno, no es que no quisiera ir. No tenía nada en contra de la isla y mucho menos de los chipriotas. Pero aquel verano tenía otros planes para mí. Claro que el destino se encargó de torcerlos y, a cambio, me llevó a un lugar que nunca hubiera visitado de no ser porque, de vez en cuando y quizá para compensarnos de otros pellizcos, la vida decide guiñarnos un ojo. Y eso fue lo que me ocurrió. Pero tengo que empezar por el principio.

Días antes de comenzar el verano del noventa y nueve, justo después de cumplir ochenta y cinco años, murió la tía Nana. En realidad no era mi tía, sino una pariente lejana de mi padre, a quien llamábamos así para abreviar. En las familias a la italiana, como la mía, los parentescos se enredan en una complicada maraña de primos terceros y tíos políticos en diferentes grados, así que hay que simplificar las cosas.

La tía Nana era una solterona roñosa que me regaló el mismo frasco de colonia a granel durante cuatro Navidades seguidas. Recuerdo que mi hermana y yo no conseguíamos terminar con el dichoso líquido de un año para otro, y empezamos a dar salida al excedente empapando con perfume el pelo de nuestras muñecas preferidas, Nancy y Leslie. Una Navidad la tía Nana no nos mandó colonia, ni ninguna otra cosa. Justificó el paroxismo de su tacañería diciendo que ya éramos muy mayores. Siempre he pensado que nadie es demasiado mayor para tener regalos navideños, pero a decir verdad tampoco me hacía ninguna ilusión seguir recibiendo el frasco de marras. De todas formas, por aquel entonces yo empezaba a arrinconar sin remordimientos mis antiguos juguetes, incluida Nancy y su pelo apestoso a colonia barata. Tía Nana había demostrado lo que yo sospechaba desde hacía tiempo: que era la mujer más rácana del mundo, y que aquellos frascos de colonia formaban parte de un lote comprado al por mayor en una tienda de saldos. Tras acabar con ellos (sabe Dios cuántas sobrinas lejanas recibían en su casa el mismo obsequio llegado el mes de diciembre) había decidido suprimir el concepto «Regalos Navideños Para Parientes No Próximos» de su presupuesto anual. Pues muy bien. Por mí podían pudrirse todos, incluyendo a la tía Nana y sus cochinos regalos.

Supongo que lo hizo. Al menos durante mucho tiempo en que no supe casi nada de ella. La tía Nana vivía lejos de todo el mundo, y su delicado estado de salud desaconsejaba que abandonase su casa siquiera para participar en esas comidas familiares que todo el mundo detesta pero a las que todo el mundo acude. Nunca entendí muy bien lo de la frágil salud de la tía Nana. Llevaba más de veinte años nutriéndose, pero todos sabíamos que en su dieta estaban presentes la fabada, los callos con garbanzos y el cocido de carnaval, que se atizaba dos copas de chinchón después de cada comida y que no agarraba un puñetero catarro en todo el invierno. La tía Nana esgrimía la excusa de su mala salud para eludir a voluntad los acontecimientos de familia que se le antojaban especialmente engorrosos. Yo hubiera hecho lo mismo de haber tenido ocasión, pero me temo que a los veinte años nadie va a tragarse el cuento de la fragilidad salutífera. Así que mientras a mí me tocaba jorobarme y comer canapés resecos en la boda de alguna prima a la que apenas conocía, la tía Nana se quedaba en casa tan ricamente, poniéndose ciega de garbanzos. En ese sentido, he de confesar que sentía cierta envidia de ella.

Reconozco que llevaba mucho tiempo sin acordarme de la tía Nana ni de sus regalos miserables. Me trasladé a Madrid, acabé mis estudios en la universidad, empecé a trabajar, y también mi presencia en las comidas y las cenas familiares fue espaciándose notablemente. Como es natural, mi disculpa era otra: tenía mucho trabajo. Era verdad casi siempre, aunque reconozco que otras veces utilicé como excusa mis múltiples ocupaciones para librarme de alguna primera comunión. La tía Nana y yo éramos las únicas ausencias contables en las bodas multitudinarias y los concurridos bautizos de la familia. Una utilizaba su presunta pochez; la otra, su supuesta sobrecarga laboral.

Luego publiqué mi primera novela. Para mi larguísima lista de parientes aquél fue un acontecimiento memorable, y prácticamente todos acudieron al acto de presentación, demostrando un sentido de la unidad muy superior al de los Corleone o los Prizzi. Para mi sorpresa, esta vez la tía Nana no utilizó ninguna disculpa para escaquearse. Reparé en ella cuando ya estaba sentada detrás de la mesa, escuchando la intervención del presentador del libro. Se había colocado en la tercera fila, en un lugar a la vez privilegiado y discreto, y el vestido que llevaba tenía un aire intemporal, de modo que tanto podía haber sido adquirido la tarde anterior en unos grandes almacenes como recuperado de un armario atiborrado de bolas de naftalina. No sé por qué, pero me conmovió su presencia. Llevaba más de diez años sin verla, y sólo preguntaba por ella muy de tarde en tarde. Al contemplarla allí sentada después de tanto tiempo y sabiendo que únicamente acontecimientos excepcionales la sacaban de su encierro, sentí que quizá debería haberme interesado un poco más por ella, por su pretendida fragilidad que ahora se me antojaba real, por su vida en soledad, por los trajes que guardaba en su armario, a duras penas defendidos de la polilla. Olvidé de un plumazo su tacañería proverbial y todos los frascos de colonia a granel recibidos durante mi infancia, y decidí en aquel momento que era hora de recuperar el tiempo perdido.

La tía Nana se fue al terminar el acto, mientras yo saludaba a una caterva de primos, tíos, sobrinos y cuñados, así que no tuve ocasión de hablar con ella, pero al día siguiente le envié mi novela con una dedicatoria breve y sencilla (fundamentalmente porque no tenía idea de qué poner). Dos días después de Nochebuena, la tía Nana me telefoneó para invitarme a comer en su casa. Evidentemente no era un plan muy apetecible para mis escasos días de vacaciones navideñas, pero no me quedaban más narices que aceptar. Así que, quizá por segunda o tercera vez en mi vida, entré en la casa grande y oscura donde la tía llevaba viviendo casi cincuenta años. Pasé allí poco más de dos horas... decepcionantes. Admitámoslo, siempre he sido un poco fantasiosa, y había jugado a imaginar una tierna escena de reencuentro entre la Vieja Tía Solitaria y la Joven Sobrina Magnánima. En esa escena la tía Nana me abrazaría entre lágrimas, pidiéndome perdón por tantos años de regalos baratos, y yo la abrazaría a mi vez diciéndole que, en efecto, sus obsequios mezquinos habían amargado algunos días de mi infancia, pero que ahora todo estaba perdonado y podríamos empezar a hacer migas. Pues bien, nada de esto ocurrió. La tía Nana me recibió sin grandes muestras de alegría ni cariño, me hizo compartir con ella un almuerzo en absoluto generoso servido en una habitación gélida cuyo ambiente recordaba al que debía de reinar en la oficina de Ebenezer Scrooge la víspera de Navidad, y después de dos horas interminables de conversación más bien poco entusiasta me despidió sin muchas contemplaciones, argumentando que se sentía cansada. Así que salí de aquella casa mientras la tía Nana se preparaba seguramente para recibir la visita de los espíritus de otras Navidades, mientras contaba a oscuras los billetes guardados debajo del colchón.

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